Las incómodas vicepresidencias
Columna de Rafael Caldera «Panorama», escrita para ALA y publicada en El Universal, del 7 de septiembre de 1988.
La campaña electoral en los Estados Unidos ha puesto de relieve, no es la primera vez, lo incómodo que resulta la institución de la Vicepresidencia, cuyos inconvenientes son en definitiva mayores que los beneficios que se le podrían suponer. El candidato a la Presidencia tiene como su primer problema escoger un compañero de fórmula, que por lo general no representa exactamente lo que él debe representar y lo que los electores le atribuyen. Es una especie de complemento, que a veces tiene una posición muy diferente de la del candidato presidencial, lo que obliga a pensar que, si el Presidente desaparece, el país va a ser gobernado en forma que no es exactamente lo que el pueblo quiso.
Cuando el candidato Dukakis hizo su selección, escogió a un hombre que tiene una línea política muy diferente a la suya en asuntos de importancia. Y cuando le tocó el turno al candidato Bush se ha encontrado con que el debate lo buscan trasladar sus adversarios a determinadas fallas que atribuyen a su compañero de «ticket». Hace cuatro años, al candidato Mondale le crearon problemas los ataques al esposo de su compañera de plancha, Geraldine Ferraro.
Cuando Roosevelt murió, nadie sabía cómo iba a resultar Truman en la Presidencia. El hombre respondió, para sorpresa general. Nixon tuvo dos vicepresidentes: del primero, Spiro Agnew, el desenlace fue fatal. Tuvo que renunciar y fue a prisión. A Ford lo escogió con la idea de que lo podría suceder; muchos se preguntaron por qué no se había decidido por Nelson Rockefeller, que tenía buen chance de ganar la subsiguiente elección. Ni por un momento se me ha ocurrido suponer que el vicepresidente Johnson tuviera nada que ver con el asesinato del presidente Kennedy, pero es indudable que los criminales tomaron en cuenta quién lo iba a suceder, al calcular el desarrollo posterior de los acontecimientos.
También es indiscutible que en la arriesgada maniobra política de Janio Quadros en Brasil al renunciar la Presidencia tomó en cuenta que el vicepresidente era Goulart y que el Congreso y los militares difícilmente lo aceptarían; pero se reformó la Constitución para establecer el sistema parlamentario, se realizó la asunción del vicepresidente, y cuando éste se sintió fuerte, volvió el presidencialismo; y finalmente, cometió errores que impulsaron el golpe militar, con lo que se abrió en aquel gran país una etapa difícil que todavía preocupa a los latinoamericanos.
En Panamá, cuando asesinaron al presidente Remón, asumió el vicepresidente Guizado; pero la Asamblea lo destituyó imputándole complicidad en el crimen (cuyo supuesto autor fue en definitiva absuelto por los tribunales). Cuando el presidente de Brasil Da Costa e Silva falleció, los militares no permitieron que asumiera el poder el brillante vicepresidente Aleixo, sino que impusieron una solución de facto. En Argentina, ha habido muchas historias vicepresidenciales: una de ellas fue la de que Frondizi le imputó a su vicepresidente ser conspirador y lo conminó a renunciar. En Bolivia, el vicepresidente Barrientos derrocó al presidente Paz Estenssoro; y cuando, legalizada su presidencia, sucumbió en un accidente aéreo, el vicepresidente Luis Adolfo Siles Salinas tomó posesión, pero fue al poco tiempo derribado por otro golpe militar. El general Perón se vio lleno de perplejidad para escoger un vicepresidente y terminó designando a su esposa, una señora sin condiciones para la difícil tarea que le correspondía: habría sido para Argentina mucho más feliz el que al morir el Presidente se hubiera elegido un sucesor, bien por elección directa del pueblo, bien por el Congreso, o bien por un cuerpo electoral como el que existe, por ejemplo, en la República Federal Alemana.
Muchos ejemplos más podrían mencionarse. Cuando murió recién electo el presidente de Brasil Tancredo Neves, le tocó el gobierno al vicepresidente Sarney, que era de otro partido y había sido puesto de compañero para equilibrar; el que haya resultado un político hábil ha sido una fortuna, pero no era lo que se esperaba.
En Ecuador, la infortunada desaparición de Jaime Roldós llevó a la Presidencia a su socio minoritario Oswaldo Hurtado, pero hubo suerte en que resultara eficiente. Otro vicepresidente anterior, Arosemena, fue instrumento para el derrocamiento de Velasco Ibarra, y a la postre lo derrocaron a él también. En estos días se ha informado que Filipinas, un país con tantos problemas, tiene uno nuevo de no poca trascendencia: el vicepresidente Laurel se ha erigido en jefe de la oposición a la presidenta Aquino, y no se ha limitado a criticarla, sino le pide que renuncie.
En Venezuela, el asunto ha tenido una historia singular en el presente siglo. El general Gómez era ya en 1900 vicepresidente del general Castro. Cuando éste viajó a Europa a operarse, se hizo dueño absoluto del poder y don Cipriano murió en el exilio. En 1922, al reasumir la Presidencia, hizo elegir como primer vicepresidente de la República a su hermano el general Juan C. Gómez («Don Juancho») y como segundo vicepresidente a su hijo, el general José Vicente Gómez. Para reforzarlos en sus posiciones, confió a su hermano la Gobernación del Distrito Federal y nombró a su hijo Inspector General del Ejército. Poco tiempo después, don Juancho apareció cosido a puñaladas en su dormitorio del Palacio de Miraflores. Se reformó la Constitución para que hubiera un solo vicepresidente (el hijo, por supuesto). Cuando éste cayó en desgracia, lo dio de baja en el Ejército y lo envió al exterior, de dónde regresó al cementerio; y se produjo una nueva reforma constitucional que eliminó la vicepresidencia. En caso de falta absoluta del jefe del Estado, el Gabinete escogería a uno de los ministros para encargarse provisionalmente y éste convocaría al Congreso para que llenara en forma definitiva la vacante por el resto del período constitucional. De hecho, el Consejo de Ministros en diciembre de 1935 designó encargado al general López Contreras, ministro de Guerra y Marina y el Congreso lo eligió por el resto del período, esto es, desde el 31 de diciembre hasta el 19 de abril siguiente.
Hubo consenso unánime en que para asegurar la transición hacia un régimen democrático se debía mantener en la Presidencia a López Contreras por el próximo período constitucional; pero algunos políticos muy distinguidos, algunos de ellos generales prestigiosos de las antiguas guerras civiles, dieron por sentado que se restablecerían las vicepresidencias y comenzaron a hacerse propaganda para ocuparlas. Confieso que el hecho alarmó; y animado por el clima que había, siendo apenas un muchacho me atreví a escribir un artículo que publicó El Universal, en su primera plana, denunciando la inconveniencia del propósito de volver a establecer las vicepresidencias, porque a mi juicio traerían más dificultades que ventajas. No pretendo que mi artículo haya sido la puntilla; pero el presidente López Contreras lo comentó, y lo comentaron los dirigentes de la política; lo cierto es que al reformarse la Constitución, nadie osó proponer el restablecimiento de una institución que estaba muerta y bien muerta.
Las Constituciones posteriores y concretamente las de 1947 y 1961, mantuvieron la eliminación. La falta absoluta del Presidente, en la del 47, la cubriría una elección popular si ocurriría en la primera mitad del período y el Congreso sin en la segunda mitad. En la del 61, el doctor Uslar Pietri nos convenció de que era preferible darle de una vez la atribución al Congreso, a menos que la falta absoluta ocurriera antes de la toma de posesión; porque el Congreso seguramente reflejaría la tendencia de la opinión nacional. Así se resolvió; sólo que no se aclaró si la elección sería por mayoría relativa (como cuando se hace la elección popular) o por mayoría absoluta de los presentes (como es la regla general en el Parlamento) o por mayoría absoluta de los miembros del Congreso. En cuanto al encargado, mientras se hace la elección, se señaló al presidente del Congreso (presidente del Senado), en su defecto al vicepresidente del Congreso (presidente de la Cámara de Diputados) y en su defecto al presidente de la Corte Suprema de Justicia.
Corporaciones del sector privado en épocas recientes han dado a sus vicepresidentes un papel diferente. Son ejecutivos que tienen determinadas funciones y no suplen al Presidente cuando ocurre falta absoluta. En el sector público, los Estados Unidos y otros países que lo imitan, hacen del vicepresidente exoficio, presidente del Senado, pero esta función la ejerce raramente, y quien efectivamente dirige el Senado es un presidente elegido por el cuerpo pro tempore. Representar al Presidente en ceremonias internacionales, lo que ha venido siendo costumbre, podría hacerlo el secretario de Estado u otro funcionario. A veces pareciera que al vicepresidente se lo va asociando a las grandes decisiones, preparándolo para ser candidato a suceder al Presidente. Sin embargo, hasta ahora ha sido difícil a un vicepresidente ganar la elección. Nixon perdió cuando compitió como vicepresidente de Eisenhower; si ganó, fue después. Humphrey habría podido ser un ilustre Presidente, pero concurrió a los comicios como vicepresidente de Johnson y no resultó electo. Mondale, un período después del gobierno de Carter seguía siendo visto como vicepresidente y no ganó. Bush, si gana, sería el primero en tener éxito; la cosa no le ha salido fácil y el presidente Reagan, que se ha revelado sin duda como un líder, ha sentido la necesidad de embarcarse de lleno en la campaña.
Todos los casos que he mencionado –a los que podrían añadirse muchos más– me confirman en la convicción de que hemos hecho bien en Venezuela al decidir liberarnos de la incomodidad de las vicepresidencias.