Presencia del hecho religioso
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 6 de abril de 1988.
Los días de la Semana Santa en países cristianos (tradición que arranca del Antiguo Testamento), quiérase o no, son motivo de muchas reflexiones. Es verdad que esos días son propicios para el descanso, para ir a la playa, para subir a la montaña, y por eso se dice que la motivación religiosa se esfuma y son numerosos aquellos cuya actividad durante el asueto tiene más de pagana que de cristiana. Las ciudades –observan– se vacían de temporadistas, cuya necesidad fundamental es aprovechar el clima benévolo de la estación y disfrutar de un paréntesis ameno en sus diarias actividades.
Pero también se observa que tanto en las ciudades como en los lugares de temporada, los templos se llenan y es difícil que un alto porcentaje de la población no dirija su pensamiento en alguna forma a los hechos que los libros sagrados relatan y al mensaje que de ellos emana y que se filtra de algún modo en el sentimiento colectivo.
Las informaciones cablegráficas dicen que los Santos Lugares de Jerusalén estaban llenos de turistas esta Semana Santa: ¿de turistas, dijo? Sí, pero que no van sólo a ver, sino que quieren desahogar sus inquietudes, sus angustias, sus temores, sus aspiraciones, sus esperanzas. La plaza de San Pedro en Roma era insuficiente para contener la muchedumbre que fue a escuchar el mensaje «urbi et orbi» del Papa, cuyo mayor énfasis fue puesto en la paz y en los derechos humanos.
La Semana Santa en Sevilla es algo inenarrable: y aunque observadores críticos le achacan atributos de fiesta mundana, lo cierto es que hemos palpado la emoción que sacude los pechos y hemos comprobado la abundancia de «costaleros», fieles que caminan con los pies descalzos, llevando la imagen de su veneración, para cumplir una promesa o para respaldar un voto.
Hemos visto, con nuestros propios ojos, en el departamento de Pampanga, en Filipinas, a centenares de devotos que se flagelan el Viernes Santo hasta que de sus espaldas mane copiosa sangre, y personas de nuestra familia no han podido contener las lágrimas viendo el rito bárbaro (¿bárbaro? Sí, pero expresivo) de la crucifixión, que en definitiva lo que viene a demostrar es la presencia del hecho religioso, de la fe religiosa, contaminada o no, del sentimiento religioso que el transcurso de los siglos, la era de las luces y la revolución tecnológica no han podido destruir.
Einstein, en su testamento, declaró su creencia en una fuerza omnipotente que dio origen al proceso energético del cosmos. Malenkhov –lo dijo el cable desde Moscú, tal vez para evidenciar el «glasnost» y la «perestroika»– culminó su larga vida de revolucionario marxista-leninista-stalinista, profesando la fe cristiana, adhiriendo a la tradicional religión ortodoxa. Rómulo Betancourt solía relatar que a raíz del 18 de octubre de 1945, en aquella plena euforia revolucionaria que despertaba un fuerte sectarismo en Acción Democrática, los adecos más fervorosos de Barlovento o de otras zonas del país, lo primero que venían a pedirle para sus poblaciones era el arreglo de la capilla o de la iglesia.
Mientras más avanza el hombre en el conocimiento del cosmos, más se llena de perplejidad al verificar que en este microscópico planeta se ha dado el prodigio de la vida, de la inteligencia y de la libertad, mientras se supone que millones de años, en sistemas solares millones de veces mayores que el nuestro, no han sido suficientes para realizar, que se sepa, un fenómeno igual al de la Tierra. La ciencia no disipa las dudas: las aumenta.
Andrés Bello, cuando escribía los borradores de su poema «América», que no llegó a concluir, pero del cual nos dejó las joyas valiosas de las Silvas Americanas, lo expresó así, con su manera insuperable de decir:
¿Pero quién de Tus obras portentosas
puede la varia innumerables suma
declarar. Causa Eterna. Eterna Fuente
del ser y de la vida…?
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Tú con el orden la riqueza uniste,
con lo simple lo vario. Más el hombre
como el insecto que en el verde cáliz
de una flor es nacido, y vive y muere,
sólo una parte mínima contempla
de maravillas tantas, y en el libro
de la Naturaleza puede sólo
descifrar una línea y adorarte.
No es mi propósito, al hacer estos planteamientos, entrar en el terreno de la teología, ni siquiera de la filosofía, ni mucho menos debatir las cuestiones trascendentales que han dado tanto que pensar a los más grandes intelectos de todos los tiempos. Mi propósito en esta ocasión, como lo revela el título del presente artículo, es hacer notar la presencia del hecho religioso en el mundo, en una época en que precisamente se hace énfasis sobre el abandono de creencias y prácticas de culto por millones de personas y en el predominio de los intereses materiales sobre los valores espirituales que han determinado la superioridad del hombre sobre los demás seres.
Hace no muchos años, en una reunión de profesores de ciencia política y de disciplinas sociales promovida para deliberar en ambiente académico sobre los fundamentos de la estabilidad política, una autorizada voz repitió lo que parecía una verdad generalmente aceptada: que la religión había dejado de ser un factor importante en la orientación de la vida política de los Estados y de los ciudadanos. Se me ocurrió disentir, con el argumento de que estaba apareciendo en el mundo una corriente vigorosa de islamismo cuya influencia parecía crecer en vez de disminuir. Empezaba entonces el experimento teocrático de la Revolución Islámica de Komeini. No podía negar la impresión que me causó el ver cómo el Imperio del Shah Reza Palevi, que parecía tener una fortaleza indestructible y ante el cual se habían estrellado movimientos revolucionarios endógenos y otros impulsados desde fuera, se volvió trizas cuando el soberano se atrevió a actuar contra el Ayatollah rebelde.
En Trípoli tuve oportunidad de asistir, como uno más entre quizás ochocientos observadores invitados por el gobierno libio para presenciarlo, el diálogo islamo-cristiano que se realizaba en un auditorio de aquella ciudad. El grupo de teólogos cristianos lo encabezaba nada menos que el cardenal Pignédoli, de tan grata memoria. En el grupo de teólogos musulmanes estuvo en algunas ocasiones el propio coronel Kadafi. Éste, en un largo e importante discurso, muy suyo, dijo entre otras cosas que el año anterior había visitado París y encontró en los jóvenes islámicos viva la fe en su religión. No halló lo mismo, añadió, entre los cristianos y hasta afirmó haberle escrito al Papa suscitando su atención sobre el hecho. Por cierto, en la misma ocasión negó auspiciar una «guerra santa» y afirmó que «las tres religiones del libro» deberían entenderse… ¿Lo dijo con sinceridad? Debo pensar que sí. Lo cierto es que la humanidad, al parecer, siente cada día más la necesidad de creer en algo superior.
Por todas partes aparece el hecho religioso. No siempre, desgraciadamente, para predicar la paz, como ocurrió en Asís con la estupenda reunión ecuménica que promovió Juan Pablo II. No siempre la religión opera para fortalecer los altos valores de un pueblo, como es el caso de Polonia, el país del mundo más fecundo de vocaciones para el ejercicio pastoral, o de Checoeslovaquia, donde asistí a misa dominical en Karlovivari y encontré la iglesia repleta de gente y de fervor. La bella y heroica nación libanesa, que fuera ejemplo de convivencia armónica de diversos credos en un ambiente de democracia y libertad, sufre incontenibles desgarraduras estimuladas por las contradicciones religiosas.
Dentro de algunas de las grandes religiones se observa también enfrentamientos agudos (como ocurre en Irlanda del Norte, o en algunos países árabes) entre denominaciones diversas de una misma fe. Pero es evidente que el magisterio de la paz, el mensaje conciliar de fraternidad que supo encarnar de modo tan sugestivo la figura pontificia de Juan XXIII, le dan a la palabra del actual Pontífice, ese peregrino infatigable, y de sus más adictos colaboradores, una influencia que no viene de la solemnidad de las instituciones tanto como del manantial de la verdad y del amor. Combatido y calumniado, el cardenal Obando y Bravo es figura insustituible en la búsqueda de la reconciliación de los nicaragüenses. Incomprendido a veces, el arzobispo McGrath sigue siendo punto de referencia en la necesidad urgente de encontrar un orden de libertad y justicia en Panamá.
El hecho religioso está presente. Después de un siglo de racionalismo que intentó eliminarlo, su existencia es cada vez más notoria. El problema está en purificarlo, en enrumbarlo hacia lo que tiene que ser el más noble deseo del Creador: el que todos encuentren el camino apropiado para que todos vivan y progresen, en afán incesante de preparar un mundo mejor.