Las dificultades de Gorbachov
Artículo escrito para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 4 de abril de 1990.
El mundo entero vive pendiente de las noticias sobre el proceso abierto por la perestroika en la Unión Soviética. Quienes no regateamos reconocimientos a Mijaíl Gorbachov (o Gorbachev, como se escribe en inglés y apareció en la primera edición de su libro) nos sentimos obligados a llevar el pulso de la situación y a desear que los éxitos obtenidos hasta ahora se consoliden, pues sería catastrófico el que ese audaz y valeroso proyecto político desembocara en el fracaso.
Las dificultades que ha tenido y tiene que enfrentar Gorbachov son muchas, pero indudablemente las de mayor entidad son de tres órdenes: político, económico y, podría decirse, constitucional o estructural.
Creo que el problema político, aunque delicado, es aparentemente el menos difícil de superar. Debe haber fuerte resistencia en quienes se acostumbraron a un régimen férreo durante setenta años y aprendieron a defenderlo y proclamarlo como el desiderátum para la humanidad, pero hay que creer que cuando la perestroika se lanzó no era solamente el ambicioso y arriesgado proyecto político de un líder, sino la expresión de un profundo y caudaloso sentimiento popular. El líder, a mi juicio, no expresó simplemente algo que él deseaba: manifestó algo que su pueblo quería, desesperado con la vida insoportable que llevaba bajo un régimen inhumano.
No me parece sensato pensar que Gorbachov haya abjurado de su ideología. La lectura de su «Perestroika» lo revela como un comunista maduro, que se ampara en citas de Lenin para justificar sus decisivas críticas. Es muy arriesgado juzgar cuál es en la actualidad su pensamiento: pudiera ser que su posición es la de un comunista democrático, es decir, la de uno que piensa que se pueden perseguir los objetivos sociales y económicos del marxismo-leninismo abjurando de la dictadura del proletariado, llevando la lucha de clases a un terreno compatible con la convivencia pacífica, aceptando un cierto grado de propiedad privada y de mercado y tolerando –quizás hasta estimulando– la expresión de ideas religiosas como sostén de la moralidad y de los valores del espíritu. ¿Absurdo? Podría ser; pero podría ser también que en él se esté gestando un revisionismo novedoso, interesado en no romper de raíz el pensamiento de Marx y de Lenin.
Sea como sea, lo cierto es que su determinación ha permitido al pueblo ruso disfrutar de una libertad que nunca tuvo. Al mismo tiempo, sin acrimonia ha permitido que los pueblos de Europa del Este hayan abierto campo a sus deseos y sentimientos. Además –y no es lo de menos, sino quizás lo de más importancia– se ha propuesto demostrar que su propósito de contribuir al desarme es sincero, que la idea de la guerra está ausente de sus planes futuros y que desea ardientemente poder dedicar al bienestar de su pueblo buena parte de las cuantiosas partidas presupuestarias que se están gastando en el aparato militar.
Los adversarios del programa político están, como siempre sucede, ubicados en dos extremos: el que rechaza las peligrosas innovaciones y el impaciente quejoso de que no se llevan adelante con mayor velocidad y fuerza. Estos últimos parecen mostrarse más que los otros, por la sencilla razón de que la corriente dominante es la que favorece el cambio y no la que desea la marcha atrás.
Pero, si el problema político aparece dominado y el líder cada vez más fortalecido, las dos dificultades más serias que tiene que vencer son la situación económica y el sentimiento nacional en las provincias del Imperio.
La situación económica, según todos los indicadores, es mala. El control absoluto de la economía que el comunismo ha practicado durante largo tiempo ha tenido resultados negativos. Pero lo más delicado es que las medidas que tímidamente se toman no parecen mejorar la situación sustancialmente. En este aspecto, la actitud que adopte el Occidente es clave. Si los países occidentales –y el Japón– no se deciden a meter la mano en su ayuda, hay el peligro de que todo lo que envuelve la «perestroika» pueda colapsar. Y no está ausente el temor de que los organismos financieros internacionales, para ofrecerle contribuir a la salida de la crisis, se empeñen en la imposición de las recetas fondomonetaristas que tanto costo social han representado para los países del tercer mundo, y que aplicadas en la URSS podrían generar una explosión de magnitud inimaginable.
Tenemos confianza, sin embargo, en que este serio obstáculo será superado; y quizás veremos algo que se viene preparando en el tiempo: una especie de arreglo entre el ímpetu productivo del capitalismo y el programa distributivo del socialismo. No sé por qué hay empeño en ignorar que en cierta medida esta transacción entre la riqueza y el bienestar social se busca en los países europeos que practican la economía social del mercado: ponen en el mercado el estímulo a la riqueza, pero dedican buena parte de ésta a la atención de lo social.
La otra grave dificultad del señor Gorbachov es el sentimiento nacional que hace eclosión en las provincias del Imperio o, si se quiere decirlo en forma más prudente, en las repúblicas asociadas a Rusia en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Las pequeñas naciones bálticas Lituania, Estonia y Letonia, son las primeras, en ese orden, en manifestar el deseo de sus pueblos de recuperar la soberanía de que fueron privadas por el pacto militar Riben-tropp-Molotov. Pero luego siguen Ucrania y Armenia y, paralelamente, las repúblicas de cultura musulmana, alentadas por la Revolución Islámica que Khomeini implantó en Irán.
Desconocer ese sentimiento nacional, oponerse violentamente a su expresión, podría significar un golpe de muerte para la perestroika. Aceptar francamente la justificación de sus aspiraciones podría destapar en el seno de las jerarquías militares y políticas una reacción incalculable. El Ejército Soviético puede mantenerse silencioso, como un convidado de piedra. Pero olvidar su existencia podría conducir a un grave error de cálculo. Es de suponer que el líder haya tenido permanentemente en consideración el manejo de esta institución, tan poderosa y que tanto ha influido en la política interna de la URSS.
Venezuela, como un país cuya presencia en el concierto de las naciones está inseparablemente unida a una personalidad histórica cuyo cognomento es «El Libertador», ha dado siempre su consecuente simpatía y apoyo moral y político a los pueblos que luchan por su independencia, sin distinción de etnias y ubicación geográfica. Es ser consecuentes con nosotros mismos simpatizar con las aspiraciones de esos pueblos a su independencia. No podemos, sin embargo, cerrar los ojos ante la embarazosa situación en que sus anhelos colocan a Gorbachov en este preciso momento. Enviar al Ejército a la capital lituana recuerda la actuación tradicional. Cuando estoy escribiendo este artículo siento, como muchos otros, la angustia de que la ocupación militar soviética pueda ceder a la tentación de usar los viejos métodos. Sería terrible. A cada momento muchos estamos cruzando los dedos para desear que no recaiga el líder de la perestroika en la dolorosa historia de la dominación violenta.
La imaginación, desplegada hasta ahora con inesperado éxito, tiene que encontrar una fórmula a través de la cual se reconozca el derecho de esos países al autogobierno y les garantice la seguridad de decidir definitivamente su destino dentro de un término conveniente. Por otra parte, es lógico que esas repúblicas no pondrían ninguna objeción a celebrar tratados que cubran la seguridad militar de la URSS contra cualquier peligro futuro, que contamos no se va a presentar.
Las dificultades de Gorbachov las está sintiendo como suyas todo el mundo libre. Superarlas será la culminación de un proceso que ha abierto grandes esperanzas en los albores del siglo XXI.