La privatización
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 19 de abril de 1989.
Hace algunos años, en Europa y en América Latina, era corriente dominante en el campo político y económico la estatización de las empresas. Por lo menos de algunas empresas: los bancos, las redes de comunicación, los sistemas de transporte, especialmente ferroviarios o aéreos, las llamadas industrias básicas pesadas y, de ahí en adelante, muchas otras. Hoy, la corriente más poderosa va en dirección opuesta: privatizar, vale decir, transferir las empresas del sector público al sector privado.
El argumento principal, en la corriente de la estatización, era el del dominio que muchas actividades económicas ejercen sobre la vida de un país, no sólo en la economía, sino en la política y el orden social. Se consideraba que el Estado las maneja con criterio de bien común, en tanto que el sector privado tiene como finalidad principal el beneficio para sus propietarios.
El argumento a favor de la privatización se afinca ahora especialmente en la mala administración que se considera inherente al sector público. La designación de administradores y gerentes por motivos políticos, sin suficientes credenciales, y la administración con el sólo propósito de ganar adeptos, los lleva a transigir, a condescender, a tolerar deficiencias; lo que, además del daño que supone en sí, constituye una carga que se va haciendo insoportable para las propias finanzas gubernamentales. Por si esto fuera poco, la corrupción invade y destruye lo que debió ser sano y útil.
Tengo la convicción de que las posiciones radicales, en una u otra actitud, son exageradas y con frecuencia contrarias a la realidad. Ni es un dogma el que la administración en manos del sector público sea siempre ineficaz, demagógica o corrompida, ni tampoco, desgraciadamente, que el sector privado sea siempre necesariamente competente y honesto.
En diversas ocasiones he mencionado algunos casos, entre los muchos que podría citar, de administración intachable y eficiente en empresas del Estado, que podrían servir de ejemplo para cualquier manejo gerencial. Durante el quinquenio en que tuve el honor de ejercer la Presidencia de la República me fue satisfactorio el que instituciones como el Banco de Desarrollo Agropecuario, la Compañía Venezolana de Navegación y la Siderúrgica del Orinoco, se administraran en forma que no habría podido ser mejor. La última mencionada (SIDOR) tenía sus balances en rojo cuando la recibimos y los entregamos en negro. Empresas mixtas como Venezolana Internacional de Aviación (VIASA), fueron conducidas en forma intachable; institutos como el INCE (Instituto Nacional de Cooperación Educativa) no sólo cumplieron su función de enseñar a los aprendices los más variados oficios necesarios para el desarrollo industrial y agropecuario, sino que en cierto modo fueron una verdadera escuela de buena gestión.
En República Dominicana, el joven ingeniero Caonabo Javier Castillo, encargado por el presidente Joaquín Balaguer de dirigir las empresas de capital estatal, ha logrado sanear los balances de las distintas entidades que le ha tocado coordinar. En otros países podrían señalarse también no pocos ejemplos.
Por otra parte, no es un dogma el que el sector privado sea sin excepción eficiente, ni que esté inmune al morbo de la corrupción. Venezuela ha tenido que gastar crecidas sumas para indemnizar a los ahorristas de instituciones bancarias privadas que fueron administradas ineficiente o incorrectamente, y no han sido raras las actividades privadas que han culminado en estruendosos fracasos, y que han obligado al gobierno a asumirlas para salvar lo que se podía salvar. En Estados Unidos, si el gobierno federal no le hubiera metido la mano con bastante dinero a la empresa automovilística Chrysler, ésta no habría podido recuperarse, ni habría tenido el señor Iaccoca oportunidad de demostrar sus cualidades geniales de administrador.
El servicio telefónico de Venezuela, que se ha indicado por sus deficiencias como uno que podría «privatizarse» lo asumió el Estado bajo la presidencia del general López Contreras porque estaba en pésima situación, por indolencia de los concesionarios ingleses que lo tenían desde muchos años atrás. Aquel mismo gobierno tuvo que «nacionalizar» los ferrocarriles, que se hallaban en deplorable condición, porque los concesionarios (ingleses y alemanes) los habían exprimido sin renovarlos ni adecuarlos a los nuevos tiempos, y la Corporación del Puerto de La Guaira (también en manos inglesas) cuyo aspecto daba vergüenza y presentaba la más desastrosa imagen del primer puerto del país.
Estoy de acuerdo en que el Estado no tiene por qué manejar hoteles o centrales azucareros: los construyó porque no hubo iniciativa privada para establecerlos, pero una vez suplida la necesidad, es lógico que vayan a manos privadas, descargando al gobierno del peso de su administración. En este caso, las agroindustrias deben ir preferentemente a las manos de los productores de la materia prima; los hoteles, a las de quienes están en condiciones de prestar el mejor servicio. Pero entidades que cumplen funciones de alta importancia en lo social y económico, no deberían entregarse todas a manos privadas, cuya orientación propia es el fin de lucro.
El sistema de administración mixta ha dado buenos resultados: la gerencia privada incorpora las técnicas y procedimientos que la ciencia de la administración de empresas y la experiencia de los negocios ofrece, y la presencia del sector público vela por el interés de la comunidad, para evitar que éste sea vulnerado, sobre todo en aquellos casos en que la falta de una verdadera competencia deja las condiciones del intercambio en manos de monopolios u oligopolios que imponen verdaderos contratos de adhesión.
Por otra parte, la transferencia de empresas del sector público al sector privado se presta para que aparezcan tentaciones de corrupción. Los países latinoamericanos no son inmunes a esas tentaciones, pero tampoco son la excepción: en países de Europa han surgido sospechas y debates políticos cuyo resultado definitivo deja mucho que pensar. La transparencia de la transferencia sería indispensable en países como el nuestro, tan golpeados en los últimos años por acusaciones de violaciones a la ética administrativa.
La cuestión no admite soluciones simplistas y reclama procedimientos cristalinos. Violentar el proceso y descuidar los requisitos podría en definitiva producir mayores males que los que se quieren corregir.