«No lo queremos»
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 20 de abril de 1988.
La inminente convocatoria por el régimen chileno actual de un plebiscito que tiene por objeto buscar alguna legitimación a la continuación en el poder, provoca en los venezolanos reminiscencias de historia antigua y reciente.
Comencemos por la reciente. Hace un poquito más de treinta años, el régimen dictatorial que para entonces nos oprimía convocó a los venezolanos a un plebiscito. El ciudadano que ejercía la Presidencia de la República, electo en 1953 por una constituyente espuria, se presentaba para la reelección por un período más. Los electores no tenían otra opción. No se les presentaba ninguna otra alternativa. Si votaban con una tarjeta azul (equivalente al «sí» del plebiscito chileno) quedaba reelecto el único aspirante; si hubiese mayoría por la tarjeta roja (equivalente al «no»), los resultados pasarían al Congreso para que determinara lo que se debía hacer.
El plebiscito venezolano tenía, por supuesto, ciertas modalidades propias. Por ejemplo, con la reelección del Jefe del Estado se proponía también la elección por igual término quinquenal, de los integrantes del Senado y la Cámara de Diputados, Asambleas Legislativas de las entidades federales y miembros de los concejos municipales del país cuyos nombres aparecían en una lista única en la Gaceta Oficial. Así, de un golpe y en un solo acto, quedaba resuelta la estructura de poder a todos sus niveles.
La preparación de este evento electoral sui géneris fue cuidadosamente asegurada. No sólo no hubo campaña previa, con participación de organizaciones políticas, sino que se arrestó sin fórmula de juicio a los dirigentes de oposición que todavía vivían en Venezuela y que pudieran en alguna manera ser obstáculo a la operación planeada; v.g.: el autor del presente artículo, que fue secuestrado sin que se le imputara ningún delito ni se ofreciera información oficial sobre su detención, ni se le permitiera recibir visitas de nadie, ni siquiera el Nuncio de Su Santidad, a quien su esposa pidió, no que gestionara su libertad, sino simplemente que se informara dónde estaba y hasta si aún vivía, porque circulaban rumores alarmantes sobre su desaparición.
En el primer momento, la maniobra constituyó un rotundo éxito. Aparentemente había votado una gran cantidad de personas, incluyendo extranjeros con más de dos años de residencia en el territorio nacional. Abrumadora fue la mayoría anunciada para la tarjeta azul. La roja (escogida a propósito para sugerir que quien estuviera contra el régimen se inclinaba por el comunismo), apenas obtuvo, según los resultados oficiales, unos pocos miles de votos.
Pero ese fue el principio del fin. No habían transcurrido dos meses cuando un gran movimiento nacional, con el concurso de militares y civiles, de empresarios y trabajadores, de profesionales y campesinos, de militantes de partidos e independientes, dio al traste con aquella situación que parecía invencible.
El dictador salió vergonzosamente en la madrugada del 23 de enero de 1958. Se había desplomado el gigante de los pies de barro. ¿Será válida la analogía?
Pero hay otra, con ciertos visos románticos, en nuestra historia anterior. Nuestro proceso de independencia comenzó, precisamente, un 19 de abril y tuvo connotaciones plebiscitarias. En 1810, el expresado día, un Jueves Santo, el Gobernador y Capitán General de la Provincia, don Vicente de Emparan fue conminado por un pequeño grupo de conjurados a ir a cabildo y ante los planteamientos que allí le formularon, decidió dirigirse al pueblo, aglomerado en la Plaza Mayor, para preguntarle si quería o no que continuara en el gobierno.
Salió al balcón. Detrás de él, un clérigo chileno revolucionario, José Cortés de Madariaga, hizo una señal invitando a la muchedumbre a contestar negativamente. En efecto, la gente respondió: «no lo queremos» y el Gobernador, en un gesto cónsono con las corrientes de libertad que estaban soplando a un lado y otro del Atlántico, pronunció aquella frase que reconcilia su imagen con la historia: «¡pues yo tampoco quiero mando!».
En este momento chileno, en que el ocupante del solio en que antes lucieron grandes magistrados va a preguntar al pueblo si quiere que lo siga mandando, la figura de aquel Madariaga toma connotaciones de presencia histórica para pedir a sus compatriotas responder como los caraqueños lo hicieron el 19 de abril de 1810: «¡no lo queremos!».
Los principales partidos políticos de la nación hermana han decidido superar las diferencias que los han distanciado, para hacer campaña, dentro de las precarias posibilidades que el régimen les permita, por el NO. Muchos están fuera de su patria por razones políticas, pero su preocupación por la situación de Chile permanece intacta. Su voz debe resonar en todos los ambientes de América y del mundo. De un modo u otro, el eco ha de retumbar en el corazón y la conciencia de sus paisanos. Lo auspician de manera vibrante la palabra y la actitud de quienes en el universo creen en la libertad como el primer atributo del ser humano y consideran el orden democrático, según lo afirma el Preámbulo de nuestra Constitución, «como único e irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos».
Somos millones los latinoamericanos que aprendimos a amar a Chile y admirarlo a través de la solidez de sus instituciones, construidas por generaciones ilustres e iluminadas por el magisterio de Andrés Bello. Seguimos siendo millones los que sentimos intenso dolor al ver atropelladas esas instituciones por una situación de fuerza que se prolonga mucho más de lo que hubiera sido posible imaginar. Está viva nuestra fe en la voluntad democrática del pueblo chileno, que ha dado inspiración y estímulo en otros tiempos a la lucha de otras naciones por la libertad y la justicia.
Todo esto me lleva a pensar que está en marcha una especie de Operación Madariaga. Como lo hizo aquel canónigo chileno que desde ese día se convirtió en uno de los próceres gestores de la independencia venezolana, el dedo fraterno de la solidaridad latinoamericana está recordando a los compatriotas de Madariaga que la respuesta es NO a las aspiraciones del dictador. Y aunque no sea tan fácil que acepte la determinación de imitar la del gobernador Emparan, diciendo sin vacilar «¡pues yo tampoco quiero mando!», todo indica que pueda pasar lo que pasó entre nosotros en enero de 1958: que un gran acuerdo nacional eche por tierra las aspiraciones continuistas y el gigante de los pies de barro ruede por los suelos, con su base fracturada por la potencia irresistible de la voluntad nacional.