Rafael Urdaneta por Martín Tovar y Tovar – Colección del Palacio Federal Legislativo.

La mala suerte de Urdaneta

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 25 de octubre de 1988.

El 24 de octubre de 1988 se ha conmemorado en Venezuela el segundo centenario del nacimiento de uno de los más brillantes próceres de nuestra Independencia, el general en jefe Rafael Urdaneta. Esta fecha ha servido para despertar interés por un mayor conocimiento de esa figura extraordinaria, que en sus cincuenta y siete años de vida supo dar testimonio de valor, de probidad, de constancia y, sobre todo, de lealtad. La lealtad no fue para él una palabra hueca sino un modo de vida. Sacrificó mucho para ser leal a su patria, a los ideales de la Emancipación y a su protagonista y forjador, Simón Bolívar. Se puso al lado de Bolívar desde 1813 y no le falló nunca. En las horas difíciles, Urdaneta estuvo con él. Y sobre todo, cuando se desarrollaba el dramático desenlace de la existencia del Libertador asumió las mayores responsabilidades, que muchos eludían, y enfrentó la trama diabólica que la ambición, el espíritu de intriga, la concepción errada del proyecto político, o la visión aldeana y mezquina, tendían en torno al Padre de la Patria para arruinar su más grandiosa concepción, la Gran Colombia.

No se puede negar que en el proceso de su formación, Urdaneta estuvo mejor preparado que otros próceres para entender la idea bolivariana. Nació y se crio en Maracaibo, se educó en Bogotá y estuvo en Caracas suficiente tiempo como para empaparse en la realidad de su propio país. Se casó con una bella muchacha bogotana; fueron ejemplo de armonía conyugal y le dieron a la sociedad once hijos. «No dejo sino una viuda y once hijos en la mayor pobreza», afirmó cuando le insinuaron que dictara su testamento. Por las venas de esos hijos corría sangre del Zulia y de Cundinamarca.

Santander nunca vivió en Caracas. Páez nunca vivió en Bogotá. Esa circunstancia, sin duda, contribuyó a facilitar la separación de los pueblos que ambos representaban.

Pero, además de lo que le significó su formación, Urdaneta se dio cuenta –otros no se dieron de que la concepción bolivariana respondía a la necesidad de forjar un futuro de amplia dimensión y perspectivas, y de que era su creador el único que en verdad podía consolidar la gran República que soñaban. De ahí la posición que adoptó Urdaneta, en los días amargos de 1830 llamando al Libertador y asumiendo la situación en la esperanza de que volviera a dirigirla aquel en cuyo nombre actuaba y que constituía la única perspectiva auspiciosa para nuestros pueblos.

Dentro de lo que se ha escrito en torno a la figura de Urdaneta está la referencia a su mala fortuna. Luchó como ninguno en la guerra, y no le tocó en suerte comandar ninguna de las acciones más resaltantes de la campaña libertadora. Se da por seguro que Bolívar lo quería en Carabobo; y si hubiera podido concurrir a la gran cita histórica del 24 de junio de 1821, no habría sido posiblemente Páez sino Urdaneta el que hubiera quedado responsable de la situación militar de Venezuela. Serios trastornos de salud se lo impidieron, y Bolívar, que tanto lo apreciaba, le ordenó dar prioridad a lograr su restablecimiento y lo autorizó para tomar de los fondos públicos lo que fuera necesario para su curación. Y como había ascendido a Páez a General en Jefe en el propio campo de batalla, no esperó nada para pedir al Congreso igual ascenso para el maracaibero. No había transcurrido un mes, y ya ese otro general en jefe treintañero ocupaba ese rango, el más alto en el escalafón militar.

No pudo tampoco acompañar Urdaneta a Bolívar a la liberación de los países del Sur. La mala suerte lo maltrató de nuevo y en la peor forma el año 30, cuando encontrándose comprometido con la tremenda responsabilidad en la antigua capital virreinal, le llegó la desgarradora noticia de la muerte del Libertador, que se había convertido prematuramente en un anciano, cuando apenas tenía la edad de 47 años.

Fue dura la reacción que se desencadenó sobre Urdaneta a raíz de la desaparición del creador de Colombia. En la Nueva Granada soplaban vientos de fronda, los mismos que habían llevado a un grupo de exaltados a planear el atentado del 25 de septiembre en 1828. En Venezuela no se escuchaba otra voz que la que manchaba el rostro de la patria despotricando contra el más grande de los venezolanos. Tuvo que irse el general Urdaneta a Curazao a ganar la vida como pudiera para sostener su familia; y cuando ya se le permitió volver a nuestro territorio, hubo de refugiarse en faenas del agro hasta que las dificultades existentes y la elevada significación de su figura hicieron que se le llamara a ocupar posiciones destacas, siempre enredadas en situaciones difíciles.

Cuando ya parecía pasada la tempestad, cuando se oteaban horizontes más claros, cuando empezaba a producir sus frutos el empeño de la reconstrucción, la muerte de Urdaneta se presentó como una verdadera catástrofe nacional.  Los historiadores están de acuerdo en que había un consenso bastante claro para que fuera el próximo Presidente de la República. Y aunque en rigor de la historiografía, la afirmación de los hechos llega hasta allí y no autoriza a intentar conjeturas, son muchos los que –sin asumir papel de historiadores pero interpretando el análisis de lo que sucedió después consideran que la historia de Venezuela habría sido distinta si Urdaneta le hubiera hecho caso al médico que en Londres le indicó operarse de inmediato, lo que no hizo por considerar que su deber le imponía no demorar el cumplimiento de la misión que el Gobierno Nacional le había confiado y que iba a realizar en España.

No ha escaseado, sin embargo, el comentario de que la «mala suerte» de Urdaneta fue, en verdad, mala suerte de Venezuela. Posiblemente, si hubiera participado en la acción decisiva de Carabobo, habría sido él y no Páez el que hubiera encabezado la política de nuestro país, y no es aventurado pensar que las cosas habrían ocurrido en otra forma y se habría podido encauzar de distinta manera las caudalosas corrientes que condujeron a la terminación de la experiencia gran colombiana que Bolívar había logrado mantener por un decenio. Y si esto no pudo ser así, menos arriesgado aún es suponer que si la muerte no le hubiera impedido ser Presidente de la República en 1846 en lugar del general Monagas, no habría habido fusilamiento del Congreso, no se hubiera intentado establecer una sucesión dinástica; los hechos tal vez habrían corrido por diferente cauce y no habría llegado la hora fatal de la guerra larga que produjo el cambio pero a través de la violencia, de la sangre y de la destrucción, cerrando por muchos años el paso a la convivencia democrática y a la dinámica pacífica llamada a enrumbar constructivamente el acontecer nacional.

Son suposiciones, sin duda. Pero nadie puede dejar de sentir el dolor que produce ver cómo lo inesperado se interpuso en los mejores momentos del destino de un ser excepcional. Ha sido tradicional en Venezuela una especie de sentimiento de frustración, que brillantes escritores compararon con el mito de Sísifo. Al rememorar la vida de Rafael Urdaneta, ese sentimiento no puede menos de renovarse.

Tal sentir se enlaza con el temor frecuentemente expresado, de que el esfuerzo hecho en los últimos treinta años y todos los beneficios que la Providencia le ha dado a nuestro pueblo puedan encallar de nuevo en el puerto de las decepciones. Ojalá que la invocación de compatriotas del temple de Urdaneta reactiven el propósito de salvar obstáculos, aclarar caminos, fortalecer esfuerzos. Ese sería el mejor homenaje que se rindiera a él y a aquellos varones ilustres que nos legaron una patria, no para que la disfrutáramos y la deterioráramos, sino para que la sirviéramos, para que la dignificáramos, para que la hiciéramos ejemplo de superación y de grandeza.