La encrucijada
Artículo para ALA, publicado en El Universal, el 11 de enero de 1989.
Al acercarnos a una nueva década que conduce a la apertura del tercer milenio de la Era Cristiana, la América Latina parece hallarse en una encrucijada. En la década anterior, con alegre optimismo, al surgir de nuevo regímenes democráticos sobre el fracaso estruendoso de gobiernos de fuerza, se tuvo la ilusión de que el ejercicio de la libertad, la colocación del poder en manos escogidas por el pueblo, bastarían para enrumbar los destinos hacia un horizonte claro de prosperidad y justicia.
Hoy comienza a apoderarse de los ánimos la convicción de que las democracias nuevamente establecidas o recuperadas arrancándolas de la fuerza son, en general, todas frágiles.
Poco duró, por ejemplo, la sensación de haber asegurado la vida democrática en Haití, el más sufrido de los países del hemisferio. Su Constitución era más un poema que un documento realista; sus dirigentes civiles no tuvieron la visión del consenso que se necesitaba para dar marcha a la recuperación política, y los oficiales de las Fuerzas Armadas que ejercían el control efectivo de la situación no tuvieron suficiente visión y mesura para alentar el desenvolvimiento de un proceso que tenía que ser necesariamente confuso y contradictorio.
Los conflictos en la América Central se prolongan indefinidamente, a pesar de los nobles esfuerzos de países hermanos y de las buenas intenciones de los propios gobiernos para buscarles solución eficaz.
México, que en medio de una democracia sui géneris con acentos de monopartidismo había venido, sin embargo, mostrando una sólida regularidad constitucional, se encuentra hoy en la delicada situación de tener un gobierno al que siguen negándole su legitimidad las dos fuerzas políticas más importantes que compitieron con él en el proceso electoral, las cuales se atribuyen la representación de la mayoría nacional.
Panamá continúa bajo el control de un militar que hasta hace pocos años era desconocido y contra el cual se han formulado graves cargos dentro y fuera de su país, sin que la conciencia democrática de América Latina haya logrado hasta ahora removerlo de la jefatura que mantiene por encima de las propias fórmulas establecidas por el régimen.
En el resto del continente, afloran signos de inquietud. No son anónimas las voces que en Perú han mencionado por su nombre la posibilidad de un golpe de Estado, ya que provienen precisamente de quienes hicieron visible la transferencia del poder de un gobierno de facto a un gobierno constitucional.
En Argentina se generan noticias que reincidentemente nos alarman y que demuestran no haberse logrado todavía encuadrar de manera feliz y armónica a la institución armada dentro de la normalidad democrática. En Uruguay se presenta una discrepancia entre la opinión oficial y la de más de cien mil solicitantes que piden la realización de un referéndum para decidir sobre la derogación de la ley que declaró la caducidad de los juicios penales contra personeros del gobierno militar. En Brasil, tras del triunfo de una izquierda radical en los comicios municipales, el presidente Sarney, político de inteligencia ágil y curtida experiencia, dice cosas muy graves, a las que no quiero –porque sería muy grave– atribuirles carácter profético.
En la hermana República de Colombia, que en medio de sus azarosas circunstancias ha dado ejemplo de continuidad, ocurren a diario hechos que producen angustia. Dentro del resistir tenaz de la violencia a las llamadas de pacificación, se mortifica uno cuando ve a un ministro de la Defensa, que es un oficial de prestigio, de mucha significación, disentir del llamamiento al diálogo, obligando al Jefe del Estado a removerlo: le queda a uno la duda de si aquel gesto fue simplemente un desahogo, o fue fruto de larga reflexión y expresión del sentir de buena parte de sus compañeros de armas.
Mientras tanto, en Cuba y en Paraguay, dos gobiernos autocráticos de signo contrario rivalizan en su prolongada duración, que ya supera a las más largas de las dictaduras tradicionales.
Por otra parte, el Fondo Monetario Internacional, a la par de otros organismos financieros mundiales, destaca como positiva por sus indicadores económicos la política de Chile, donde al no plebiscitario del pueblo lo ha sucedido un mundo de conjeturas que amenazan continuar el sistema de fuerza y tiende antenas de proyección más allá de las propias fronteras.
Hablando, precisamente, de la situación económica, la encrucijada se agudiza. Los países de América Central y Haití tienen menos de mil dólares anuales de ingreso per cápita; los intentos de reforma agraria y de otras reformas inspiradas por una aspiración de justicia social encuentran graves resistencias. Ningún país de América Latina tiene un ingreso per cápita que alcance siquiera a la mitad del nivel de pobreza crítica que en los Estados Unidos coloca a un habitante en el ámbito de la Seguridad Social. El peso de una deuda externa alocadamente contraída e irresponsablemente administrada, aumentada onerosamente por el alza usuraria de las tasas de interés, no encuentra una solución pronta, aun cuando voces autorizadas de los países desarrollados reconocen su gravedad y urgencia, no sólo desde el punto de vista financiero, sino desde el punto de vista político y social.
América Latina está en la encrucijada, hemos dicho, y no podemos tener la ingenua idea de que nuestro país está exento de las preocupaciones que campean por el entorno. La reciente campaña electoral dejó muchas mortificaciones en el sentir general. Todos los días se van señalando aspectos negativos, por los medios de comunicación social. También la democracia venezolana está colocada ante una encrucijada. Esa encrucijada plantea severas exigencias para los partidos políticos, soportes necesarios del sistema democrático; sobre todo para aquellos que tienen mayor responsabilidad por haber captado mayor respaldo popular.
La gente de mi partido, el Social Cristiano COPEI, que está celebrando este mes el cuadragésimo tercer aniversario de su fundación, tiene que abrir los ojos en esta situación y meditar profundamente ante la coyuntura. Mientras más hondos son los problemas, mientras más oscuro se hace el entorno, más necesario es rescatar a plenitud la autoridad moral y política indispensable para conducir a un pueblo hacia objetivos claros y precisos de desarrollo y justicia social. Afincarse en los valores que le han dado ser, afirmar los principios que inspiraron su acción, reconquistar la confianza colectiva a través de una gran sinceridad y de una absoluta autenticidad, es el reclamo más consistente del sentir colectivo. Sólo con ellos se obtendrá la credibilidad necesaria para que las promesas se crean, la influencia requerida para que cada uno acepte la cuota de sacrificio que le toca y que no debe colocarse, ni principalmente ni menos exclusivamente, sobre los hombros de los trabajadores y de los marginados.
Las horas cargadas de interrogantes son las que definen la personalidad de los hombres y de los grupos. La encrucijada actual no es propicia para el conformismo ni para el desaliento, sino para intensificar el esfuerzo, aclarar nítidamente el rumbo y empujar a fuerza de corazón la vida hacia un destino mejor.