Otra vez el fondo monetario
Artículo para ALA, publicado en El Universal, publicado el 8 de marzo de 1989.
En el mes de julio de 1944 un grupo de 44 países celebraba en la pequeña ciudad de Breton Woods, en el Estado de New Hampshire, la primera conferencia mundial sobre los problemas económicos y financieros de la postguerra. Un mes antes, las tropas aliadas entraban a Roma y el desembarco en Normandía iniciaba la etapa final de la II guerra mundial. Se estaba preparando el futuro. El 22 de julio se firmaron dos largos y laboriosos tratados: uno para crear el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento y otro para constituir el Fondo Monetario Internacional.
El Fondo Monetario ha asumido desde su creación un papel regulador de los mecanismos financieros, lo que ha impedido que las grandes potencias se hayan embarcado, en más de una ocasión, en manipulaciones financieras y en desequilibrios fiscales que van contra la ortodoxia del organismo. El solo abandono del patrón oro por Estados Unidos constituyó un duro golpe para los propósitos de estabilización del cambio monetario internacional.
En el Tratado de Breton Woods que creó el Fondo Monetario se establecen los objetivos inspiradores de su creación. El primero: «Promover la cooperación monetaria internacional mediante una institución permanente que proporcione un mecanismo para consultas y colaboración sobre problemas monetarios internacionales». Y este otro: «Inspirar confianza a los países participantes poniendo a su disposición los recursos del Fondo, bajo garantías adecuadas, y de ese modo darles la oportunidad de corregir desajustes en su balanza de pago sin recurrir a medidas que destruyan la prosperidad nacional o internacional».
Antes de la celebración del tratado, los países concurrentes habían tenido arduas discusiones, tras de las cuales declararon: «La conferencia ha convenido en que es necesaria una acción internacional para mantener un sistema monetario internacional que facilite el comercio exterior. Las naciones deben consultarse y convenir sobre un sistema de intercambio monetario internacional que afecte a cada una de ellas. La conferencia ha acordado que las naciones en ella representadas deberían establecer con este propósito un cuerpo internacional permanente, un Fondo Monetario Internacional, con poderes y recursos adecuados para llevar a cabo las tareas que se le asignaron».
¿Ha cumplido el Fondo Monetario Internacional estos propósitos? Posiblemente, en parte, sí; pero lo cierto es que ha sido innegablemente blando ante las «heterodoxias» de los países grandes, y decididamente duro con los países en vías de desarrollo.
Yo no estoy entre quienes califican a la gente del Fondo como una banda de fascinerosos, explotadores inmisericordes de las debilidades del Tercer Mundo. Pero sí me encuentro entre quienes están convencidos de que la mala atmósfera de que el Fondo goza en la mayoría de los países pobres se debe a su empeño a forzarlos a adoptar normas de una supuesta ortodoxia económica que cierra los ojos inflexiblemente ante las circunstancias de su realidad social.
Voceros, tanto del Fondo como de los gobiernos, alegan que el Fondo Monetario Internacional no hace «imposiciones», sino que los gobiernos adoptan las disposiciones en forma «soberana». Ya se ha visto que en el propio instrumento de creación se le asigna al organismo una función contralora, que cabe dentro de esa renuncia parcial colectiva de soberanía que estuvo en boga al final de la guerra y que llegó a introducirse explícitamente en constituciones europeas (la francesa, por ejemplo), a partir de 1946.
En Venezuela, cuando se hizo «el mejor arreglo del mundo» para la renegociación de la deuda externa, el gobierno «pidió» al Fondo Monetario Internacional que revisara semestralmente (y no anualmente, como era lo habitual) el funcionamiento de su economía, reservándose la banca acreedora la facultad de romper el arreglo si el informe era desfavorable: Y cuando el presidente Carlos Andrés Pérez anunció su «paquete» de medidas económicas, admitió que de no hacerlo no se podrían recibir nuevos créditos («¿dinero fresco?») del FMI ni de la banca, lo que significaba ver condicionadas las decisiones «soberanas» por un invocado estado de necesidad. Un articulista del New York Times informaba también que el préstamo ofrecido recientemente por la Tesorería de EE.UU «se pagaría cuando Venezuela complete acuerdos o plazo más largo con el Fondo Monetario Internacional». Esas medidas, por más explicaciones que los técnicos ofrezcan, están llenas de contradicciones. Así, para «controlar la inflación», se va desencadenar un proceso inflacionario cuyo nivel, en las estimaciones más conservadoras, excederá todo lo que se había podido prever. Para «promover la estabilidad del cambio» y «evitar depreciaciones en los cambios con fines de competencia» (ordinal III del art. 1º. del Tratado de Breton Woods), se anuncia una unificación cambiaria con tipo flotante, que produciría de un solo golpe una mayúscula devaluación. Para «ordenar las finanzas», se subirá el costo de servicios públicos que vienen produciendo utilidades; se encarecerá el combustible en forma que repercutirá inevitablemente en todos los bienes y servicios; y se aumentarán las tasas de interés con el objeto de disminuir la liquidez y corregir artificialmente en el mercado cambiario la ley de la oferta y la demanda, que tan alto rango tiene en la «ortodoxia» económica. Se anuncia un impuesto sobre las ventas para aumentar el encarecimiento; y cuando se estimula así una recesión, se olvida que el acta de nacimiento del Fondo Monetario Internacional ordena dar a los países «oportunidad de corregir desajustes de su balanza de pago sin recurrir a medidas que destruyan la prosperidad nacional».
Lo ocurrido en Caracas a partir del lunes 27 de febrero ha sido muy dramático. Y ello ha sucedido al nomás empezar la aplicación de las medidas que anunció el Gobierno y que están en la carta de intención enviada el Fondo Monetario Internacional. Ya antes habían padecido otros países hermanos graves consecuencias de la aplicación de las recetas del FMI. Ahora se plantea la situación en un país tenido como modelo de estabilidad democrática y hasta supuestamente considerado como uno de los más ricos de América Latina.
¿Qué no hay otra salida? ¿Se ignora, acaso, que el año pasado, en circunstancias desfavorables, la industria petrolera produjo un ingreso de divisas cerca de 11.000 millones de dólares para una población de 18 millones y que la verdadera solución estaría en usarlos con prudencia? En 1973, cuando éramos 11 y medio millones, el ingreso fiscal por el petróleo fue sólo de cerca de 3.000 millones. Colombia, con una población casi doble de la nuestra, tiene por sus exportaciones un ingreso que es apenas la mitad del de Venezuela y su economía marcha. La cuestión no está, pues, en recabar «dinero fresco» a cualquier costo, sino en distribuir con justicia y pulcritud las divisas, que son propiedad del Estado, porque las genera un producto del subsuelo, y deben aplicarse a las necesidades verdaderamente fundamentales para la vida del país; y en parase en seco, con una diplomacia enérgica, en el asunto de la deuda. Porque tomar medidas que aumenten la carestía, la escasez, la contracción económica, por el desmedido costo del dinero, no tiene sentido. Y ya se vio, con trágica elocuencia, adónde puede conducir.
En su carta al Director del FMI, el presidente Pérez dijo cosas muy serias: «Se castiga con la miseria y la desesperación de la violencia, a los pueblos empobrecidos que culpa ninguna han tenido en los errores o equivocaciones cometidas por sus gobernantes. Lo que está sucediendo es un drama que no termina sino que se agranda y profundiza cada vez más. En él acaba de anunciar su entrada Venezuela, con los impresionantes y dolorosos sucesos de Caracas. Imposible que las necesidades y urgentes medidas de sinceramiento y ajuste de nuestra economía puedan efectuarse en un marco donde hemos de pagar más de 50% del valor de nuestras exportaciones en servicio de la deuda pública, que se incrementa cada vez que suben los intereses, o se dictan nuevas medidas proteccionistas, o cada vez que los desajustes que provocan las manipulaciones de los precios de nuestros productos de exportación, obligan a otras devaluaciones y los precios de la comida del pueblo anuncian nuevas alzas. Mientras los salarios, para no anular los ajustes, se alejan cada vez más de su capacidad de sustentar la vida familiar y el desempleo ensancha la marginalidad que explota en la violencia, siendo ésta, como lo sabemos, la única acción que le queda a la miseria» (subrayado mío).
O yo no sé leer, o lo que he transcrito quiere decir que es imposible llevar delante de manera inflexible el programa anunciado, en las condiciones existentes.