El encuentro

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 12 de octubre de 1988.

A medida que se acerca el 12 de octubre de 1992 aumentan las consideraciones, las reflexiones, las discusiones sobre la significación que tuvo la llegada de Cristóbal Colón con un puñado de europeos a las costas de Guanahaní, una isla cualquiera encontrada al azar después de atravesar el Atlántico.

Estoy entre quienes no ponen reparo al uso de la expresión «el Encuentro», en vez de Descubrimiento, para designar aquel acontecimiento. Se aspira con ella a potenciar lo que era nuestro continente cuando Colón llegó: un mundo que no era tierra yerma ni lo formaban soledades deshabitadas, sino que tenía una población importante y culturas de innegable contenido, algunas de ellas con instituciones sociales que han dado mucho que pensar a los historiadores, a los sociólogos y a los antropólogos.

Pero también estoy entre quienes no comparten el sentido peyorativo que se atribuye a la expresión tradicional «el Descubrimiento». ¿Por qué no usarla? Fuimos descubiertos –¿fuimos? ¿Nosotros? ¿Nuestros antepasados? ¿O más bien nuestros territorios?– por quienes traían la personería de una civilización en la que hechos y culturas milenarias habían acumulado todo lo que el hombre había sido capaz de hacer hasta entonces, no sólo en Europa, sino en Asia y África y hasta en Oceanía, adonde habían llegado el budismo y el islamismo varios siglos antes de que las tres carabelas navegaran en aguas del Caribe.

Es un imposible pretender que los dos platillos de la balanza se encontraban en perfecto equilibrio. Ello es incierto, desde cualquier punto de vista. Reconocer que el ser humano había ido formando al otro lado del Océano Atlántico un caudal de conocimientos, de investigaciones, de realizaciones materiales y espirituales incomparables con el de este lado, no es sino admitir la más patente realidad.

Cuando Colón hizo su primer viaje, ya Cristo había partido en dos la historia, quince siglos atrás; Mahoma había realizado su Hégira casi quinientos años antes y sus adeptos habían conquistado el Norte de África, España, varios países del Mar Negro, Persia y el Oriente hasta Indonesia. Sidarta Gautama y Confucio habían lanzado sus mensajes con dos mil años de anticipación al encuentro del Viejo y Nuevo Mundo. Egipto y Caldea habían alcanzado precisiones increíbles en la arquitectura y en la astronomía.

La filosofía griega había abierto caminos eternos para el conocimiento del hombre y de la sociedad, el arte griego había logrado captar en forma insuperable la belleza. El pueblo romano no sólo había dominado militarmente los territorios de Europa y África, y se había proyectado hacia el Este siguiendo las rutas de Alejandro Magno, sino también había formulado preceptos jurídicos y elaborado conceptos doctrinales que servirían de inspiración por mucho tiempo a los legisladores y juristas de los más variados países.

Ese mundo cargado de arte, de sabiduría y de acontecimientos históricos era el resultado del encuentro de variadas etnias, de la mezcla de muy diversos contingentes humanos, lograda algunas veces por el intercambio pacífico que el espíritu mercantil favorecía, pero muchas otras por los choques de la violencia y por las imposiciones asentadas en la fuerza; ya que no hay ninguna nación que no tenga en sus antecedentes esos enfrentamientos, esas colusiones impulsadas por el anhelo de conocer lo desconocido, el espíritu de conquista y el ansia de poder.

Que esto se haya presentado también en nuestro continente después de la madrugada del 12 de octubre de 1492, justifica veredictos adversos, pero era congruente con la naturaleza humana y con prácticas reiteradas por miles de años en la vida de la humanidad. Al fin y al cabo, el encuentro tenía que realizarse, más tarde o más temprano: el coraje y la intuición de Colón no lo dejaron demorarse más. Su mérito estuvo, no sólo en llegar acá, sino en volver allá. Siempre he pensado que la afirmación de que otros europeos o asiáticos estuvieran antes que Colón en América no menoscaba en absoluto la significación de su hazaña: si es que en verdad vinieron primero los vikingos o los polinesios, lo cierto es que no lograron establecer la comunicación entre los mundos: el verdadero día del «descubrimiento» fue, por tanto, aquel en que en medio de retoques de campanas volvió el navegante a La Rábida; más aún, el día en que dio cuenta formalmente en Barcelona a los Reyes Católicos de la existencia de ese Nuevo Mundo, del que llevaba pruebas documentales y cuyo acceso quedó desde entonces abierto para siempre.

«Tierra de Gracia» fue uno de los calificativos que mereció a la pupila inquisidora de los europeos la realidad que habían encontrado cuando venciendo la superstición superaron en frágiles cascos de nuez las corrientes atlánticas. Muchos venían movidos por la codicia y cometieron horribles hechos de barbarie contra los sorprendidos indígenas. Pero vinieron también muchos con el noble deseo de predicar la religión del amor, y los anales de la conquista recogieron los nombres de verdaderos apóstoles que asumieron decididamente la defensa de las personas y los derechos humanos de los pobladores que habían llegado a América antes que los europeos y ocupaban estos territorios.

Es sorprendente pensar que en aquella poderosa España se discutiera y enseñara en Salamanca por Fray Francisco de Vitoria la responsabilidad moral de los descubridores y conquistadores frente al derecho natural de los pobladores de América. Las «Reelecciones de Indias» constituyen un monumento de mayor significación que las impresionantes moles de piedra levantadas a un lado y otro del mar que bañaba aquel imperio en cuyos dominios no se ponía el sol.

En tres siglos se cumplió una portentosa labor: se fundaron ciudades, se organizaron reinos y provincias –que no colonias– se implantó una economía de exportación, se crearon universidades que aún hoy son lustre de nuestra Iberoamérica; y se nos dio a los hispanoamericanos el capital invalorable del idioma, vínculo indestructible de nuestra hermandad y factor robusto de nuestra identidad nacional.

Las Leyes de Indias han sido reconocidas como un antecedente notable del Derecho Social. Los juicios de residencia causan admiración en estos tiempos en que la corrupción administrativa campea, planteando en el Derecho Público de nuestro tiempo, graves interrogantes. La conquista trajo consigo, admitámoslo, la horrible lacra de la esclavitud, culpa común de la civilización occidental en aquel tiempo, pero se ha reconocido que los españoles no participaron en la trata de esclavos, y sus hábitos para con los que tenían fueron más humanos que los de otros países coloniales, sin que esto signifique negar los graves defectos y las absurdas concepciones que inspiraban ese régimen antinatural.

Frecuentemente escucho, con el respeto que un hombre libre tiene para todas las ideas, usar la denominación que algunos latinoamericanos que tienen un juicio adverso sobre el Descubrimiento se atribuyen, al llamarse los «no descubiertos». Rigurosamente hablando, el término es correcto. Nosotros y ellos no fuimos «descubiertos», sino más bien somos «descubridores». El porcentaje de sangre indígena que llevamos en la sangre es dominado por el de la proveniente de otros continentes: europeo, africano o asiático. Sólo podrían jactarse de haber sido «descubiertos» los que posean ciento por ciento de ancestro indígena. Pero, de no haber sido por el Descubrimiento (o por el Encuentro) ocurrido hace quinientos años, no habrían podido los contestatarios venir a sembrarse en esta tierra maravillosa y a darnos el derecho de proclamarnos integralmente americanos.

En todo caso, la historia fue tal como sucedió y no de otra manera. Al entrar en contacto nuestro Continente con el mundo poderoso y rico de allende el Atlántico, tenían que prevalecer los modos y vivencias de éste. No es posible ignorar los hechos. Colón, cuyo nombre debía llevar y no el de América el hemisferio occidental, fue, y no por azar, el iniciador del intercambio. Lo apoyó una mujer excepcional llamada Isabel, cuya figura nadie puede ignorar. Y lo defendió, trescientos años después, nada menos que Simón Bolívar. Su admiración por el Almirante fue tal, que ya que no pudo recobrar para él el nombre del Continente, bautizó Colombia a la más hermosa de sus creaciones políticas, al más ambicioso de sus sueños. Muerto Bolívar disuelta Colombia, nuestros hermanos neogranadinos entendieron bien su pensamiento y ese gentilicio lo supieron rescatar para ellos.