Las elecciones francesas

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 29 de junio de 1988.

Las recientes elecciones francesas, iniciadas con motivo de la renovación del mandato del Presidente de la República, han presentado una serie de circunstancias muy interesantes y, sin duda, llenas de enseñanzas.

Todo comenzó por la elección presidencial. Remontándonos al primer período del presidente François Mitterrand, es de recordar que cuando éste triunfó sobre su adversario, el presidente Valery Giscard D’Estaing, se abrió inmediatamente un período de gobierno dominado por el Partido Socialista. Éste, el partido del Presidente, como consecuencia casi inevitable de la elección de aquél, ganó inmediatamente los comicios parlamentarios. Pero el electorado francés no se sintió feliz; y en la próxima consulta electoral cambió de rumbo y votó por la derecha, capitaneada por un brillante y controvertido político, el alcalde de París, Jacques Chirac.

La derrota de los socialistas planteó para los ganadores la cuestión de decidir entre dos tesis: la del ex primer ministro Raymond Barre, quien sostuvo que lo procedente era la renuncia del Jefe del Estado, ya que el voto popular había representado un veredicto negativo para él y para la fuerza política que lo respaldaba y la del alcalde Chirac, quien se acogió a la tesis de la «cohabitación», que se puso en vigor para ensayar un sistema inédito, en el cual marchaban juntos, pero en direcciones encontradas, el Presidente y el Primer Ministro.

Según la Constitución francesa, hecha al gusto y medida del general De Gaulle, el Presidente de la República tiene más poder que sus equivalentes en los demás países de régimen parlamentario. El primer ministro es jefe del Gobierno, pero muchas de sus decisiones importantes dependen de la ratificación del Jefe del Estado. La gente vio que el procedimiento funcionaba, lo que aprovechó Mitterrand, desplegando en grado máximo su reconocida habilidad política. En definitiva, a Chirac se le fue cargando todo lo antipático del Gobierno, mientras el Presidente capitalizaba todo lo políticamente capitalizable. O, si no todo, por lo menos buena parte de ello.

Al abrirse la oportunidad para una nueva decisión popular por conclusión del período presidencial, Chirac cometió lo que los hechos han demostrado haber sido un grave error: apresurarse, lanzándose de lleno a la candidatura presidencial, en búsqueda de una posición que si bien le habría dado mayor relieve, no necesariamente significaba mayor fuerza y se jugó en la aventura, no sólo la posibilidad de ser Presidente, sino su continuación al frente del Gobierno.

Si Chirac hubiera apoyado a otro candidato, menos polémico y radical que él, cualquiera que hubiera sido el resultado, le habría ido mejor. Si ganaba, se consolidaba en una posición desde la cual habría marcado el rumbo de su país por unos cuantos años; en caso de perder, quedaba en la misma situación anterior, aprovechando la experiencia previa para orientar en forma más provechosa para él el régimen de «cohabitación».

No es aventurado pensar que si el candidato enfrentado a Mitterrand no hubiera sido Chirac sino una personalidad menos polémica, mejor colocada en la vertiente de las diversas corrientes, la reelección habría sido más problemática. Es indudable que Chirac tiene mucho carisma e innegable arrastre, como lo demostró desde que compitió victoriosamente por la Alcaldía de París, pero también es cierto que las resistencias frente a su persona en algunos niveles eran tan fuertes, que llevaron a votar por Mitterrand a muchos franceses que con otra alternativa no lo habrían hecho de ninguna manera.

Su precipitación le costó cara. Al perder la elección presidencial, con ella perdió también el Gobierno. Automáticamente concluyó para el candidato derrotado su función de Primer Ministro y quedó seriamente comprometido su futuro político.

El Presidente Mitterrand, por su parte, obtuvo con su reelección una gran victoria. Pero se olvidó luego de que la mayoría no se le había dado al combatiente socialista sino al político equilibrado, protagonista de una campaña hábilmente discreta. La competencia con Chirac lo había colocado en una posición elevada, un poco «au dessus de la melée»; pero, una vez obtenido su resonante triunfo, se dejó tentar por la idea de hacer de su victoria una oportunidad para poner al gobierno en manos de su partido, el Partido Socialista. Dos comentaristas de Le Monde dijeron, por ello, del señor Mitterrand, «él sabe, mejor que nadie, transformar una derrota en victoria… pero él sabe también convertir sus triunfos en fracasos».

Al disolver la Asamblea y llamar a elecciones, el Presidente estaba, en cierto modo, traicionando la confianza de los votantes, que le habían dado el triunfo, no para que se estableciera un gobierno monocolor sino para que ejerciera desde su alto sitial una función moderadora. Como lo dijo un comentarista de Le Figaro, al día siguiente de los comicios, «una cosa es segura: los resultados no estuvieron a la medida de las esperanzas de los socialistas, aun cuando tampoco pudieran considerarse como un triunfo para la derecha… Si el Presidente de la República hubiera imaginado el resultado, no habría probablemente decretado la disolución (de la Asamblea)… El Partido Socialista no puede, solo, esperar imponer su ley. Es cierto que puede disfrutar del puñado de votos preciosos que le aporta el Partido Comunista: pero ¿a qué precio y por cuánto tiempo?».

Es evidente que con el voto decisivo el pueblo francés rehusó ponerse en manos de una sola fuerza política. Por ello el ex presidente Giscard D’Estaing, saliendo con renovada voz al escenario, pudo comentar la elección en esta forma: «Yo creo que estos resultados quieren decir que los franceses no han querido confiar todos los poderes a un solo partido. Tienen razón. Y, como ustedes saben, yo lo deseaba. Pero creo también que no es necesario interpretar este mensaje como un mensaje negativo, sino como un mensaje positivo. Ellos han buscado decir a sus elegidos y a los hombres políticos franceses: nosotros queremos que las dos mitades de Francia trabajen juntas (…) Puede ser –añadió– que esta noche hayamos alcanzado una victoria sobre nuestro enemigo hereditario: la división».

Tal ha sido, en general, la opinión que parece prevalecer en Francia, y de allí que las posiciones de centro se hayan valorizado considerablemente. No implica lo dicho que la jefatura del gobierno no la ejerza el Partido Comunista: pero no podrá gobernar a su antojo. Curiosamente, el mismo hecho de que se entrevea como indispensable una coordinación (una especie de unión nacional) ha producido, a la inversa, una cierta tendencia a la desunión o por lo menos a la diferenciación, dentro de las fuerzas de centro-derecha. Las conjeturas sobre el camino que tomarán los acontecimientos son numerosas. Hay órganos importantes de prensa que anuncian una posible llamada de Mitterrand a Barre y otros sugieren que pudiera producirse un entendimiento –hasta hace poco tiempo inimaginable– entre Giscard y el Presidente. En todo caso, comienza a ponerse nuevamente de moda la palabra «rassemblement», en el sentido de reunión, concurso, acoplamiento. Y parece haber tenido acogida la afirmación de Raymond Barre, de que «no debería ser tiempo de combinaciones, sino el tiempo en que sólo debe prevalecer el interés nacional».

No parece aventurado pensar que el proceso vivido por Francia, con las diferencias innegables que existen, podría ofrecer no pocos motivos de reflexión para los latinoamericanos. Es curioso, por cierto, el párrafo con que termina un comentario editorial de Max Clos: «Lo esencial es que Francia ha salido, por fin, de las campañas electorales. Seis meses de agitación para volver más o menos al punto de partida, con seis meses perdidos. Es un lujo que nuestro país no puede permitirse. Es tiempo de salir de la charlatanería para entregarse por fin al trabajo».

En Venezuela la campaña electoral lleva, de hecho, dos años y faltan todavía cinco meses. ¿Qué no tendríamos que decir al respecto?