Los jueces italianos
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 15 de junio de 1988.
Tengo una sincera admiración por los encargados de administrar justicia en Italia. He llegado a pensar que si el sistema democrático se ha mantenido firme en ese gran país, en medio de las mayores dificultades, ello en gran parte se debe a que no ha fallado esta rama esencial del Poder Público.
Los jueces italianos han tenido que enfrentarse –y lo han hecho decididamente– a tres enemigos poderosos: La Mafia, las Brigadas Rojas y la Corrupción. No han valido amenazas para amilanarlos; no los han atemorizado los atentados, en los cuales han ofrendado sus vidas muchos miembros de la organización judicial.
Han sido ejemplares en el cumplimiento del deber. No han vacilado en el ejercicio de sus funciones. Y transcurridos años muy difíciles, se siente en la atmósfera un aire de respeto y reconocimiento hacia los magistrados. No pretendo decir que sean perfectos; no es que no aparezcan alguna que otra vez ciertos atisbos de carácter político, sino en las decisiones, al menos en la apertura de procedimientos contra alguna persona a quien se desee perjudicar; como ocurre en Venezuela con los autos de detención, que son fáciles de dictar porque para ello basta que existan «fundados indicios», para concluir en sentencias que tienen que ser absolutorias porque los indicios no bastan y es necesario que haya «plena prueba».
Volviendo a Italia, la Constitución de 1947 introdujo como una novedad el Consejo Superior de la Magistratura, encargado de asegurar el carácter autónomo e independiente de todo otro poder, la selección objetiva de los integrantes de la carrera judicial y el comportamiento de los jueces, conforme a la moral y el derecho. Conocí el proyecto de Constitución presentado en Roma el 31 de enero de 1947 –cuando estaba reunida aquí la Asamblea Constituyente–, coincidente en líneas fundamentales con la Constitución francesa de postguerra y, animado por lo que me parecía un acierto, propuse la introducción en Venezuela de un organismo similar, que en la Carta Fundamental aprobada aquel año se denominó Consejo Supremo de la Magistratura. Después, en la Carta de 1961 se introdujo de nuevo, a proposición mía, sólo que atendiendo a observaciones del doctor Arturo Uslar Pietri en el seno de la Comisión, y se le denominó Consejo de la Judicatura.
Tanto en 1947 como en 1961 la Carta Fundamental delegó en el Congreso la creación efectiva de ese cuerpo, lo que se hizo durante mi administración, pero con el simple propósito de quitar al Gobierno la atribución de presentar candidatos. Sostuve que el proyecto desnaturalizaba el propósito y razón de la norma constitucional y me vi obligado a vetarlo; confirmado por la mayoría parlamentaria (unidas para ello las diversas fuerzas de oposición), ocurrí a la Corte Suprema de Justicia invocando la inconstitucionalidad y la Corte lo convalidó por 8 votos contra 7.
Por lo dicho me he sentido hasta cierto punto como un padre que se vio obligado a desconocer a su hijo; pero debo decir que muchos de los que impulsaron y apoyaron la Ley que me consideré obligado a vetar, han manifestado públicamente que fue un error el que se cometió y que con ello se abrió campo a la parcelación partidista de la administración de Justicia.
Esto explica mi interés, en mi reciente viaje a Italia, de indagar a fondo cómo funciona el Consejo Superior de la Magistratura. Quedé impresionado del resultado de mi indagación. Se trata de uno de los órganos del Poder Público reconocido con mayor importancia y mayor influencia en el mantenimiento del estado de derecho. Una larga conversación con el presidente efectivo del Consejo, el Primer Presidente de la Corte de Casación y el Procurador General de la República ante la Casación me resultó muy iluminadora.
El Consejo Superior de la Magistratura en Italia se instaló el 18 de julio de 1959 y consta de 33 miembros. Tres de ellos ex oficio: el Presidente de la República, el Primer Presidente de la Corte de Casación y el Procurador General ante la Casación. La Presidencia del Jefe del Estado es, más que todo, una formalidad, aunque se dice que el presidente Cossiga ha manifestado más interés que sus antecesores inmediatos en cooperar para el mejor funcionamiento del Consejo y en mantener buenas relaciones con el presidente efectivo, que es el Vicepresidente, electo por el Consejo, profesor Césare Mirabelli.
Dos terceras partes de los otros treinta miembros son electos por votación directa y secreta por todos los jueces del país, que son más de 8.000. Los puestos se adjudican por representación proporcional; deben ser jueces de carrera y, en cierta proporción, deben hallarse jueces de alto nivel. Los otros diez son electos por el Parlamento, individualmente y con votación calificada de dos tercios: no deben ser jueces (por eso los llaman los miembros «laicos» del Consejo) y entre ellos se elige el vicepresidente, quien ejercerá en realidad la Presidencia.
Cuatro años dura el período y no pueden ser reelectos. Durante su mandato, los jueces elegidos deben separarse de sus tribunales, los profesores tienen que suspender su actividad docente y los profesionales deben privarse de ejercer. Pareciera a primera vista que los requisitos son demasiado severos y que el número de los miembros del Consejo es excesivo, pero en la realidad están permanentemente ocupados en sus labores.
A pesar de las múltiples atribuciones del Consejo no ha sido necesario en Italia eliminar el Ministerio de Justicia, porque sus funciones administrativas están perfectamente diferenciadas de las del Consejo de la Magistratura. Por lo demás, es bueno recordar que el Presidente de la República en el régimen parlamentario no tiene una vinculación directa con el gobierno, al que pertenece el ministro.
El rango institucional que ocupa y la dignidad con que se desempeña el Consejo Superior de la Magistratura son ingredientes esenciales de la fortaleza y el prestigio de que goza la administración de justicia. Los constructores de la nueva Italia se dieron perfecta cuenta de lo que ésta significaría para curar los males del pasado y enrumbar al país por derroteros firmes. La tradición que ellos crearon se mantiene sólidamente afincada en el terreno de la realidad. Ojalá pudiéramos nosotros lograr, con seriedad, que la administración de justicia fuera, como reza el frontispicio de la Corte Suprema de los Estados Unidos, «el más firme pilar del buen gobierno» y hacer válidas las afirmaciones de Bolívar y Bello, para quienes «el Poder Judicial contiene la medida del bien o del mal de los ciudadanos» y «todo cuando el hombre busca y encuentra en la sociedad estriba precisamente en la recta administración de justicia».
Una administración de justicia enferma es una grave dolencia para la sociedad.