Parlamentarismo y Presidencialismo

Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 5 de octubre de 1988.

Madrid, la acogedora capital de España, fue sede el mes pasado de diversos eventos internacionales entre los cuales me quiero referir al IV Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, cuyas deliberaciones giraron en torno a dos temas fundamentales: Presidencialismo y Parlamentarismo, por una parte, y Federalismo y Descentralización Política, por la otra.

Todos los países de América Latina se ocupan actualmente de analizar, en sus respectivas áreas, ambos temas. España también. Y el interés existente en torno a ellos se evidenció con la presentación al Congreso de más de setenta ponencias.

El debate sobre presidencialismo y parlamentarismo derivó inevitablemente hacia una serie de consideraciones sobre lo que la influencia de jefes, caudillos y dictadores han representado históricamente y en la actualidad, así como sobre la importancia de la institución parlamentaria, la disminución del prestigio e influencia del Parlamento, la necesidad de preservarlo y fortalecerlo y la importancia que debe darse a su papel dentro de las instituciones democráticas.

Era fácil observar, en el desarrollo de las ponencias, de las comunicaciones y de las intervenciones, un hecho real; mientras los países de régimen presidencial tienden a darle cada vez mayores funciones al Parlamento, el cual asume una injerencia progresiva en la marcha de la administración, los países de régimen parlamentario tienden a fortalecer cada vez más la cabeza del gobierno, hasta el punto de que hubo quienes afirmaron que en países como la Gran Bretaña de la señora Thatcher y la España de Felipe González, el régimen existente ha dejado de ser realmente parlamentario para tomar características de régimen presidencial.

A mi modo de ver, aun cuando se califiquen de «presidencialistas» aquellos gobiernos europeos donde la autoridad del Presidente o de la Primera Ministra, por razones circunstanciales, se hacen progresivamente más ostensibles, la diferencia esencial entre uno y otro sistema, reside en la designación formal de los ministros, que en uno y otro componen el Gobierno.

Los ministros, en el régimen presidencial son escogidos y nombrados por el Presidente y responden ante él, aunque tienen que refrendar todos los actos del Jefe de Gobierno. En el régimen parlamentario, los ministros son elegidos por el Parlamento aunque los presenta el Primer Ministro o Presidente y, en la generalidad de los países que tienen este sistema, deben ser necesariamente miembros del cuerpo.

Si esta es la distinción fundamental, lo cierto es que en uno y otro caso hay concesiones, que llegan a ser muy grandes, al otro sistema. El presidencialismo admite una participación importante del órgano parlamentario en la gestión política y administrativa. En algunos países, el Senado debe aprobar los nombramientos de embajadores y otros altos funcionarios, incluidos a veces los propios ministros. Los ascensos en las Fuerzas Armadas, a partir de cierto nivel, están incluidos en esta condición. La Cámara popular tiene el derecho de censurar a los ministros: en algunas constituciones basta la mayoría para aprobar una moción de censura que acarrea la remoción del ministro; en Venezuela, convencidos de que en otros países hermanos el abuso de esta atribución produjo resultados inconvenientes, se estableció la necesidad de un voto calificado (las dos terceras partes) para que produzca tal efecto: de hecho, se necesita la concurrencia de más de un partido para lograrlo. En los Estados Unidos y algunos países latinoamericanos, el vicepresidente de la República preside al Senado, aun cuando esta atribución no suele ejercitarla sino circunstancialmente, siendo de hecho un Presidente pro tempore el que dirige las sesiones.

Son muchas las responsabilidades de las Cámaras Legislativas en los países de régimen presidencial. En Venezuela, al elaborar la Constitución vigente se buscó mantener la tradición presidencial, consagrando al Jefe de Estado como Jefe de Gobierno, pero al mismo tiempo se trató de fortalecer el papel del Congreso dándole más atribuciones en materia política (interpelaciones e investigaciones) y financiera (presupuesto y crédito público).

En los países europeos que viven el régimen paradójicamente denominado «monarquía democrática» se entiende que, siendo el rey o la reina jefe de Estado, se ponga la jefatura del gobierno en las manos que designe el pueblo a través del Parlamento. De hecho, el que se escoja uno u otro régimen depende más de circunstancias históricas que de decisiones adoptadas a través de una deliberación académica.

En América Latina el régimen parlamentario ha sido una excepción. Que recordemos, se estableció en Brasil como una condición para que el vicepresidente Goulart asumiera la presidencia cuando renunció Janios Quadros. Poco duró, pues al sentirse suficientemente asentado en el poder, el Presidente promovió la vuelta al sistema anterior. En el reciente debate constitucional se discutió mucho el tema. El eminente economista Helio Jaguaribe se pronunció por el régimen parlamentario alegando que él permitiría satisfacer a la vez la necesidad de estabilidad (confianza al Jefe de Estado) y de cambio (asignada al Jefe de Gobierno), pero en definitiva privó el presidencialismo, apoyado por el presidente Sarney y, se dice, avalado por la inclinación de las Fuerzas Armadas.

Un aspecto de indispensable consideración para que prevalezca uno u otro sistema debería ser el régimen electoral. La representación proporcional y el régimen parlamentario son separadamente cosas buenas, pero no parecen funcionar en forma ideal cuando se unen. El parlamentarismo clásico, el inglés, es un régimen de mayoría y minoría. El presidencialismo tradicional, en los países latinoamericanos, funciona bien con representación proporcional. Somos fervorosos adictos de este sistema electoral porque asegura el pluralismo que le da participación a los más variados sectores en la vida institucional. Pero él tiende a impedir que haya la estabilidad de las mayorías absolutas, las cuales sólo circunstancialmente se dan y en forma transitoria.

En la República Federal Alemana, la minoría liberal (FDP) es la que viene en definitiva a decidir si gobiernan los democristianos o los socialistas y su decisión supone un alto precio de participación en el Gobierno, muy por encima de su caudal electoral. En Italia hay un gobierno de «cuatri-partido», que implica grandes dificultades para desarrollar un programa coherente. Su funcionamiento es un verdadero milagro; requiere toda la sabiduría de los italianos que son un ejemplo difícil de imitar. De Gásperi trató de corregir la situación mediante una ley que atribuía mayoría absoluta al partido que obtuviera un 40% de votación popular. Comprometió todo su capital político en este proyecto que la oposición denominó «legge truffa» o «ley estafa» y esto le costó no alcanzar en las elecciones siguientes el ansiado 40%. Después, se ha ido de negociación en negociación para formar gobiernos que en general tienen una duración efímera aunque se mantiene cierta continuidad administrativa.

Mixtos son en general, todos los sistemas. La IV República de De Gaulle adoptó la elección popular y directa del Presidente de la República y le asignó importantes funciones; pero no llegó a eliminar el sistema parlamentario a que ha sido Francia tan adicta. Como consecuencia se ha tenido un régimen de «cohabitación», y en determinados momentos ha habido abierta contraposición entre el Jefe de Estado y el Jefe de Gobierno.

El tema se presta para largas reflexiones. El licenciado Jorge Carpizo, rector de la Universidad Autónoma de México y presidente de la Asociación Iberoamericana de Derecho Constitucional alertó sobre una ofensiva desbocada contra los presidentes latinoamericanos que han estado frecuentemente «acosados» por una oposición intemperante. Quizás la observación podría extenderse, pues los jefes de gobiernos parlamentarios no han estado libres del acoso; en todo caso, la validez de la advertencia tiene un fondo indiscutible, por las derivaciones que una posición académica intemperante podría tener sobre la realidad.