«Ud. formó mi corazón»
Artículo para ALA, publicado en El Universal, el 25 de enero de 1989.
El Congreso Nacional de Educación, reunido recientemente en Caracas, es un acontecimiento que necesariamente debe dar lugar a muchos estudios y análisis. Sus organizadores fueron personas destacadas en el mundo educacional, con experiencia abundante y con conocimientos amplios para aportar muchas luces en el planteamiento de los problemas más delicados, de las necesidades más urgentes y de las posibles vías que deben buscarse para que el proceso educativo en el país rinda todo el provecho que se le debe demandar. Posiblemente, también, los análisis, conclusiones y recomendaciones de la trascendental jornada pueden contribuir a la consideración del asunto en países hermanos de América Latina y hasta en los de otros continentes del mundo en desarrollo.
En la solemnidad de la instalación, la presidenta del Congreso, profesora Ruth Lerner de Almea, destacó el esfuerzo hecho en su preparación y la caudalosa respuesta del sector docente. Más de mil ponencias, dijo, fueron el capital inicial aportado a las deliberaciones. En un discurso enjundioso presentó cifras relativas a la extensión de la educación en todos sus niveles, en los treinta años de vida democrática. Hizo énfasis en la continuidad de los programas a través de los diferentes gobiernos, en los seis quinquenios de la presente etapa política de vida republicana. Y estableciendo términos comparativos ofreció números correspondientes al momento de iniciarse la vida democrática y al final de las primeras tres décadas de vida en libertad.
Considero que las estadísticas dadas por la profesora Lerner de Almea deben considerarse oficiales, dado su alto rango en la rama educacional del Estado y su participación en la Unesco. De entre ellas me parecen dignas de destacarse las siguientes: al iniciarse el proceso democrático, el analfabetismo era de un 56 por ciento y hoy de un 9,8 por ciento; el número total de alumnos era un poco más de ochocientos mil y hoy excede de seis millones, lo que para una población total de diez y ocho millones revela que uno de cada tres habitantes está incorporado al proceso educativo; que el índice de escolaridad en los primeros seis grados de enseñanza (lo que llamábamos la educación «primaria» antes de decretarse la educación «básica») llega a un 97 por ciento; que el número de estudiantes en la educación superior era un poco más de diez mil y ahora se acerca al medio millón.
En ese programa alentador existen, sin embargo, numerosos y graves problemas, y en el Congreso se señalaron muchos de ellos con cruda sinceridad. Uno es el del financiamiento de la educación en los años venideros. La gratuidad de la educación pública en todos los niveles es algo de lo que Venezuela se siente orgullosa. Responde a una tradición iniciada en el siglo pasado, mucho antes de que soñaran en ofrecerla los países socialistas.
El subsidio a la educación privada es un deber de justicia: cada plantel privado libera al Estado de una grave carga, ya que los alumnos que en él se educan tienen un derecho constitucional a la educación, igual al de los alumnos de los planteles públicos, y no gravitan sobre los institutos oficiales. Hasta desde el punto de vista práctico, el subsidio constituye un buen negocio para el Estado, pues contribuye a sostener con un aporte minoritario la prestación de un servicio del que él se considera responsable. Pero el costo material de las dotaciones y el de personal crece cada día. Los docentes se quejan con razón de la insuficiencia de las remuneraciones, que se vuelven cada vez menores en su valor real por el aumento acelerado del costo de la vida. Pero el gasto fiscal, que en quince años se ha multiplicado más de trece veces (de 14 mil millones a más de 180.000), ya no resiste más, aunque se hagan malabarismos para aumentar los bolívares disponibles con menor número de ingreso de dólares.
El problema es difícil y somos muchos los que no queremos ver naufragar el principio de la gratuidad. El nuevo ministro de Educación, Gustavo Roosen, es un brillante ejecutivo, y lo han puesto seguramente en ese potro de tormento que es el Ministerio de Educación para que trate de resolver los problemas gerenciales que el despacho enfrenta. No podemos menos que desearle de corazón buena suerte, aunque estamos penetrados de las terribles dificultades que tendrá que superar.
El Congreso tomó también conciencia de las críticas que se hacen –a veces exageradamente, pero no siempre sin justificación– a la calidad de la educación impartida. Es serio el problema de productividad que lleva consigo la masificación. En la Universidad Nacional Autónoma de México conversé con el rector Carpizo (quien acaba de terminar su gestión) y le oí insistir mucho en que, a pesar de la masificación, la UNAM se había esforzado en lograr niveles de excelencia. Por lo menos en algunos departamentos, o en algunas actividades preferentes de algunos departamentos. La democratización, hemos, dicho y oído, supone el logro de una masificación con excelencia.
¿Difícil, no es cierto? Difícil, pero necesario. No se pueden poner vallas al acceso de las masas populares a los más altos niveles educativos posibles. El país tiene que considerarse enriquecido cuando a un pueblo analfabeto lo cambia por un pueblo educado, consciente de la situación en que se encuentra, del mundo en que vive y de las posibilidades de mejorarlo. Por eso he dicho que a mi modo de ver, democratización equivale a masificación con excelencia, o es sinónimo de igualdad con calidad.
Pero hay algo en lo que creo necesario insistir, aun cuando no sea novedad el pensarlo, pues el pensamiento clásico lo tuvo sumamente claro. Se trata de que educar no es solamente, ni quizás principalmente, trasmitir conocimientos, sino forjar la personalidad. A este respecto he recordado la célebre carta que desde Pativilca escribió el Libertador a su maestro don Simón Rodríguez, documento venerado por la posteridad. Allí Bolívar no le habla a Rodríguez de los conocimientos científicos y humanísticos que sin duda le trasmitió, sino de la labor básica del educador, a saber, la plasmación de la personalidad. «Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso», fue el reconocimiento fundamental que tuvo el inmortal discípulo para el maestro inmortal. Eso es, quizás, lo que se echa de menos en la educación actual.
Falta algo esencial: la forja del carácter, la formación de los hábitos, el culto a los valores éticos que orientan la vida del ciudadano, del miembro de la familia, del ser humano en general. Pareciera que no son pocos los maestros que menosprecian este aspecto, o no le dan la importancia que le corresponde. Quizás ellos mismos al hacer su carrera no tuvieron preceptores que les inculcaran el sentido del deber por el deber mismo, el respeto del derecho ajeno, la obediencia a la Ley, la costumbre de decir la verdad, el hábito de la puntualidad, el concepto propio de la disciplina, que no es la sumisión incondicional, servil o interesada, sino el cumplimiento de las normas dictadas y a los procedimientos exigidos en orden a la convivencia.
Desde la escuela normal hay que trasmitir estos hábitos; hay que hacerle sentir a cada uno que no hay que buscar el lucro fácil, ni menos el enriquecimiento ilícito, sino la recompensa merecida por el trabajo ennoblecedor. Hay que inculcar a las nuevas generaciones la vocación de servicio, el amor a la patria, la valoración del sacrificio. Así lo hicieron los más grandes maestros que registra la historia cultural de Venezuela, como un Egidio Montesinos, en El Tocuyo, o un Tulio Febres Cordero, en Mérida. Así fue como entendimos el magisterio de Rómulo Gallegos, o el de su preceptor José Manuel Núñez Ponte: más por el empeño de formar hombres, de forjar ciudadanos, que por la amplitud de los conocimientos teóricos que también trasmitieron.
Verdadero discípulo es el que puede decirle a su maestro, como Simón el héroe a Simón el preceptor: «Usted formó mi corazón». Vale decir, usted me hizo sentir el ideal: de libertad, de justicia, el amor a lo grande, el amor a lo hermoso. Este norte no puede subestimarse cuando se enfrenta ese gigantesco compromiso que representa en la hora actual la educación de las nuevas generaciones.