Un error de diagnóstico
Artículo para ALA, publicado en El Universal el 3 de mayo de 1989.
Preocupación es un término suave para definir el estado de ánimo de la población de Venezuela a partir de la semana que comenzó el lunes 27 de febrero. Cada día se manifiesta en diversas formas la crisis que se está viviendo: los precios suben, escasean artículos de primera necesidad, se hace imposible para un matrimonio de clase media comprar un automóvil o un apartamento de vivienda. En fin, a cada paso se hace la vida más difícil, y el morbo social del desempleo y la frecuencia de los atracos aumentan la angustia creciente que se va apoderando de todos los sectores de la comunidad. Se «dolarizan» los precios, pero los sueldos y salarios se seguirán percibiendo en bolívares. En bolívares devaluados.
Los gobernantes no se atreven a negar los efectos del paquete presentado al Fondo Monetario Internacional en solicitud de un certificado de buena conducta para obtener «dinero fresco»: contestan que las medidas son duras, pero eran necesarias, y ofrecen que dentro de cierto tiempo (se ha hablado desde seis meses hasta dos o tres años) llegaremos a la boca del túnel y marcharemos en forma más auténtica, ajustada a nuestra realidad.
A partir de 1974, cuando empezó a llegar el ingreso petrolero adonde no se esperaba, nos dominó una «ilusión de riqueza». Ahora nos posee, en forma dramática, un «complejo de bancarrota». Pero ni la riqueza era genuina, ni el complejo de bancarrota está justificado, porque se basa en planteamientos que en mi opinión no responden a la realidad. El paquete y algunas afirmaciones que se hacen en torno a la crisis, arrancan de un error de diagnóstico. El problema agudo lo ha determinado un hecho coyuntural –el de la deuda externa agravado por el despilfarro y la corrupción– que elevó el gasto de divisas más allá de lo razonable y conveniente.
Para remediar esa situación, se toman medidas que desquician la economía venezolana. Con el mote de liberación cambiaria se ha decidido una maxi– devaluación sin paralelos en la historia de nuestro país; una supuesta política anti-inflacionaria ha comenzado por generar una inflación que supera todo precedente; se habla de liberación de intereses y se les coloca por encima de lo que puede soportar cualquier empresa que tenga utilidades razonables; se liberan los precios, pero en verdad lo que se hace es dispararlos, en unos casos por la razón de que el costo de los insumos y de los otros renglones de producción han subido, y en otros por el apetito voraz de proveedores apoyados en la estructura monopolística u oligopolística de un mercado donde no ha existido ni existe una verdadera competencia.
Yo no creo que la economía venezolana viviera de un sistema falso, y menos aún, que las políticas anunciadas van a colocarla en un plano de sinceración. No admito la afirmación de que el petróleo, supuesto padre providente dispuesto a remendar todos los desafueros, ya no tiene la posibilidad de seguir sustentando la economía nacional. Convengo en que se han cometido muchos disparates: baste señalar que el presupuesto, que en el último año de mi gestión (del que sólo me correspondieron diez semanas) fue de 14.000 millones de bolívares, y en el presente año superará, muy por arriba, la marca de 200.000 millones. El aumento brutal del gasto corriente; el endeudamiento innecesario para inversiones que pudieron y debieron atenderse con ingresos efectivos no presupuestados; el corrupto aprovechamiento de las debilidades del Estado y sus jerarcas para malgastar reservas del Tesoro, son errores garrafales que nos han costado y nos van a costar enormidades; pero no es realista la idea de que la sinceración económica consiste en el aumento brutal de los precios, hasta de ineficientes servicios públicos que han exhibido grandes utilidades y de un combustible que la benévola providencia nos dio en abundancia.
A veces se presenta la imagen de una economía petrolera en decadencia, lo que no corresponde a la verdad. Cuando el crudo llegó a catorce dólares el barril, se dijo que había que «administrar la abundancia con criterio de escasez»: es sorprendente que hoy, con precios con el orden de dieciséis dólares y una tendencia moderada pero firme al alza, se suponga que estamos en la ruina. La industria petrolera no está en declinación. Además, el gas natural, por el que tanto he abogado, al fin está saliendo al proscenio de los escenarios económicos. Es cierto que «el petróleo no da para más»: pero ello debe interpretarse en el sentido de que no da para más derroche, no da para más abusos, pero su contribución sigue «presente para el servicio de la Patria», si se me permite usar el eslogan político que tenía el partido del presidente Medina.
Que el petróleo, por su papel protagónico en nuestra economía, haya financiado al Estado, haya estimulado la construcción de una nueva infraestructura material, cultural y humana, era perfectamente lógico. Lo que no es lógico, pero sí tristemente humano, es que haya financiado también el consumismo y la superfluidad. Pero no se puede seguir diciendo que el petróleo acabó con la agricultura y con la industria. Un libro que he dicho convendría leer actualmente, «El caso Venezuela, una ilusión de armonía», publicado por IESA y fechado en octubre de 1984, trajo un importante trabajo sobre la agricultura, «Revisión de una leyenda negra», por Gustavo Pinto Cohen, donde se dice: «En la actual era democrática –el último cuarto de siglo (1959-1984) la actividad agrícola se ha ido diversificando y ampliando en rubros, ocupación territorial y sistemas de producción. Además, la producción agrícola ha crecido a una tasa superior a la del aumento de la población» (subrayado en la cita).
En el mismo libro, Moisés Naim, actual ministro de Fomento, escribiendo sobre «La Empresa Privada en Venezuela», admite: «más del 80 por ciento de las plantas industriales existentes en el país en 1979, fueron creadas después de 1960 y de las 70 mayores firmas manufactureras que había en 1980, sólo el 10 por ciento existía antes de 1940 y el 30 por ciento antes de 1950. A su vez, sólo 13 de los 31 bancos comerciales existentes en 1983 ya operaban en 1959». Y a su vez, Sergio Bitar y Tulio Mejías anotan: «Pese a todas las dificultades que ha enfrentado el sector manufacturero, ha llegado a ser uno de los más importantes de la actividad productiva nacional. Constituye cerca de un 16 por ciento del producto territorial bruto (PTB) lo cual equivale a la mitad, aproximadamente, del producto que genera el sector petrolero –excluida la refinación– y ha proporcionado empleo directo a más de 600.000 personas, el 18 por ciento del total de puestos de trabajo ocupados por la población económicamente activa, proporción esta que es superior a la de varios otros sectores económicos». No era, pues, tan oscuro el panorama.
Que la estructura económica venezolana requiere cambios sustanciales, no cabe duda. He insistido mucho en la necesidad de precisar un nuevo modelo de desarrollo, al cual hay que sacarlo de abstracciones declamatorias de corte electoral para precisarlo en la realidad económica y social; pero lo que no me parece admisible es que, para solucionar un problema de naturaleza monetaria –grave, sin duda, pero transitorio– se desquicie todo lo logrado, por el argumento de que de no hacerlo así no nos daría el susodicho certificado de buena conducta el Fondo Monetario Internacional.
¿Qué van a hacer los constructores, sometidos a un alza excesiva de intereses y a una dramática subida de precios de la maquinaria y los insumos para la construcción?
¿Qué estimulo van a tener los agricultores para sembrar, si el producto de las siembras y de las cosechas se lo tragarían los elevados intereses bancarios?
¿Cómo van a ordenar sus programas los industriales manufactureros con estos costos actuales y peor aún, con la amenaza de seguir subiendo?
¿Cómo van a venir turistas si el beneficio de la caída del bolívar se compensa o supera con la elevación de las tarifas hoteleras y de servicios varios?
¿Qué podrán realizar las parejas de clase media para adquirir una vivienda, para tener un automóvil, y para pagar los gastos de educación y de salud?
¿Cómo van los trabajadores a mantener su nivel de vida, logrado a través de un largo proceso de lucha política y social?
Y ¿cómo van a hacer los marginados para sobrevivir y para que sus hijos integren una generación sana y bien nutrida?
Estas preguntan atormentan. A veces, el Ejecutivo pareciera iniciar tímidas rectificaciones. Bajo el signo de liberalización de la economía, se han tenido que ofrecer subsidios por un monto jamás conocido en este país: el problema es que lleguen sin discriminaciones a todos los que los necesitan. Pero la traumática situación sigue en pie. Es necesario revisar el diagnóstico, porque si éste está equivocado, sería preciso corregir el error antes de que operen en profundidad daños irreversibles.