La injusticia internacional
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 31 de mayo de 1989.
El problema de la deuda externa, más delicado a medida que transcurre el tiempo, pone de manifiesto entre otras cosas algo que se venía debatiendo las últimas décadas en todos los ambientes internacionales, pero que parece haberse ido dejando a un lado ante la urgencia y gravedad de aquél: la injusticia del actual orden económico internacional.
Los países de América Latina, en grado mayor o menor, todos están sufriendo el acoso insoportable del servicio de la deuda externa. Sobre su origen fáctico hemos dicho y oído reiteradamente los elementos que llevaron el endeudamiento a los niveles en que se encuentra: exceso de liquidez de los bancos por el reciclaje de los petrodólares, alegre disposición en los gobiernos y en los particulares para recibir préstamos que no siempre –o por lo menos no totalmente– se invirtieron en programas de inversión, sino en gastos improductivos y en aprovechamientos ilícitos. Se ha puesto de manifiesto el agravamiento de la situación por el alza injustificada de los intereses, debida, no al libre juego de las fuerzas económicas sino a la razón política del déficit presupuestario fiscal en los Estados Unidos y en otras potencias industriales. Pero se ha pasado por alto el hecho de que hay un orden económico viciado, que coloca cada vez más al poder efectivo en quienes detentan el capital y la tecnología y produce un desequilibrio permanente en el comercio internacional.
Los recursos obtenidos por la exportación en los países en vías de desarrollo, productores principalmente de materias primas, son cada vez menos que los que necesitan para pagar a los países desarrollados sus sofisticadas mercancías, los insumos que proveen a su agricultura y su industria y, por supuesto, el capital requerido para su producción y la tecnología cada vez más cara pero cada vez más indispensable para sobrevivir en un mundo tan interdependiente como el nuestro.
El desequilibrio de la balanza comercial produce inevitablemente devaluación, y ésta, con el gasto público hipertrofiado, constituye uno de los factores más directos e irremediables de inflación.
¿Por qué la República Argentina, un país con tantos recursos naturales, productor de carne y trigo en abundancia, está encallejonada en un proceso de inflación galopante que la lleva a desabastecimiento y penuria? Admito que se le eche la culpa a la mala administración de los gobiernos, pero no que se menosprecie la razón de que el precio obtenido por su producción no alcanza para satisfacer los requerimientos del intercambio, agravado por el servicio de la deuda, cuyos intereses han llegado a niveles increíbles, de indudable injusticia.
Hace poco tiempo, una organización internacional insospechable de demagogia, la Unión Internacional Cristiana de Dirigentes de Empresa (UNIAPAC), cuyos miembros provienen en su mayoría de países de la Comunidad Europea, realizó en Amberes, Bélgica, un seminario para analizar la estupenda Declaración de la Comisión Pontificia «Iustitia et Pax» sobre la Deuda Externa. Al seminario asistieron, según se hizo constar, gobernadores y presidentes de bancos centrales de países industrializados y de países en desarrollo; presidentes y directores generales de bancos internacionales, dirigentes de organizaciones financieras internacionales, teólogos y moralistas. En el cuaderno donde se resumen las discusiones del seminario, que un amigo me facilitó, he tenido la satisfacción de encontrar, entre muchas y muy importantes observaciones, el reconocimiento de este hecho fundamental. Sobre él hay que insistir una y muchas veces, hasta que quienes tienen la potestad y la responsabilidad de dirigir a las naciones que detentan el poder y el dinero, se den plena cuenta de que el orden económico internacional es contrario a la ética y que de no tomar las actitudes que la justicia reclama, sería instrumentar una catástrofe para la humanidad.
«El punto de partida –dice la referida publicación– es conocido. Los precios de las materias primas en el mercado mundial son extremadamente bajos. En moneda contante, la mayoría de los precios se parecen a los de 1930. Por otro lado, los precios de los productos manufacturados han aumentado regularmente. Los países en vías de desarrollo son esencialmente exportadores de materias primas e importadores de productos manufacturados. Ellos pierden en los dos casos. Es lo que determina el deterioro de los términos de intercambio».
Tal es la verdad pura y simple. Pero, lejos de mover un dedo para rectificar esa grave distorsión, los poderosos ponen empeño en agravarla. Fue notoria la reacción airada de los países industriales cuando la OPEP se decidió a elevar los precios del petróleo, que venían congelados por más de medio siglo. La palabra OPEP era motivo de ira en los países ricos; se hizo todo lo posible para subyugarla, y el Presidente Reagan llegó a decir que pondría de rodillas a los países que la integran. La ofensiva contra los demás productores de materias primas es implacable. Los mayores éxitos que se apunta la revolución tecnológica llevan consigo una menor necesidad de utilizar productos primarios: cada día es proporcionalmente menor la necesidad de combustible, la necesidad de azúcar, la necesidad de productos alimenticios producidos en el Tercer Mundo.
Por otra parte, las restricciones impuestas para proteger nuestras incipientes industrias se derriban por imposición de los organismos financieros internacionales, mientras el proteccionismo asoma sus fauces en diversas formas en los grandes mercados y se increpan en ellos como «domping» las medidas de protección que en alguna manera adopten los países en vías de desarrollo para incentivar sus exportaciones.
No se suele advertir, por otra parte, que en buena proporción, el «consumismo» que nos invade es efecto de una intensa y bien elaborada propaganda de los grandes centros industriales para hacer que los habitantes de estas áreas compren los artefactos sofisticados –cada vez más costosos– que en aquéllos fabrican. No tener una computadora, un televisor a colores o una antena parabólica, un vehículo de último modelo o un electrodoméstico con todas las innovaciones técnicas se hace verdaderamente imposible. Con todo y los controles de cambio, muy rígidos en algunos lugares, o con la centralización de las divisas, como la de Venezuela, donde el noventa por ciento pasa directamente al Estado sin necesidad de decretarlo porque proviene del petróleo, el hierro, el aluminio, la demanda de moneda extranjera presiona sobre la oferta y se generan progresivas devaluaciones. Esas devaluaciones, por la magnitud del componente importado de la economía, se manifiestan de inmediato en el alza de precios y ello impulsa hacia arriba vertiginosamente la inflación.
¿Es una utopía esperar que una diplomacia agresiva y solidaria por parte de los gobiernos latinoamericanos abra los ojos al Norte, para que no atribuyan a las quejas que emanan del Sur, la condición de lamentaciones estériles?
Es monstruoso que, teniendo a su alcance las lecciones que ofrece la historia de la humanidad, los países privilegiados mantengan una miope indolencia, esperando que ocurran trágicos acontecimientos en los otros para que la situación se corrija. Esa actitud, sin embargo, parece ser predominante. El director del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdessus, ha reconocido en reciente entrevista que la creación de una agencia para manejar el problema de la deuda internacional sería deseable, pero «nadie está dispuesto a dar los recursos para esto». El egoísmo campea. Sin embargo, es forzoso insistir en que el futuro de los seres humanos pende del hambre de justicia que padece la inmensa mayoría. Por ello no nos cansaremos de insistir en que la paz real y duradera, la posibilidad efectiva de un progreso que se traduzca en bienestar y en felicidad para los pueblos, dependen del reconocimiento efectivo de la Justicia Social Internacional y la aplicación de sus principios.