La nueva Ley del Trabajo

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 10 de agosto de 1988.

Parece mentira, pero la Ley del Trabajo promulgada en Valencia el 16 de julio de 1936 está todavía en vigencia, ¡después de 52 años! Más de medio siglo transcurrido, durante el cual se le han hecho algunas reformas parciales; por otra parte, la negociación colectiva se ha encargado de marcar el paso en los avances obtenidos por los trabajadores para obtener mejores condiciones que las garantizadas por el legislador; pero los trabajadores amparados por ella son una minoría, aunque importante. La mayoría debe conformarse con los beneficios que les aseguró el legislador en 1936 y los que se han incorporado, algunas veces a través de reformas sensatas, otras mediante normas legislativas o ejecutivas dictadas apresuradamente, sin mucha armonía con la estructura jurídica del documento fundamental.

Hace tres años tuve el honor de presentar en el Senado, en mi carácter de miembro vitalicio del cuerpo, un Anteproyecto de Ley Orgánica del Trabajo, para sustituir la ley actual, próxima para entonces a cumplir cinco décadas de vida. Porque no se trata del mero transcurso del tiempo: es la inmensa transformación que el país ha tenido en todos los órdenes lo que reclama una ley nueva. Transformación, no sólo cuantitativa (que ya las solas cifras causan abismal impresión), sino en el aspecto cualitativo en todos los órdenes, aunque no ha sido óbice para el mantenimiento de la ley.

De acuerdo con mi solicitud, el Senado designó una comisión para estudiar, con base en el anteproyecto, la conveniencia de presentar un Proyecto de Ley Orgánica del Trabajo; e invitó a la Cámara de Diputados a designar a su vez otra comisión, para que se constituyeran en una comisión bicameral. Se me hizo el honor y se me confió la responsabilidad de presidirla: y debo decir que esa comisión ha dado un bello ejemplo de constancia y de armonía. Ha estado reuniéndose sin desfallecimiento todos los miércoles en el Salón de los Escudos del Capitolio Nacional, y ha abierto su seno a la voz, no sólo de los parlamentarios que la integran, sino de los asesores de organismos sindicales y empresariales, de los representantes de organismos docentes y académicos, quienes no se han sentido discriminados sino, por lo contrario, han tomado parte en los trabajos con igual, y a veces mayor frecuencia que los parlamentarios miembros de ella.

Ya en la última semana del período normal de sesiones del quinquenio 1984-1988 estamos dando remate a nuestro encargo. Presentamos, con el correspondiente informe y su exposición de motivos, el proyecto definitivo, con la petición de que comience a debatirse al iniciarse el nuevo quinquenio, esto es, en febrero de 1989. El proyecto es fruto, fundamentalmente, del consenso. El anteproyecto que redacté –según lo dije en el acto de presentación– tenía el carácter de «un papel de trabajo, una tela donde se puede cortar y coser, añadir o quitar, modificar o aclarar»: y ello fue así. Todas las opiniones se consideraron, todas las proposiciones se tramitaron y fueron considerables las modificaciones que sufrió el anteproyecto.

Donde el consenso no fue posible prevaleció el criterio de la mayoría, y los miembros de la comisión se reservaron el derecho de exponer sus puntos de vista discrepantes en el proceso parlamentario, pero el consenso cubrió la mayor parte de las decisiones. Por mi parte, como no pertenezco a la mayoría, hube de aceptar que ésta adoptara algunos criterios que no comparto; como cualquiera de los miembros de la comisión, puedo tener oportunidad de expresar algunos puntos de vista míos que no concuerdan con la solución adoptada, pero como presidente de la comisión bicameral me siento sinceramente feliz por haber dado remate a la tarea en un ambiente de mutuo respeto, de recíproca estimación y de amplia libertad para que cada quien expusiera sus puntos de vista. Tengo la pretensión de creer que el nuestro es uno de los casos más interesantes que en nuestro país se han ensayado, de una democracia de participación.

La materia laboral es siempre objeto de controversias y suele ser difícil de armonizar opiniones encontradas. Como es comprensible, cada vez que se plantea una reforma los sectores empresariales se preocupan por lo que pudiera significar para ellos nuevas cargas y dificultades en el proceso de la producción. Quizás por eso mismo, a lo largo de treinta años de democracia, casi todos los años se ha anunciado una reforma a la Ley del Trabajo, pero nunca se realizó. Tal vez, también, porque la tarea no es sencilla: es delicada y compleja; pero alguien tenía que emprenderla. Su necesidad fue planteada ya en el Primer Congreso Venezolano de Derecho Social que se celebró en Caracas en 1975, que tuve el honor de presidir.

El empresariado venezolano, sobre todo a partir de 1958, ha manifestado generalmente receptividad para los problemas laborales. La negociación colectiva se ha realizado sin traumas. Más de una vez he escuchado en el exterior la afirmación –que considero válida– de que uno de los motivos de la estabilidad y firmeza de la democracia venezolana es la actitud de los sectores económicos en reconocimiento a la necesidad del progreso social. Siempre hay algunos, dentro del sector, que son más reacios a desprenderse de cualquier privilegio o a compartir sus utilidades más allá de lo establecido; pero, afortunadamente, no han sido hasta ahora ellos los que han predominado. Yo confío en que el buen sentido, el análisis sereno y la preocupación prioritaria por el interés colectivo habrán de prevalecer. Recuerdo que cuando, siendo yo un adolescente, nos lanzamos aprovechando el clima de transición que se vivía, a empujar la Ley del Trabajo del 36, hubo quienes dijeron que esa ley arruinaría nuestra economía. En mi texto de Derecho del Trabajo recojo esta afirmación para refutarla. Hasta las transnacionales petroleras pretendieron hacernos creer que la renta petrolera estaba en peligro si se daba a los trabajadores lo que la ley establecía. Todo eso pasó. Y el auge económico que Venezuela ha alcanzado a partir de 1936 lo ha hecho con la satisfacción de adoptar una Ley del Trabajo que para ese momento era una de las más avanzadas de América. Eso mismo sucederá ahora.

Se dice, con razón, que hay que impulsar la producción primero, para que pueda haber una justa distribución de la riqueza. Estoy de acuerdo, dentro de ciertas condiciones. Pero no se debe olvidar que el trabajo es factor de producción. Factor tan indispensable como el capital, que es, por cierto, fruto del trabajo. La producción requiere de estímulos para el empresario pero también para el que pone su inteligencia y su músculo a su servicio, mueve las máquinas y ejecuta los procesos que la etapa de producción, implican.

Juan Pablo II hizo definiciones muy importantes al respecto en su Encíclica «Laborem Exercens». En una ocasión el canciller Konrad Adenauer me dijo (no sé si con fingida modestia) que Alemania era pobre, que su única riqueza era el trabajo de sus hijos. Y pensé: ¿y cuál otra riqueza es mayor? El trabajo ha hecho la grandeza y el progreso de ese país, que ha resurgido de las ruinas como el ave Fénix. Cada vez que menciono este episodio, lo he hecho algunas veces, considero que la superación del trabajo, la ética del trabajo, el estímulo al trabajador son quizás el elemento más importante para nuestro desarrollo.

Es el deseo de contribuir a ese estímulo, a esa superación, a esa recuperación y fortalecimiento del contenido ético del trabajo, lo que me ha animado a superar dificultades para impulsar el anteproyecto, que ya felizmente se convierte en proyecto. Y puedo decir que he encontrado en el seno de la Comisión Bicameral el espíritu de cooperación y armonía que predominó en 1958 y que llamaron «espíritu del 23 de enero». Él hizo posible entonces el afianzamiento de nuestro sistema democrático. Abrigo la mayor confianza en que hará posible ahora el avance de Venezuela hacia el desarrollo que tanto necesita y que tiene el inaplazable deber de promover.