«El Lunes negro» y la confianza
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 28 de octubre de 1987.
La caída estrepitosa de los valores de la Bolsa de Nueva York en el llamado «lunes negro», ha tenido una tremenda repercusión en el mundo. Los mercados del Occidente y del Japón han sufrido inevitablemente los embates de lo ocurrido en Wall Street. Súbitamente, por razones que no han sido todavía suficientemente explicadas, ocurrió la estampida. El monto de las pérdidas ocurridas en un solo día sobrepasa la imaginación: ¡cuesta trabajo formarse una idea de lo que representa la astronómica suma de seiscientos mil millones de dólares!
Interrogado acerca de la causalidad del suceso, el reciente ganador del Premio Nobel de Economía no llega a explicarla satisfactoriamente. Los factores desencadenantes no aparecen suficientemente proporcionados con la magnitud del acontecimiento.
Vistos los hechos por quien no es economista ni pretende serlo, aparece uno innegable: se ha demostrado una vez más algo en lo que venimos insistiendo: que la base de la actividad económica es esa palabra sutil y no fácilmente definible pero de importancia fundamental. Confianza.
Hubo una crisis de confianza. Se produjo el pánico. Lo mismo que ocurre en hechos físicos de la vida real. En nuestros estudios de Medicina legal se nos explicaba el efecto del pánico en las grandes concentraciones humanas. El pánico liquidó a centenares de personas en Las Tullerías cuando se celebraba el matrimonio del Delfín, que subiría al trono como Luis XVI, con la futura reina María Antonieta. Después pudimos sentir muy cerca un proceso de pánico, un miércoles santo en Caracas, en la Iglesia de Santa Teresa, cuando la multitud había ido a venerar la imagen del Nazareno. Muchos murieron a consecuencia de esa estampida, que no se supo cómo ni quién la provocó.
Lo mismo fue lo del Dow Jones. Alguien ha dicho simplemente que los valores bajaron porque bajaron. Los vendieron sus tenedores a bajo precio porque otros los estaban vendiendo. Se apuraron para hacerlo antes de que los precios ofrecidos por los compradores descendieran más.
Por supuesto, hay factores concurrentes para la quiebra de la confianza. Por una parte, el inmenso déficit fiscal en Estados Unidos. El país más rico de la Tierra es el deudor más gigantesco del mundo. La política ha esquivado las soluciones lógicas para el déficit presupuestario, que no serían otras sino las de aumentar los ingresos (lo que supone mayores impuestos) y disminuir los gastos (lo que se refleja inmediatamente en planes estratégicos de defensa). Si no se logra el equilibrio, las reducciones de la diferencia son poco decisivas y, además, fluctúan, y los enfrentamientos entre el Ejecutivo y el Congreso agravan la situación.
Para enfrentar la necesidad de buscar los recursos –de donde vengan– y enjugar el déficit, el camino escogido ha sido el de ofrecer intereses más altos a los ahorristas en todas partes del universo. Sin que importen los efectos que esto tenga en los demás países, cuyas economías están unidas por vasos comunicantes con la economía imperial. Esos efectos son necesariamente agudos y pueden tener suma gravedad en los países sub-desarrollados, que Prebisch llamaba de la «periferia».
Las diferencias entre las diversas potencias económicas del mundo capitalista debieron influir también en este caso. Las naciones vencidas en la Segunda Guerra Mundial, especialmente Alemania y Japón, sacaron de la derrota experiencia y fuerzas para recuperarse y competir con el Tío Sam. Las rivalidades no se confinan exclusivamente a la competencia industrial, que gravita sobre la balanza de comercio, sino que abarcan la propia competencia financiera. Las actitudes y declaraciones de altos funcionarios encargados de manejar las finanzas se reflejan en las expectativas y cálculos de quienes llevan a diario el pulso de las actividades para buscar el incremento de sus ganancias.
Estos factores son reales. Lo es también de por sí el oscilar de las tasas de interés, que produce artificialmente flujos y reflujos en los movimientos de dinero, y trae consigo preferencias por la adquisición de determinados papeles, la posesión de algunos valores o títulos, o la realización de determinadas operaciones. Una Bolsa como la de Nueva York, no sé por qué, tiene a veces connotaciones que recuerdan las historias de los grandes casinos de Montecarlo o de Las Vegas.
El reciclaje de los petrodólares fue, no puede negarse, un elemento de perturbación en las rutinas de los medios financieros. El dinero que se pagaba volvía a las manos de los consumidores y se colocaba a la vez en los países del tercer mundo, hambrientos de dinero y deseosos de disponer del capital indispensable para dar pasos hacia el desarrollo. Se gravaron los deudores más allá de donde podían y los intereses acabaron por hacer imposible el pago de las obligaciones.
Todos estos motivos han sido señalados y seguramente hay unos cuantos más. Pero no se palpa una proporcionalidad real entre la magnitud de las causas y el volumen de las consecuencias. Simplemente, hubo pánico. Hubo pánico, porque se perdió la confianza. Se prendió una chispa, y vino la explosión.
Y lo más grave es que cuando la confianza se deteriora, no es fácil recuperarla. Los mensajes de optimismo del Presidente de Estados Unidos, las advertencias de que se trata de un fenómeno pasajero, no han bastado para la recuperación. Los aspectos negativos de la situación, que antes no se veían (o si se veían se menospreciaban) comienzan a recabar una significación alarmante.
Estamos entrando, por ello, en una nueva «era de incertidumbre», como diría Galbraith. Incertidumbre peligrosa. ¿Estamos entrando, de veras, en una era de grave depresión? ¿Cuáles serían los efectos previsibles, si no se superara con prontitud la coyuntura?
En cuanto a nuestros países de América Latina, los efectos podrían ser a largo plazo muy dañinos, por la razón de la interdependencia, que más que tal es dependencia (sin inter). Pero a corto plazo tal vez no se sientan, y hasta podrían tener algo de provecho, si se asimilara la lección y se adoptaran posiciones adecuadas. Es indudable que el lunes negro ha venido a poner de manifiesto que la fortaleza del dólar no es inconmovible, y que las inversiones afuera no ofrecen toda la seguridad que se les atribuye. Ningún país escapa a la vulnerabilidad. Los capitales latinoamericanos que han emigrado hacia los países del centro de la economía mundial, deberían pensar que su propia comarca de origen puede en definitiva ofrecerles mayores garantías, si destinan sus capitales a la producción de bienes y servicios. En fin de fines, ser rentista o jugador de bolsa es menos seguro que ser industrial o agricultor, o productor de otros bienes o servicios, para su comunidad nacional.
Ello, por supuesto, requiere una política económica clara, firme, audaz, en sus patrias de origen. Vale decir, que cuando se ha dañado seriamente la confianza en Ultramar, podría intentarse la recuperación de la confianza en su propia casa. Para lograrlo hay que poner la casa en orden. Hay que tener una visión clara de lo que ocurre, afuera y adentro.
Lo definitivo es admitir que confianza no es palabra vana. No es una simple elucubración. Es el fundamento de la actividad y del trabajo, el cual a su vez es el fundamento de la riqueza. Riqueza que, en definitiva, es indispensable generarla para que los pueblos puedan buscar, a través de la justicia, la felicidad.