Democracia y Economía
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 24 de junio de 1987.
Aunque el hecho fundamental del sistema democrático es político, a saber, la libertad en sus diversas manifestaciones, el voto popular y la garantía de los derechos humanos, cada día se hace más patente la necesidad de que se relacione estrechamente con la economía del país.
Es que la situación económica y los problemas que ella plantea repercuten en el ánimo de los diversos sectores que integran la ciudadanía e influyen considerablemente en el grado de confianza en el Gobierno y la disposición del pueblo a su defensa y su mantenimiento.
En un primer enfoque, cuando se emplaza a un gobierno por el mal manejo de la economía, el razonamiento es indiscutiblemente lógico, porque el pueblo elige el gobierno para que administre los recursos y dirija la vida de la comunidad en forma conveniente a los intereses y necesidades de la población. Lo que con frecuencia no se advierte es que las supuestas alternativas no democráticas que suelen anunciarse no ofrecen soluciones eficaces para los problemas y terminan entregando la situación más deteriorada de lo que estaba cuando asumieron una supuesta tarea de salvación nacional, como ocurrió en los hermanos países del Cono Sur.
Una frase de Santo Tomás de Aquino, muy conocida, es la de que se necesita un mínimum de bienestar para mantener la libertad.
En las nuevas democracias latinoamericanas, surgidas del fracaso de los regímenes autoritarios, la existencia de una situación económica angustiosa constituye uno de los más serios desafíos que deben encarar.
Los pueblos son proclives a identificar en sus aspiraciones, democracia con bienestar, libertad con abundancia. De allí la tentación populista, pues el gobernante que no se siente con la capacidad necesaria para dar atención a las exigencias fundamentales de la economía nacional, busca una salida fácil en el otorgamiento de beneficios superficiales, aun cuando sepa que esos beneficios, si no están sanamente fundamentados, han de revertir a la larga en perjuicios mayores y en un más acentuado deterioro de la situación general.
Hace varios años, el profesor Von Vorys, de la Universidad de Pensilvania, tuvo la idea de promover una serie de encuentros entre profesores de Ciencias Políticas de diversas universidades norteamericanas y supuestos o reales «decision makers», para cambiar ideas sobre el problema de «La pobreza y la estabilidad económica». Por supuesto, afloró la consideración de que a veces los pueblos, a falta o aun por encima de las recompensas materiales («material rewards»), respaldaban gobiernos que les daban o les ofrecían recompensas no materiales («non material rewards»). Ello explica que en situaciones de extrema pobreza haya pueblos fanatizados en torno a sus gobiernos por consignas de contenido nacionalista, de carácter racial o religioso. Pero, en general, las perturbaciones acentuadas en la situación económica repercuten considerablemente sobre la estabilidad de un sistema político. Y a veces sucede que, aun cuando se experimente una cierta mejoría en la situación de grupos privilegiados o hasta de los estratos populares, si el proceso económico se altera, si se descompone su funcionamiento y se producen daños graves a las clases medias que influyen fuertemente en la dirección de la vida colectiva, el peligro para la continuidad del Gobierno es evidente, ya sea porque se produzca una interrupción violenta o ya porque resulte de una consulta electoral.
El caso del gobierno del presidente Allende en Chile es, en este aspecto, interesante. Parece cierto que los sectores populares, si no sustancialmente al menos en parte, mejoraron. Pero las perturbaciones económicas fueron de tal magnitud que contribuyeron a un grado considerable de malestar general, que contribuyó no poco al desenlace. El ruido de las cacerolas vino a convertirse en un signo de crisis y anuncio de desenlace drástico.
Las nuevas democracias latinoamericanas confrontan una realidad económica difícil y compleja. La inflación es un factor desestabilizante continuo, pero las políticas antiinflacionarias no sólo son impopulares sino que comúnmente llevan al estancamiento y a la recesión. El desempleo presenta características no sólo coyunturales sino estructurales. El Estado empleador tiene saturadas sus posibilidades de ofertar ocupación y se siente con las manos atadas para podar la abundante, gravosa e ineficiente fronda burocrática. El servicio de la deuda externa ha venido a acentuar las dificultades. El mercado para los productos primarios se hace cada vez más restringido por la competencia y por las novedades que ofrece la tecnología, y el acceso a los mercados internacionales para ellos y para las manufacturas de los países en vías de desarrollo se dificulta en virtud de medidas proteccionistas. El precio que cobran por cederlo los dueños del capital (las tasas de interés) es muy alto, y la transferencia de tecnología no solamente es cara sino que se orienta a acentuar la dependencia y a mantener en manos de los países desarrollados lo esencial de la tecnología creativa.
Ante ese panorama ¿qué conducta seguir? Por de pronto es indispensable realizar la ardua tarea de convencer a los pueblos de que esos males no se deben a la democracia ni son efecto de la democracia, sino que en un sistema no democrático el cuadro sería igual o peor. Luego, abordar a fondo los aspectos principales y estimular el esfuerzo de todos para que armónicamente se esfuercen en dar pasos firmes hacia un nuevo y efectivo modelo de desarrollo.
Pero es además preciso y urgente emplear todos los recursos para hacer captar y entender este panorama a las democracias occidentales, tan interesadas en que el sistema democrático se fortalezca en las naciones no comunistas. Es preciso que se den cuenta exacta de que la democratización no constituye solamente una empresa política, sino que tiene un aspecto económico de notoria importancia. Por ello insistimos, cada vez que se nos ofrece la oportunidad de hablar sobre la democracia en América Latina ante auditorios de países desarrollados, en la necesidad de que éstos acaten y cumplan las obligaciones que impone la Justicia Social Internacional.