1936. Visita a Tulio Febres Cordero, acompañado con Pedro José Lara Peña, Víctor Giménez Landínez y Edmundo Izarra.
Visita a Tulio Febres Cordero, aparece acompañado por Rafael Caldera, Pedro José Lara Peña, Víctor Giménez Landínez y Edmundo Izarra.

Antes que todo un merideño

Discurso de orden de Rafael Caldera en el Paraninfo de las Academias con ocasión del cincuentenario de la muerte de don Tulio Febres Cordero.

Larga y oscura fue la noche que atravesó Venezuela en la segunda mitad del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX. Las guerras civiles, no sólo destruyeron recursos materiales y humanos, sino que arrasaron formas de convivencia y dieron ancha cabida a la barbarie; después, la paz, forzada con rigor inexorable por la tiranía, tolerada con su elevado precio, porque ya el país no podía seguir subsistiendo desangrándose de aventura en aventura. Venezuela, es lo cierto, la acató. El país vivió un proceso de cuyo signo doloroso hay dramáticos testimonios, como el de José Rafael Pocaterra; pero en él soportó la mano dura que echó las nuevas bases del Estado, sustituyó las montoneras tradicionales por unas Fuerzas Armadas que con los años se fueron superando, atornilló firmemente la unidad nacional y quitó a los políticos la dañada ilusión de ventilar en campos de batalla el predominio de sus ideologías.

Fue larga y dura la transformación de la realidad nacional. Cecilio Acosta el puro, nacido a tres años apenas de aquel que en la batalla de Carabobo asegurara la Independencia, como testigo de esos hechos duros y analista de nuestro devenir histórico, fue un convencido de que no era fatalismo de medio geográfico o de raza la causa de nuestros males infinitos, sino el odio político que había envenenado nuestra existencia.

Después de Cecilio, otros como él aunque no muchos, produjo la madre Venezuela, demostrando que en medio de sus penalidades no se había extinguido su maternidad gloriosa. Fueron faros de luz que no logró sepultar la tiniebla. Sembrados firmemente en la tierra, supieron mantener incólume el primado de valores espirituales. Educaron con la palabra y con la pluma; educaron, más aún, con el ejemplo. El ejemplo de una vida sin tacha. El ejemplo de una existencia sin intermitentes desmayos, dedicada toda ella al servicio de los demás. Una de esas vidas ejemplares (un molde para la fragua lo he llamado en un libro donde incluí el discurso que pronuncié en el Centenario de su nacimiento) fue el varón ilustre a quien hoy rendimos homenaje: Tulio Febres Cordero, fallecido en medio de veneración unánime en Mérida, su ciudad de las Cinco Águilas Blancas, el 3 de junio de 1938.

Alcanzó a ver el inicio de una nueva era histórica, Es singularmente significativo el hecho de que en 1936, cuando (¡oh! Mariano Picón) estaba comenzando para Venezuela el siglo XX, se lo designara Rector Honorario de la Universidad de los Andes. Elocuente manifestación de reconocimiento a su tarea de sembrador de cultura, artífice de fe y alimentador de esperanza, que a Mérida, tradicional señora de los Andes venezolanos había ofrendado en medio de aquellas incontables horas de languidecimiento y espera.

En sus exequias, solemnizadas por incontables manifestaciones de duelo colectivo y por la emoción del sentimiento popular, el orador sagrado José Humberto Quintero, para entonces Vicario General de la Arquidiócesis, signada ya su frente con futuros llamamientos para grandes destinos, dijo con la rotundidad de su verbo: «No menguan de altura las cumbres de nuestra Sierra porque entre ellas haya una más elevada que todas las otras. Tampoco menguan de grandeza todos esos hombres ilustres dados por Mérida a las letras patrias, si reconocemos y proclamamos que el más famoso de ellos ha sido don Tulio Febres Cordero. Al perderlo, pierde Mérida su más alta gloria literaria, pierde al hijo que, al obtener para sí justo y extenso renombre, lo obtuvo por igual para esta ciudad que fue su cuna y donde discurrió íntegra la luminosa mansedumbre de su vida. Por ello, nunca como ahora han sido tan hondamente dolorosos los clamores de la campana pontifical, centenaria lengua de la urbe, al anunciar sollozante la eterna partida de este excelso merideño». Y Quintero agregó: «Muchos años, tal vez siglos, pasarán antes de que él tenga en Mérida digno sustituto. Vacantes como ésta no se reemplazan fácilmente en la historia de un pueblo».

Fueron los suyos, setenta y ocho años de una impresionante actividad. Mérida era entonces un remanso, en medio de las conmociones sufridas por la patria. Su familia venía de la llanura, consumida por los incendios de las guerras civiles desde los días de la Federación. Era gente de principios muy sólidos, con los que se esculpieron los rasgos fundamentales de su personalidad. De ella recibió las normas morales que rigieron en todo momento sus actos, el deseo irrefrenable de conocer y de saber, el amor ferviente al Padre de la Patria y el culto perenne a los forjadores de la nacionalidad.

Fue merideño por los cuatro costados; pero demostró siempre que, en su sentir, ser merideño era ser profundamente venezolano, emotivamente bolivariano. Su actividad era una permanente cátedra. «Desde su vieja silla de vaqueta –como dijo Víctor Giménez Landínez en una amena biografía escrita para la Biblioteca Escolar de la Fundación Eugenio Mendoza– Don Tulio había recorrido todos los caminos de la Patria, y su voz, empeñosamente humilde, había, sin embargo, trasmontado los linderos nacionales y repercutía más allá del Continente».

En esa silla de vaqueta estaba cuando lo visité con verdadera emoción, con otros compañeros (Víctor Manuel Giménez Landínez, Pedro José Lara Peña y Edmundo Izarra), cuando fuimos a Mérida en el año fundacional de la Unión Nacional Estudiantil. Su sola presencia inspiraba devoción, al mismo tiempo que imponía respeto. Su palabra, clara y pausada, era una lección inolvidable. Nos dio con ella estímulo para nuestra lucha; ese estímulo, venido de sus labios, tenía un efecto invalorable. Su recomendación era, con el verbo y con la actitud, la de que no dejáramos de colocar los valores superiores que motivaban nuestra acción por encima de todas las conveniencias, y los mantuviéramos enhiestos en cualquier circunstancia.

En su enciclopédica personalidad, la función de maestro constituyó una especie de denominador común. Todo lo que hizo llevaba la intención de enseñar. Pero es indudable que con ello sentía un inmenso placer y también diversión. Hay que imaginar cómo le divertía el ejercicio de las artes manuales, especialmente las relativas a la imprenta. Manejaba cierta picardía cuando decía que no tenía la excusa de otros escritores, de echarle la culpa al corrector o al impresor, porque él era su propio corrector e impresor. En cuanto a la imagotipia y a la foliografía, fueron, sin duda, hermosos inventos, pero para él, sobre todo, un noble pasatiempo. Pasatiempo de primera clase fue también indudablemente, aquella aventura cervantina de su libro «Don Quijote en América», que le dio motivo para debatir (demostrando que no era lerdo en la polémica) y que confirmó sus dotes de escritor pero constituyó para él un evidente devaneo. Más que la cuarta salida del Caballero de la Mancha, fue una primera salida caballeresca de aquel a quien Mariano Picón llamó «el rapsoda de Mérida».

Devaneo fue, sin duda, su libro sobre cocina criolla. El periodismo fue también para él sana diversión, que como todas sus diversiones, llevaba un propósito docente. Es comprensible que, trabajando solo, no hubiera constituido una gran empresa mercantil para hacer permanente el periódico. No era propicio el medio. Cuando se fatigaba de sacar un vocero, iniciaba después de un tiempo la publicación de otro distinto. «El Lápiz», «El Centavo», «El Billete» fueron manifestaciones de su temperamento inquieto, inquieto en medio de su serenidad espiritual. Pero ellos fueron camino para una labor más duradera, a la vez periodística y universitaria, en el «Anuario de la Universidad de los Andes» y en la «Gaceta Universitaria» y para enviar sus colaboraciones a «El Vigilante», el diario que creó Monseñor Antonio Ramón Silva y dirigieron ilustres personalidades de la Iglesia que le tributaron siempre su admiración y su amistad.

Su misma inquietud, su misma pasión por la verdad, su mismo amor por su patria y por su terruño, le llevaron de lleno a las investigaciones históricas. Investigaba y divulgaba el fruto de sus hallazgos con un estilo fresco y llano. «Su prosa –en aquellos días de tanto encrespamiento retórico– corre clara, fresca y apacible como el agua serrana que baña los campos de Liria sobre el lecho de berros y pastos nuevos», dijo Mariano Picón Salas. En ese género ha sido comparado con el gran investigador y divulgador de leyendas históricas, don Arístides Rojas. Éste, treinta y cuatro años mayor que él, le mostró gran aprecio. Puede decirse que las leyendas y noticias contenidas en su «Archivo de Historia y Variedades», cabrían sin dificultad como una continuación de las Leyendas Históricas y de los Estudios Históricos de don Arístides. En una bella carta de 4 de septiembre de 1889, éste le dice: «Todo cuando Usted publique acerca de nuestra historia antigua o de la Independencia, tendrá brillante acogida tarde o temprano. Usted trabaja para el porvenir, porque obedece al amor al estudio, a sus fuerzas intelectuales y al sentimiento patrio que guía su pluma. La buena doctrina, los documentos sacados del olvido, las apreciaciones ilustradas, etc., etc., son fuerzas que se imponen: son como la buena simiente a la cual basta el rocío de la noche. Y más que el campo venezolano debe llamar la atención de Usted el campo merideño. ‘Los orígenes de Mérida’, ‘Bibliografía de Mérida’, ‘Mérida durante la Colonia’, ‘Hombres notables de Mérida’, ‘Viajeros científicos y hombres notables (extranjeros) que han visitado Mérida desde los días de la Independencia’, ‘Los varones insignes que dio Mérida a la Revolución de 1810’, ‘La imprenta en Mérida’, he aquí una serie de temas que encontrarían luz en la pluma del redactor de ‘El Lápiz’».

Sus investigaciones y leyendas aparecen por lo general matizadas de poesía. La fábula de las Cinco Águilas Blancas tomó para siempre carta de naturaleza para interpretar de la geografía merideña. Sus devotas páginas sobre Caribay, Murachí, Tibisay, Tinhacá o el Perro Nevado del Libertador, matizan el relato con toques de hermosura y sentimiento que les hacen llegar directamente al corazón y les dan fisonomía de romance.

Pero también, cuando invade el campo de la novela no puede dejar aparte al historiador. La Hija del Cacique relata la lucha victoriosa de la protagonista, Tibaire, hija del Cacique Queipa, para lograr la paz; «pero no la paz deprimente que se concede a los vencidos, la paz de rescate pesada en la balanza de Breno, sino una paz honrosa, basada en el derecho y la justicia, una paz de provecho para los indios y para los mismos conquistadores». Era, en suma, la paz que quería para su pueblo.

Hubo en su vida esa armonía suprema en que florece la sabiduría. Hombre ejemplar, cristiano cabal, no hubo incongruencias en su ciclo vital. Su vida era estudiar y enseñar, investigar y aclarar, razonar y defender con argumentación y documentos, imaginar y colorear con tonos poéticos los más nobles anhelos. Era escritor; también era orador. Lo atestigua quien supo de oratoria, porque fue sobresaliente en este género, el Cardenal Quintero: «Si no tribuno para las multitudes –dijo Monseñor– él era un acabado orador académico, un exquisito orador para auditorios selectos. Logré en mi adolescencia oírlo y desde entonces permanece profunda, indeleblemente grabada en mi memoria la elegancia de su porte, la corrección de su armonioso gesto y la gracia musical de su declamación».

Dentro de esa vida tan llena de trabajo, de constancia, de servicio, fue antes que todo un merideño. Amaba apasionadamente a Mérida y Mérida le supo corresponder. Prácticamente, no salió nunca de su Estado, aunque recorrió sus difíciles vías en búsqueda de nuevos elementos para integrarlos a su concepción del criollismo. «Criollizarse, con respecto a Venezuela, vale tanto como venezolanizarse, afirmó. Esa venezolanización la encontró en el ancestro hispánico y en la raíz indígena. En uno y en otra buscó la esencia de la venezolanidad. Y no tuvo necesidad de traspasar los lindes de su enclave andino para proyectarse como un verdadero valor nacional. Parece cierto que se le ofreció una vez el Ministerio de Educación: no consideró que fuera ése su destino. Antes, muy joven, puesto a escoger entre su permanencia en Mérida y otras posibilidades que le abriría trasladarse a Caracas, no vaciló: se quedó en Mérida y de esta decisión no se arrepintió nunca. En «Memorias de un Muchacho» expuso como motivo principal de su determinación el puro y ferviente amor que tuvo por la que fue su esposa. Así debió ser, pero no hay duda de que en el fondo de ambos enamorados dominaba también el arraigo a la ciudad querida. Mariano Picón-Salas escribió: «Mérida necesita guardar la imagen de su rapsoda en alguna de aquellas placitas recoletas, acompañadas siempre por el subterráneo rumor del agua –El Espejo, Belén, San Agustín–, o en los maravillosos miradores sobre el Chama, el Albarregas y el Mucujún, donde con el estímulo del paisaje provoca ponerse a conversar el lenguaje insinuante, curioso y anecdótico de don Tulio Febres Cordero. Fue el merideño que siempre quedó, por tantos otros que partimos».

Y es que algo tiene Mérida –aunque ya no conserve la recoleta placidez que describe don Tulio en su novela autobiográfica– que a pesar de que los rascacielos empiezan a multiplicarse y no obstante duros y traumatizantes episodios que con alarmante frecuencia han alterado en los últimos tiempos la normalidad urbana, sigue siendo una especie de refugio para llevar sosiego a espíritus atormentados, para invitar a hondas reflexiones que no se dirijan hacia abajo sino que levanten la vista a las alturas. Cualquier tarde merideña, serena, después de unas horas de lluvia, descubierta su sierra arropada de nieve, enmarcada en su cielo despejado y azul, en su horizonte calmado y fragante, provoca una sensación de plenitud inolvidable. Por ello he dicho en más de una ocasión que lo único malo que se siente al ir a Mérida es tener que partir.

Tulio Febres Cordero se identificó hasta tal punto con esta realidad, que no lo imaginamos sino allí, en su magisterio permanente, con su ejemplo edificante, su palabra iluminadora y su entrega total. Es imposible separarlos. Honrar a Tulio Febres Cordero es honrar a Mérida. Y Mérida, que tiene tantos hijos ilustres, descollantes en los más variados campos del obrar humano, puesta en el caso de señalar una figura que la interprete y la personifique estaría dispuesta sin vacilación a evocar a su inigualable Tulio Febres Cordero.

Hoy se cumplen treinta años de la sentida muerte de otro eminente venezolano, escritor consagrado, «caballero de la pluma», como lo llamara el insigne Padre Pedro Pablo Barnola: Mario Briceño Iragorry. Trujillano de cepa, fue también merideño por múltiples razones. Se graduó en la Universidad de los Andes en 1920 y en Mérida encontró la compañera de toda su vida. Mantuvo con Mérida una estrecha ligazón existencial.

Pues bien, fueron Caracciolo Parra León, mi profesor de Ética, de Principios Generales del Derecho y de Derecho Español y Público Eclesiástico, el editor de mi «Andrés Bello» y de los «Archivos de Historia y Variedades» y de las «Décadas de la Historia de Mérida» de don Tulio, y Mario Briceño Iragorry, mi profesor de Historia de Venezuela documentada y crítica, mi examinador en el Bachillerato y en la Universidad, mi compañero en un curso de Latín que nos dio el inolvidable Padre Víctor Iriarte; fueron ellos, digo, a quienes desde mi adolescencia pude considerar mis amigos, quienes me enseñaron por vez primera a conocer y admirar a don Tulio Febres Cordero, por quien ambos tenían veneración.

Permítaseme, en razón de lo expuesto, que para concluir estas palabras que me ha encomendado la Academia de la Lengua en este cincuentenario de su muerte y, en mérito de la ocasión, lo haga con la autoridad de Briceño Iragorry, quien en su obra «Lecturas Venezolanas» expuso: «La figura amable y sedeña de Don Tulio Febres Cordero, de Mérida, diríase que ha pedido secretos de suavidad y de candor a las águilas dormidas de su leyenda. Rogelio Illaramendi, de Maracaibo, escritor de talla y de talento brillantes, dijo que valiera ir a Mérida por conocer a Don Tulio, Y Don Tulio es algo de Mérida como la misma Sierra, como el Albarregas sonoroso, como los campos dormidos de la Otra Banda. El alma de la vieja ciudad, que nosotros viéramos escondida en su agua subterránea, parece refugiarse en el espíritu de Don Tulio, señor de tradición, conocedor de viejas historias, erudito lingüista, escritor galano y florido, historiador de amplia cultura, cuentista delicado, periodista, profesor de la Universidad, orador de dulce verbo, abogado y canonista. Su ‘Quijote en la América’ le dio renombre de novelista; sus ‘Décadas de la Historia de Mérida’ es trabajo de alto mérito; sus ‘Tradiciones y Leyendas’, sus cuentos y su copiosa obra, le han valido para hacer un prestigio que rompe las lindes del País. Humilde, sereno, Don Tulio, como Don Arístides Rojas, ha renunciado honores. Su nombre es uno de los que más honra nuestras letras patrias y su autoridad en cuestiones de historia y de tradición es respetada en sumo grado».

Brillante síntesis ¿verdad?

Al rendir homenaje a don Tulio con el verbo castizo de Mario Briceño, sólo nos queda preguntar si no es cierto que al medio siglo de la muerte de aquél, no sólo Mérida más Venezuela entera, tienen mucho que aprovechar y que aprender de la vida y la obra de ese compatriota de excepción que se llamó Tulio Febres Cordero.