Relanzamiento del Pacto Andino
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 9 de marzo de 1988.
La Cámara de Diputados de Bolivia con el respaldo de la Junta del Acuerdo de Cartagena, del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas y del Centro de Estudios Internacionales y del Desarrollo, tuvo el acierto de convocar, bajo el lema que sirve de título al presente artículo, un simposio para analizar y discutir la situación de la Integración Subregional; con vista a la próxima consideración en Cámara del Protocolo de Quito, que acordó importantes reformas al Acuerdo de Cartagena en mayo de 1987. Los parlamentos de los otros países andinos ya hicieron la ratificación, aunque todavía faltan por depositarla algunos de ellos para que se complete el procedimiento; los bolivianos juzgaron oportuno entrar a ese análisis, por el decaimiento que el Grupo Subregional Andino ha mostrado ante la opinión de los observadores.
La integración regional es, en sí, una idea auspiciosa; una idea esperanzadora. Pero es más ha producido, es cierto, un retraso inevitable en la adopción de muchas medidas previstas por los acuerdos vigentes; pero esa misma crisis ha puesto más de bulto la necesidad de la integración que eso: es la respuesta a una necesidad; a una necesidad urgente. La reciente crisis económica y las dificultades que nuestros países tienen para resolver aisladamente los graves problemas que confrontan. Dos cuestiones cuya tremenda importancia se han hecho sentir más recientemente, la de la deuda, y la del narcotráfico, son nuevos argumentos para la integración. Y la revolución tecnológica, como se señaló en el simposio, ha aumentado la brecha entre el mundo desarrollado y el mundo en vías de desarrollo: el cambio tecnológico está ayudando a deteriorar nuestras exportaciones, como lo dijo el secretario general de la CEPAL, doctor Eduardo Gana, en el simposio.
La reciente Encíclica «Sollicitudo rei socialis» del Sumo Pontífice Juan Pablo II, una de las novedades que contiene es una importante definición –como hasta donde yo sepa no ha existido en documentos similares– en torno a la integración regional. Vale la pena transcribir íntegro el número 45 de la Encíclica, por el valor que hay que reconocerle a la palabra pontificia. Dice así:
«45. Cuanto se ha dicho no se podrá realizar sin la colaboración de todos, especialmente de la comunidad internacional, en el marco de una solidaridad que abarque a todos, empezando por los más marginales. Pero las mismas naciones en vías de desarrollo tienen el deber de practicar la solidaridad entre sí y con los países más marginados del mundo.
Es de desear, por ejemplo, que naciones de una misma área geográfica establezcan formas de cooperación que las hagan menos dependientes de productores más poderosos; que abran sus fronteras a los productos de esa zona; que examinen la eventual complementariedad de sus productos; que se asocien para la dotación de servicios, que cada una por separado no sería capaz de proveer; que extiendan esa cooperación al sector monetario y financiero.
La interdependencia es ya una realidad en muchos de esos países. Reconocerla, de manera que sea más activa, representa una alternativa a la excesiva dependencia de países más ricos y poderosos, en el orden mismo del desarrollo deseado, sin oponerse a nadie, sino descubriendo y valorizando al máximo las propias responsabilidades. Los países en vías de desarrollo de una misma área geográfica, sobre todo los comprendidos en la zona «Sur» pueden y deben constituir –como ya se comienza a hacer con resultados prometedores– nuevas organizaciones regionales inspiradas en criterios de igualdad, libertad y participación en el concierto de las naciones.
La solidaridad universal requiere, como condición indispensable, su autonomía y libre disponibilidad, incluso dentro de asociaciones como las indicadas. Pero, al mismo tiempo, requiere disponibilidad para aceptar los sacrificios necesarios por el bien de la comunidad mundial».
Yo he sostenido que a la integración regional hay que ir por la vía de la integración sub-regional, para que los acuerdos se realicen dentro de un mayor equilibrio. Ignorarlo fue, probablemente, uno de los factores para que la ALALC no hubiera alcanzado los resultados apetecidos. Pero debemos tener siempre presente que la integración no es un fin en sí, sino un instrumento para el desarrollo (económico, social, político, cultural), para afirmación de la independencia y para penetrar con mayor entidad en el mundo de las relaciones internacionales. Sin integración sería difícil aminorar la brecha que nos separa de los países poderosos y ricos, y quizás ni siquiera contenerla en su dimensión actual.
En el análisis del Protocolo de Quito hubo, inevitablemente, críticas. Siempre hay quienes lo consideran tímido –y hasta cierto punto un retroceso– y quienes consideran peligroso cualquier compromiso, porque los motiva más el inmediatismo de las situaciones que las posibilidades y metas a mediano y largo plazo. Hubo quien expresara el temor de que la flexibilidad abriera la puerta para el incumplimiento de los compromisos; pero, como lo dijera el embajador Pedro Luis Echeverría, representante de Venezuela en la Junta del Acuerdo de Cartagena, cuando hay voluntad, la flexibilidad no es obstáculo para cumplir, y si no la hay, los hechos demuestran que se incumplen las normas a pesar de la rigidez que se les imprima.
De lo que se habló en forma extensa y autorizada es de la falta de voluntad política que han tenido los Gobiernos, en general, durante los dieciocho años transcurridos desde la firma en Cartagena del Acuerdo de Integración Sub-Regional. Más aún, las políticas internas de los diferentes Estados en materia económica, con frecuencia no se han orientado en la dirección de facilitar el cumplimiento futuro de los acuerdos, sino en la de resolver situaciones inmediatas aunque con ello se pongan piedras en el camino integracionista.
La culpa, pienso yo, no hay que echarla exclusivamente a los gobiernos, que posiblemente están convencidos de que la integración es necesaria. Lo que ocurre es que se ven acorralados por algunos intereses cuya presión no está compensada del otro lado por una firme actitud de la opinión pública. Esta deberían promoverla los partidos políticos, pero estos mismos –sobre todo en tiempo de elecciones– consideran que los que se oponen tienen recursos para colaborar en las campañas, mientras que los convencidos de la integración no aportan dinero ni votos en medida de significación para el proceso electoral.
El Parlamento Andino constituye un factor importante para mover la opinión general y su influjo puede ser cada vez mayor en el ánimo colectivo. Los educadores deben forjar en el espíritu de las nuevas generaciones la conciencia de lo que la integración representa, dentro del concepto expresado por Bolívar en su carta a O’Higgins, de constituir «una Nación de Repúblicas», es decir, una sola nación, pero integrada por Estados que se gobiernan soberanamente. Pero el esfuerzo de concientización de los pueblos es indispensable y perentorio.
En el simposio se trató con atención y respeto el papel del sector privado en el proceso de integración (el sector privado, por supuesto, tanto empresarial como laboral). Al fin y al cabo, se trata de quiénes serán los protagonistas del proceso. El Protocolo de Quito crea un Consejo Andino Laboral; podría considerarse que se necesita, pero es un buen signo para llevar las cosas adonde deben ir. Un hecho circunstancial, pero que me atreví a destacar como interesante fue el que el simposio de La Paz se celebrara en la sede de la Cámara Nacional de Comercio de Bolivia.
Alguien dijo, en el curso de las reuniones, que una iniciativa similar a la de Bolivia debió tomarse por los otros cuatro países del área. Aunque ya hayan ratificado el Protocolo de Quito, no sería demasiado tarde para hacerlo, para darle oxígeno al «relanzamiento». Se podría pensar que la circunstancia de estar algunos de ellos en plena campaña electoral podría ser inconveniente. Sin embargo, tal vez éste sería uno de los temas que contribuirían a darle altura a la campaña. Después de todo, ayudaría a divulgar nociones que el pueblo entero debe conocer y contraer compromisos que el pueblo debe reclamar. Porque en temas como el planteado, para contar con una firme voluntad política en su favor hay que apoyarse en la voluntad del pueblo. La democracia es gobierno del pueblo, y la noble idea de la integración no puede confinarse a los equipos de altos dirigentes y de expertos economistas. Los pueblos deben tomar plena conciencia de su necesidad y de su significación. Sin ese apoyo, se correría el riesgo de que todo quedara en el aire.