Elecciones en Venezuela

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 7 de diciembre de 1988.

Las elecciones generales que se llevaron a cabo el 4 de diciembre último constituyen la antesala de un séptimo período constitucional para la vida democrática de nuestro país, en la etapa histórica iniciada el 23 de enero de 1958. Quienes conocen la Historia, saben que el hecho reviste características de proeza. Los cerebros más lúcidos, los actores más experimentados en la vida de nuestra patria –que los hubo tantos y tan calificados, por ejemplo, en la primera mitad del siglo XX– abrigaron constantes dudas acerca de que un acontecimiento como éste pudiera ocurrir. Y para los venezolanos de esta segunda mitad de nuestra centuria, el fenómeno es viva demostración de la voluntad de nuestro pueblo de vivir en libertad, prueba de que todos los sectores sociales, políticos e independientes, empresarios y trabajadores, civiles y militares, mantienen el propósito de preservar el sistema democrático «como único e irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos», según lo expresa el Preámbulo de la Constitución.

Ello es así, no obstante la insistente y equivocada prédica tendiente a devaluar el esfuerzo cumplido durante estos treinta años, que a las generaciones nacidas o formadas dentro de la democracia puede insensiblemente llevarlas a pensar que lo de antes –la autocracia– era superior a lo actual. Ello es así, a pesar de la propaganda intensiva contra el bipartidismo que por la voluntad de los electores ha puesto la responsabilidad fundamental de dirigir el gobierno en hombros de las dos organizaciones políticas que han demostrado tener mayor arrastre popular. Ello es así, sin que pueda ignorarse que el número de abstencionistas creció, aun cuando el índice es todavía más bajo que en países de mayor tradición democrática; y que el voto por fórmulas más que novedosas, discrepantes, y no por razones ideológicas sino por motivaciones críticas, puede interpretarse como un rechazo al «statues» político existente. Con todo, el acto electoral tiene un contenido notablemente positivo y constituye una indudable contribución en la lucha agónica que América Latina ha venido y viene realizando por la democracia frente a la hidra de la tiranía.

La elección de Carlos Andrés Pérez para un segundo mandato como Presidente de la República ha sido y es objeto de numerosos análisis. Por de pronto, algunos han señalado que el mito de que los pueblos rechazan la reelección ha quedado desmentido una vez más. Digo una vez más, porque hay ejemplos muy recientes, debidos sin duda a motivaciones diferentes, pero que conducen al mismo resultado. Thatcher en el Reino Unido. Reagan en los Estados Unidos (quien de no haber prohibición constitucional se cree que habría podido ser reelecto para un tercer mandato). Felipe González, en España; Cavaco Silva, en Portugal; sin olvidar que Joaquín Balaguer, en circunstancias muy adversas, está ejerciendo por voluntad de su pueblo un quinto mandato presidencial. Las prohibiciones absolutas de vuelta al Poder, como la de México, que compensa otras fallas en el funcionamiento de su democracia; o la de Costa Rica que, en definitiva, fue puesta por quienes no deseaban que José Figueres (Don Pepe) volviera una vez más a presidirlos; o la de Ecuador (que impide que un magistrado que demostró reconocida capacidad, como Oswaldo Hurtado, a los 40 años de edad, inhabilitado ya para siempre, pueda volver a la Jefatura del Estado) establecida seguramente por el recuerdo de Velasco Ibarra, quien cada vez que fue candidato volvió a ganar las elecciones y en todas las ocasiones, menos una, fue nuevamente derrocado, todas se explican por razones particulares.

Las motivaciones que los analistas encuentran para la reelección de Pérez son variadas. Unas destacan las características positivas del candidato para la campaña electoral y la fortaleza de la maquinaria de su partido, reforzada por la maquinaria gubernamental, aunque el Gobierno cometió grandes faltas y el propio candidato tuvo importantes errores en el proceso. Otras consideran que la campaña del candidato de oposición fue equivocada desde el principio hasta el fin, sembrando dudas que no pudieron superarse y desaprovechando la tendencia de los últimos períodos hacia el movimiento pendular. Yo pienso que el factor de mayor importancia fue probablemente el recuerdo que la gente tenía de que durante el primer gobierno del aspirante vencedor hubo dinero circulando a manos llenas, con las consecuencias comprensibles sobre el empleo y con muchas facilidades consumistas de lo que se denominó «la Venezuela Saudita». No advirtieron que la situación ahora es diferente.

En su primer gobierno, Carlos Andrés Pérez recibió de mis manos una Venezuela pacificada, con relaciones abiertas a todos los países del mundo, con un proceso firme hacia la nacionalización del petróleo y, sobre todo, con un ingreso fiscal que triplicaba cada año el presupuesto (el modesto presupuesto de 14 mil millones que la oposición, sin embargo, consideraba muy alto). La situación ahora es otra. El ingreso petrolero, con precios reales inferiores a los de 1974, no alcanza para el elevado servicio de una deuda que se contrajo a causa de la aparente riqueza –puesto que a mayor percepción de recursos correspondía a un aumento de «la capacidad de endeudamiento»– y para satisfacer los gastos corrientes de un presupuesto que ha ascendido a una astronómica cifra cercana a los 200.000 millones. Las necesidades del país son inmensas, y las hacen más agudas las expectativas fomentadas por la campaña electoral. El signo monetario, que era no solamente motivo de orgullo para nosotros, sino elemento fundamental para la confianza en nuestra economía, ha sufrido un creciente y considerable deterioro. Y la seguridad de las personas y de los bienes se ha descompuesto seriamente; se oyen justificados reparos al maltrato del Estado de Derecho y los desajustes prácticos y éticos de la Administración causan alarma.

El momento, por tanto, está impregnado de motivos de preocupación. Y el entorno latinoamericano presenta densos nubarrones. La fragilidad de las democracias nuevamente establecidas o recuperadas en países hermanos es patente, en parte porque no se ha logrado el encaje armónico de las fuerzas armadas en la sociedad democrática; en parte porque los problemas sociales y económicos son profundos y se hace más arduo atenderlos, a más de las razones estructurales, por el peso agobiante de la deuda externa. Los países en desarrollo no encuentran las menores posibilidades para desarrollarse, y ni siquiera han logrado formular un modelo nuevo y eficiente de desarrollo económico y social. La impaciencia de las masas, contenida durante mucho tiempo, hace eclosión de vez en cuando en incidentes aleccionadores.

Por ello mismo, el funcionamiento cabal de la democracia venezolana, en el terreno ético, en el terreno político, en el terreno social, es de una urgencia prioritaria, no sólo para el pueblo venezolano, sino para los pueblos hermanos de América Latina. Debemos ver con agrado el que se haya cumplido una etapa y se comience una nueva dentro de la regularidad institucional. Pero debemos penetrarnos de la responsabilidad que las circunstancias de esta hora echan sobre todos los venezolanos y especialmente sobre quienes de ellos han recibido el encargo de dirigir la marcha del país. Es preciso preservar lo que se ha obtenido, a costa de largos y penosos sacrificios; y para corregir las innumerables fallas y reajustar los indudables defectos que aún tienen es indispensable fortalecer la convicción de que la libertad conquistada y la democracia instituida constituyen insustituible vía.