Reflexiones para los treinta años
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 27 de enero de 1988.
Al cumplirse el 23 de enero 30 años de la instauración del régimen democrático en Venezuela, han abundado las inevitables recordaciones, los indispensables análisis y los numerosos planteamientos. Se ha considerado que la circunstancia de coincidir la fecha con la proximidad formal y la intensidad actual real de la campaña por las elecciones presidenciales ha privado a la opinión de capacidad de análisis, entorpecido la objetividad crítica y salpicado todos los comentarios con la salsa que cada quién le pone, según su inclinación, a la controversia política. Lo mismo pudo decirse de las «bodas de plata» hace cinco años y del vigésimo aniversario, hace diez: por el hecho elemental de que los períodos constitucionales duran cinco años y el primero comenzó a ventilarse en el mismo momento del derrocamiento de la dictadura, con miras a las elecciones planeadas para diciembre de 1958. Cada cinco años la fecha coincide con la pugna electoral.
Dentro de los análisis, hay una circunstancia que comúnmente se destaca: la duración de este sistema de gobierno, que ya lleva seis lustros y por los reiterados contratiempos sufridos atrás en los intentos por establecer la libertad (por «plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía», como lo dijo en su última proclama el Padre de la Patria), no dejaba de ofrecer continuas dudas acerca de su viabilidad y permanencia. Se dice y se repite que el régimen democrático es el que ha tenido mayor duración en nuestra historia republicana, lo cual constituye o no una verdad según se aprecien y cataloguen los sistemas de gobierno anteriores. Por ejemplo, si el régimen gomecista se computa a partir del 19 de diciembre de 1908, día en que el Encargado de la Presidencia se decidió a desconocer al presidente Castro y a gobernar por su cuenta, duró 27 años; pero si se considera que el gobierno de Gómez fue uno y lo mismo –salvo las diferencias de modo de ser entre uno y otro caudillo– con el de su compadre don Cipriano, del cual fue todo el tiempo y sin interrupción vicepresidente de la República don Juan Vicente, entonces había que asignarle una duración de 36 años. ¡Cualquier cosa! Y si al gobierno que Gil Fortoul llamó de «la oligarquía conservadora» (1830-1848) y al siguiente, que denominó de la «oligarquía liberal» (1848-1858) con el quinquenio que comenzó con la Revolución de Marzo y concluyó con la dictadura de Páez (1858-1863), se les considera conjuntamente como una etapa histórica, su existencia, de 1830 a 1863 habría cumplido 33 años. Más aún: si se cuenta la presencia hegemónica del general Páez desde la Batalla de Carabobo (1821) hasta 1863, alcanzaría a 42 años, con las interrupciones sabidas. 35 años corresponderían, después, al gobierno del «liberalismo amarillo», que comenzó con Falcón (1963) y se prolongó –salvo el breve interregno de gobierno de los «azules»– a través de Guzmán Blanco y Crespo hasta la llegada de «los andinos al poder» (1899), con el lema de «nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos», lema proclamado por el audaz guerrero que desde Capacho hasta Tocuyito realizó una hazaña militar que sus áulicos comparaban con la Campaña Admirable de Bolívar.
No es, sin embargo, el momento para esas disquisiciones históricas. Lo importante es señalar que la democracia ha durado lo que muchos no creían; pero más importante todavía es que está en pie y que su propia índole la llama a convertirse en un modo permanente de vida y de gobierno y que sus fracasos o carencias no son fracasos o carencias de la democracia, sino de los llamados a instrumentarla, a preservarla, a corregirla y orientarla y no precisamente a usufructuarla y deformarla.
En los ejemplos antes citados, tanto en la República que el historiador Gil Fortoul (sin la aquiescencia de otros importantes historiadores, como Augusto Mijares) calificara de oligárquica, como en el régimen del liberalismo amarillo, que empezó con el triunfo de la revolución federal hasta la muerte de Crespo y caída de Andrade y en el gobierno de los generales Castro y Gómez, hubo evidentes alternativas internas. Páez y Monagas, Guzmán Blanco y Crespo tuvieron marcadas diferencias: también las han tenido los gobiernos democráticos en los distintos quinquenios de estos 30 años. Considerarlos como una sola cosa no corresponde a la realidad. Pero lo importante será que el sistema dentro del cual se mantiene la libertad (por encima de las contradicciones), se practica el sufragio universal (aun cuando se reconozcan sus imperfecciones) y se hacen esfuerzos por alcanzar la igualdad y la justicia (aunque el objetivo se distancia a veces más de lo aceptable), continúe siendo el piso sobre el cual se muevan todas las aspiraciones hacia la renovación dinámica de la vida social y política.
En este trigésimo aniversario han predominado la nostalgia de quienes por una razón u otra tuvieron rol de actores en el episodio del derrocamiento del autócrata y la crítica acerba que hacen otros, de los errores y fallas que se atribuyen al sistema y que, si bien se acompañan con la salvedad de que siguen considerando a la democracia, conforme lo declara el preámbulo de la Constitución, como «el único e irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos», dejan un amargo sabor de frustración y a más de uno le producen la sensación de que nada hay que esperar de ella, así de mal se la ve y así de frustráneos se pintan su presente y –lo que es más grave– su porvenir.
Soy uno de los convencidos de que estamos en un momento especialmente delicado. Es progresiva la falta de credibilidad por la palabra de los dirigentes. Se deteriora a pasos largos la confianza del país en los más importantes baluartes del sistema, que son y deben ser los partidos políticos. El esfuerzo para superar esta coyuntura debería estar a la medida del desánimo y la desconfianza creciente que hay que conjurar. Pero, al mismo tiempo, es indispensable poner fuera de duda el compromiso nacional de salvar y robustecer el sistema iniciado el 23 de enero de 1958. No sólo por todo lo que costó alcanzarlo y por todo lo que ha costado mantenerlo, sino por todo lo que a través de más de un siglo no fue posible superar y que los corifeos de una «sociología pesimista» consideraron inherente a nuestro modo de ser nacional. Hay que convencer a nuestro pueblo de que definitivamente murió para siempre el vía crucis que nos llevó más de cien años de batacazo en batacazo.
Los venezolanos nacidos o educados después del 23 de enero no saben –gracias a Dios– lo que hubo que enfrentar para que ellos y todos nosotros disfrutáramos del privilegio que el Creador otorgó al ser humano, de pensar, hablar y actuar de acuerdo con los dictados de la propia conciencia. Ignoran –felizmente– las terribles decepciones que sufrieron los compatriotas que a través del tiempo sintieron el deber de rescatar la dignidad ciudadana frente a las autocracias y lucharon por conseguir ese objetivo. No saben, por ejemplo, que la pléyade de intelectuales que rodearon a Gómez y sirvieron con él fueron, en su mayor parte, estudiantes revolucionarios que comenzaron su acción política combatiendo a Guzmán y que se ilusionaron cuando Rojas Paúl dejó derribar sus estatuas y vieron frustrarse esperanza tras esperanza hasta aceptar, cansados, como una fatalidad la de rodear al déspota y tratar de servir al país a su modo y que los que mantuvieron hasta el fin su rebeldía, unos porque aspiraban a gobernar del mismo modo que aquel a quien combatían, pero otros movidos por un sincero ideal de patriotismo, inmolaron sus años sin obtener, la mayoría de ellos, un póstumo recuerdo para su sacrificio.
A los jóvenes hay que enseñarles la historia, repetirles la historia, explicarles la historia, para que no pierdan la noción de lo que se ha obtenido a partir del 23 de enero y es prioritario salvaguardar. El mundo que nos rodea está perturbado. La democracia ha regresado a América Latina después de una trágica interrupción que todavía perdura en país de tanta tradición democrática como Chile, pero los politólogos están de acuerdo en que todavía es frágil la contextura de las nuevas democracias latinoamericanas. La nuestra ha lucido sólida, pero debemos preservarla. Y para ello debemos tener el cuidado de evitar lo que la descalifique, lo que la devalúe. Luchar, sí, para mejorarla, para enmendarla, para perfeccionarla. Pero sin poner en duda, ni un momento, su superioridad sobre cualquier otra pretendida solución. Ni poner los ojos, como en el pasado, en fantasmagorías que encandilan al pueblo y después le propinan un trágico despertar.