Walesa y Solidaridad
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 29 de noviembre de 1989.
Venezuela ha sido visitada recientemente por algunas personalidades de relieve mundial, pero, sin duda, ninguna ha provocado tanto interés como el dirigente polaco de Solidaridad, Lech Walesa.
No fue, sin duda, sólo por haber recibido el Premio Nóbel de la Paz, ni por haber sido escuchado en el Congreso de los Estados Unidos por ambas Cámaras en sesión conjunta (privilegio que sólo han recibido algunos contados Jefes de Estado y alguna que otra personalidad), ni siquiera por haber triunfado en unos comicios celebrados en un país que estuvo sujeto durante cuarenta años a un partido único: ha sido por múltiples razones, entre las cuales no se puede negar su carisma personal, su reciedumbre en la lucha, su tenacidad en la afirmación de sus posiciones, su habilidad para sortear las encrucijadas y para superar las tentaciones que el acceso al poder presentó en su camino.
Hace pocos años apenas, el mundo comenzó a admirar a ese sindicalista que encabezaba unas huelgas increíbles en un país que constitucionalmente repudiaba la huelga como forma de acción sindical. A través de ellas se fue forjando una extraña figura en el catálogo de las instituciones sociales: la de una agrupación sindical que creció vertiginosamente bajo el lema de la solidaridad, con un objetivo al principio circunscrito a la lucha por mejores condiciones de vida y trabajo para los obreros y que fue extendiendo su influencia por todo el territorio polaco en una oleada incontenible, hasta tomar un puesto protagónico en el escenario político.
Estuve en Polonia en 1981, invitado por el grupo parlamentario de ese país, en mi carácter de presidente de la Unión Interparlamentaria Mundial. Manifesté, al llegar, el deseo de ir a Gdansk, a la sede de Solidaridad, que nació en los Astilleros Lenin, y encontrar a su líder. Mis anfitriones, con gran decencia, me arreglaron el viaje hacia allá. No puedo negar que el encuentro me causó una gran impresión, aunque no exenta de incertidumbres. No entendía cómo iba a desarrollarse el proceso, cuál iba a ser el futuro de Solidaridad, cómo se operaría la derivación, ya visible, de aquella fuerza sindical en una organización política activa. Ellos tampoco parecían saberlo con exactitud. Iban hacia adelante, luchando por la libertad, por obtener para los trabajadores mayores salarios y mejores condiciones de trabajo y de vida, seguros de que la justicia en su causa tendría que prevalecer. Habían tenido que enfrentar la violencia represiva; tenían ya en su acervo algunos mártires. Sabían que debían disponerse a padecer prisiones y exilios y quién sabe cuántos sufrimientos más. Exponían no sólo sus vidas, sino la tranquilidad y la propia existencia de sus familias. Pero lucían un optimismo inocultable.
Había en el seno de Solidaridad hombres cuyo pensamiento provenía de fuentes muy diversas. Los dirigentes comunistas del grupo parlamentario me afirmaron, con razón, que había en aquel movimiento muchos que eran de su misma ideología. Había también anarquistas y otras cosas más, pero había que tener en cuenta que no eran ideólogos ni académicos: provenían del mundo del trabajo en sus más rudas manifestaciones, sus ideas no eran sofisticadas, aunque evidentemente claras y mantenidas con inquebrantable firmeza.
En la cúspide de la dirección y concretamente en su máximo líder, la acción la inspiraban una profunda fe y un vigoroso sentimiento cristiano. Se comentaba en Polonia que inicialmente el camino lo había trazado un gran pastor, un egregio prelado que fue al mismo tiempo un calificado estratega, el Cardenal Vishinsky. En general se dudaba si la desaparición del Cardenal dejaría a Solidaridad como un barco sin timón. Pero los hechos demostraron que no iba a ser así.
Cuando regresé de Gdansk a Varsovia me encontré con un gran periodista norteamericano con quien hice amistad en Venezuela en los días del derrocamiento de la dictadura. Tad Szulc, de origen polaco. Me comentó que había ido también a Gdansk y en la sede de Solidaridad pensó en mí, porque le parecía que aquello era una especie de Democracia Cristiana en su forma original. No lo era exactamente, pero la inspiración promotora de ese gran movimiento tenía mucho en su fondo de la que hizo nacer en países diferentes y en formas variadas los movimientos demócrata-cristianos.
La popularidad adquirida por los sindicalistas del Astillero Lenin era incontenible. En la universidad había pancartas de apoyo a Solidaridad. En la tumba de Vishinsky, en la Catedral, había siempre flores, y algún mensaje de identificación con la causa sindical de la que se le consideraba precursor. Se notaba el surgimiento de una gran mayoría nacional. Pregunté a mis interlocutores qué pasaría si se realizaban elecciones y las ganaba Solidaridad: me respondieron que Solidaridad no era un partido político sino una fuerza sindical y, en todo caso, que no habría elecciones todavía, hasta dentro de algunos años. Ocurrió lo sorprendente, lo inesperado: no el triunfo de Solidaridad, puesto que era natural esperarlo, sino el reconocimiento de ese triunfo por el gobierno comunista.
Hoy el mundo mira sombrado a ese hombre, que trasluce en su presencia y en sus actuaciones una rara serenidad y una imperturbable confianza en sí mismo y en su movimiento. Es un fenómeno en cierto modo irrepetible, porque no es fácil que en otra parte se presente un movimiento de origen laboral que trascienda en esa forma a los niveles de la lucha política y hasta a la conducción del gobierno. Es cierto que los partidos socialistas en Europa, como el SPD en Alemania, el Labour Party en Gran Bretaña, surgieron de la lucha obrera, pero tomaron una fisonomía propia al pasar de su propio campo al político. En Polonia, la fuerza política sigue estando identificada plenamente con la potencia sindical. Es fácil que del seno de Solidaridad surjan diversos partidos que concurrirán al futuro pluralismo polaco. El propio Lech Walesa afirmó en Caracas que volverá al sindicalismo después de esta etapa de transición. ¿Será posible? No quiso aspirar a la Presidencia de la República ni optar a la Jefatura del Gobierno: prefirió darle su respaldo a Mazowiecki, a quien se considera generalmente como un asesor suyo en el tiempo de la lucha y a quien se estima como político culto, inteligente y bien dotado para el ejercicio del poder.
En la visita que nos hizo, Walesa no escatimó atender invitaciones, pronunciar discursos, conceder entrevistas, habló con fluidez y en forma sencilla, a veces candorosa. Proclamó los objetivos primordiales de una doble lucha, por la libertad política y por la recuperación económica. Habló de la economía del mercado, pero al mismo tiempo ratificó la obligación prioritaria de asegurar los derechos fundamentales de los trabajadores y hasta dijo, cuando le preguntaron sobre privatización, que aspiraba a que las empresas pasaran a manos de los trabajadores y hasta habló de autogestión. Seguramente, no contentó ciento por ciento a todos, pero dejó una huella de simpatía y esperanza. Esperanza en un mundo nuevo, en un mundo de paz y justicia. Un mundo en el cual ese humilde trabajador se ha convertido, sin renunciar a seguir siéndolo, en una de las figuras más prestantes del escenario universal. Téngase la posición que se tenga sobre sus opiniones, ese hombre trasmite una gran sensación de fe. De fe en el Ser Supremo, de fe en el ser humano, de fe en la justicia de la historia. No hubo nadie entre la gente tan diversa que encontró que no se sintiera arrastrada a decirle: ¡Bienvenido! ¡Gracias por su ejemplo!