El Estado de Derecho
Palabras improvisadas en la reunión de los delegados de Derecho de las universidades del país en la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas, el 30 de abril de 1990.
Quiero, en primer lugar, manifestar mi complacencia por esta maravillosa demostración de preocupación y armonía, de patriotismo bien entendido, que dan al reunirse aquí los delegados de las Facultades de Derecho de las Universidades del país. Como han dicho algunos de ustedes en este mismo acto, se ha roto un muro; y esos muros de incomprensión hacen un daño incomparable a las relaciones entre los seres humanos para alcanzar los objetivos de la cultura, de la justicia y la paz. Ese muro roto es auspicio de una fraternidad que espero sea cada vez más honda, más sincera y positiva entre todas las Universidades del país. Y me complace que sean mis futuros colegas los que lleven adelante esta bandera, tan hermosa, de la solidaridad inter-universitaria, que representa una gran esperanza para Venezuela.
Me han invitado a decir unas palabras en este acto, y yo quisiera hacer algunas consideraciones, – desde luego con la relativa brevedad que demanda lo completo del programa -, sobre el Estado de Derecho. Porque hemos dicho con frecuencia que la República de Venezuela es un Estado democrático, es un Estado Social, es un Estado de Derecho. En mi primera reunión con la Comisión para la Reforma del Estado (COPRE) agregué algo que me parece de mucha importancia y actualidad: es un Estado de servicio. Aspecto éste en cuyas deficiencias se funda uno de los reclamos más sentidos y más intensos de la sociedad civil.
Ahora, el Estado de Derecho no puede existir si no lo comprendemos, si no lo alimentamos, si no lo fortalecemos, quienes dedicamos nuestra vida al cultivo del Derecho. Y de esta jornada, en las cuales ustedes expresan sus inquietudes, sus críticas, sus reclamos, sus esperanzas, sus aspiraciones, debe salir en el fondo, reiterada a través de todos los demás Congresos, la voluntad del estudiantado universitario venezolano de hacer de Venezuela en verdad un Estado de Derecho.
Nuestro Estado de Derecho se mancilla cuando perdemos la fe en la administración de justicia. Nuestro Estado de Derecho se perturba cuando perdemos la fe en las instituciones. Nuestro Estado de Derecho sufre cuando el sufragio popular se conturba con manipulaciones artificiosas. Nuestro Estado de Derecho se siente amenazado cuando la sociedad civil, cuando el pueblo, cuando nuestra gente pierde fue en la norma jurídica que debe regular la conducta de todos los habitantes.
Para que el Estado de Derecho viva fuerte y lozano, tiene necesidad de una fundamentación moral, de una fundamentación espiritual. A la teoría pura del Derecho, que tanto auge tiene en general en los cuadros científicos de nuestra disciplina, le encuentro que ella puede – contra la voluntad de sus propios autores – establecer un divorcio inaceptable entre la moral y el Derecho. Es cierto que hay razones científicas – que no comparto pero que respeto – para decir que el Derecho y su fuerza condicionante no pueden depender de la aceptación de una determinada concepción moral.
Pero, cuando el Derecho no tiene como finalidad servir a la justicia, y cuando la justicia no se coloca en el orden de los valores espirituales, es muy difícil que el propio Estado de Derecho pueda resistir los embates del Estado totalitario.
Hans Kelsen, que fue un luchador por la teoría pura del Derecho, era un convencido de la democracia y de la libertad. Pienso, sin embargo, cómo, deformando sus propios sentimientos y sus propias convicciones, se valieron de la fundamentación de la teoría pura del Derecho para servir de instrumento al monstruoso totalitarismo que en su propio país hizo añicos todas las normas de justicia y que al propio Kelsen lo aventaron por muchos años al exilio.
El Derecho tiene una estrecha vinculación con la justicia y la justicia es un valor ideal que debemos tener una preocupación profunda por verlo realizado en nuestra propia sociedad. Y si la concepción clásica mantenía la tradicional división tripartita de justicia conmutativa, legal y distributiva, la presencia de la justicia social es uno de los acontecimientos más trascendentales de la humanidad, de los hechos más fundamentales de la vida jurídica en el mundo entero a través de los últimos doscientos años; pero que está esperando aún una realización plena, tanto en lo interno de las sociedades como en algo en que hemos puesto mucho énfasis: en las relaciones entre los Estados como miembros de la comunidad internacional.
Esa preocupación por la justicia debe estar en la vida del jurista y por eso los principios romanos, con su percepción positiva, le decían al jurista que tenía que buscar tres principios, tres orientaciones, tres normas: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere. Vivir honestamente, no dañar a nadie, dar a cada uno lo que le corresponde. Y debemos sentir profundo desgarramiento interior cuando una vida honesta, que era la primera condición del sacerdote de la justicia, aparece ausente y hasta menospreciada en la conducta que sirve al Derecho y a través del Derecho debe servir a la justicia.
Yo quisiera, en breves palabras, referirme principalmente a tres actitudes, a tres actividades, a tres profesiones, a tres posiciones directamente relacionadas con la creación y con el robustecimiento del Estado de Derecho en una sociedad cualquiera y especialmente en la sociedad moderna: el abogado y el Estado de Derecho; el político y el Estado de Derecho; el juez y el Estado de Derecho.
El abogado tiene que servir a la justicia, pero tiene que sentirla intensamente. La abogacía no es simplemente un modo de vida para ganar dinero. Yo no puedo oponerme a que a través de la profesión de abogado se haga su titular la posibilidad de una vida holgada y de una vida cómoda, para satisfacer sus necesidades y disfrutar de los beneficios que su éxito le pueda proporcionar. Pero es muy triste reconocer que se tiende a infiltrar en el seno mismo de la profesión jurídica la idea de ejercer la profesión para ganar dinero, para ganar mucho dinero, y con frecuencia para ganar dinero por vías ilícitas que pugnan con la esencia misma de la profesión.
Creo que nuestros Colegios de Abogados han perdido prestigio en la sociedad en general porque han perdido de vista este objetivo fundamental: la defensa de la profesión en su contenido ético. Y algunas veces nos sentimos maltratados cuando escuchamos el concepto que la gente tiene de los abogados en general. No es un chiste sino algo que duele en lo más hondo de la conciencia, aquel concepto tradicional que vincula a la abogacía con la trampa, con la maniobra, con el arreglo indebido e ilícito, que llegó hasta aquellos tiempos en los cuales al santo patrón de la abogacía se le señala con el mérito para ser canonizado, de que siendo abogado sin embargo no fue corrupto en el ejercicio de su profesión. Por allí de vez en cuando recuerdan el epitafio que corrió muchas veces, «Sánchez Ivo erat breto; advocatus et non ladro: ses miranda populo». Lo que una traducción libre y un poco rimada sería decir: «Ivón, un tanto bretón, fue la admiración del pueblo porque nunca fue ladrón».
Rescatar para el abogado el prestigio y la autoridad en la sociedad es indispensable. La sociedad moderna está llena de tentaciones que corrompen, que relajan, que hacen perder los resortes de la conciencia moral. Yo les quiero confesar a ustedes en este instante que, así como he dedicado buena parte de mi vida al Derecho Laboral por considerarlo la vanguardia de una transformación, de una renovación jurídica que rompe la forma estereotipada para buscar el fondo mismo de la verdad y la justicia, me duele cuando abogados talentosos, que han dedicado mucho tiempo al estudio de estas leyes, al ponerse al servicio de las grandes empresas que les pueden pagar grandes sumas de dinero, se convierten en los peores enemigos de los derechos inmanentes del trabajador.
Tenemos, pues, que buscar un motivo permanente de reflexión, tenemos que hacer un esfuerzo constante de condición, de concientización para que esa nueva Venezuela que anhelamos brote a través de los nuevos juristas, con la convicción profunda de que el Derecho es para servir a la justicia y de que el abogado, que tiene el derecho innegable, que no se le puede rehusar, de ganarse la vida a través del ejercicio de su profesión, debe reconocer como primera y fundamental obligación la de servir, de cumplir el deber, de defender los débiles y de servir a la justicia.
Me permitirán ustedes que haga una breve alusión personal. Hace unos años, una señora, esposa de un alto político dotado de mucho poder en un régimen autocrático al cual yo como muchísimos venezolanos combatimos desde las trincheras de la oposición, me esperó en mi casa para pedirme que la defendiera, porque la había demandado su marido. Cuando yo le dije: «¿te das cuenta de lo que me pides?, me dio una respuesta que se me clavó en la mente, en el corazón y en la conciencia: «y si tú no me defiendes, ¿quién me va a defender?».
Jóvenes abogados: este sencillo hecho que les estoy relatando, ojalá quede en la memoria de ustedes, para que cuando alguien que no encuentre quien pueda defenderlo para que sus derechos sean reconocidos, se imponga la conciencia en ustedes y no reparen en los peligros que puedan correr y no estén pensando en los beneficios que probablemente serán ninguno que han de tener, y recuerden que hay un compromiso con la patria, con la Universidad, un compromiso fundamental de defender la justicia, que si no cumple, no justifica el esfuerzo hecho para ganar un título de abogado y una licencia para ejercer la noble profesión.
El político, en este momento, es el ser más maltratado. A veces, quizás, el más calumniado; pero criticado y censurado con razón, porque el país ha ido sintiendo desconfianza hacia sus actitudes, menosprecio hacia sus palabras, duda hacia sus posiciones.
En las instituciones democráticas, el político cumple un papel fundamental, y si no hay conciencia del Estado de Derecho en los que han asumido la responsabilidad de compartir la dirección de la vida del país, es muy difícil, muy arduo el esfuerzo para que el país se enrumbe con seguridad.
El Libertador decía que no eran las leyes, por perfectas que fueran, sino los hombres, los ciudadanos, hombres honestos, los que constituían las Repúblicas. El reclamo que se formula a la dirigencia política del país es grave y sin duda en muchos casos es fundada, aún cuando puede conducir a posiciones negativas, que alejan y hacen cada día más difícil la posibilidad de recuperación del Estado de Derecho. Cuando un político miente, su audiencia es grande y la reacción colectiva es frustrante. Pero tenemos que lograr que la sociedad civil tome conciencia también de lo que es la justicia, de lo que es el cumplimiento de la ley como condición indispensable para organizar realmente, en términos satisfactorios, la vida en común. Desgraciadamente, los males que se le imputan a los políticos están inmersos en la propia sociedad civil. Algunas veces, quizás aquí mismo, he confesado que a cada paso existe en la generalidad de nuestros compatriotas una tendencia a querer burlar, a través de la influencia, las leyes que establecen requisitos para la obtención de determinados beneficios, o la aplicación correcta y la interpretación de estas leyes para la vigencia del Derecho.
Podría decir aquí, para reconocimiento de la Universidad Católica Andrés Bello, que ya son casi ninguno de los que me llaman, como me llamaban antes, para pedirme que tratara de ejercer influencia para que se admitiera un alumno que no había logrado las calificaciones indispensables para su inscripción, o para que facilitara algo que iba contra la reglamentación de la Universidad. Por mi parte, he perdido quizás unos cuantos amigos al decir que no estoy dispuesto a intervenir para pedirle a un profesor que modifique la calificación que ha merecido algún alumno. Y no estoy dispuesto a hablar con un juez, aunque sea mi amigo personal y compañero de partido, para pedirle que incline a favor de alguien la decisión que le corresponde.
He contestado, «ellos saben lo que hacen y lo hacen correctamente». Pero debo decir que una condición para que la gente comience a pensar que la intromisión de los partidos políticos en todos los aspectos de la vida y el establecimiento de un sistema de recomendaciones y de influencias, no es culpa de los solos políticos sino de la clientela que está integrada por la sociedad en general, es la adopción de una actitud seria, decidida, correcta, sin necesidad de contestar groseramente; como la de las autoridades de la UCAB, que responden que están cumpliendo un mecanismo establecido en los reglamentos, procediendo con buena fe a rendir el dictamen de acuerdo con lo que pide la conciencia.
Es verdad que la cúpula de los partidos políticos han cometido y cometen infinitos errores, pero el hecho de que se metan hasta en la elección de una Reina de Carnaval, muchas veces no es culpa de ellos sino de los propios ciudadanos, que acuden a buscar ayuda, aunque sea un estímulo, para apoyar la candidata. Y debo decir que en medio de todo, algunas veces prevalece cierto sentido de responsabilidad. Cuando el proceso democrático se inició en Venezuela, los representantes de los partidos que teníamos mayor responsabilidad nos esforzamos en buscar independientes honorables, a los que solamente les rogábamos que participaran en la ardua tarea de poner en marcha la institucionalidad democrática en Venezuela.
A las Cámaras Legislativas llevamos a venezolanos honorables y no fueron más porque no se sintieron dispuestos a correr las contingencias y dificultades que la pertenencia a un cuerpo legislativo podría representar. Podemos señalar numerosos casos de personas respetadas por la comunidad hasta el fin de sus vidas, quienes fueron a posiciones importantes llevadas por el deseo de los partidos que la sociedad civil estuviera solidariamente involucrada en la construcción del Estado de Derecho. Y perdónenme que les diga, que en medio de todas las acerbas y justificadas críticas que se le hacen – que le hacemos, porque yo también las hago – a la cúpula de los partidos políticos del status, tenemos que reconocer que algunas veces las viejas preocupaciones retoñan y así podemos entender cómo las cúpulas de los partidos escogieron para Fiscal General a mi amigo y discípulo Ramón Escovar Salom.
Pero, cuando les he hablado de la responsabilidad del político en la construcción y mantenimiento, en el saneamiento que robustece el Estado de Derecho, no es simplemente para hacer una consideración genérica sino para decirles que yo pienso que ustedes deben participar y van a participar en esa noble actividad que es la política, que como dijo un ilustre mexicano, Manuel Gómez Morín, cuando significa el noble arte de regir pueblos prescindiendo de las pequeñeces, de la intriga y del egoísmo, es una de las actividades más altas que existen en la vida de un ser humano.
Ustedes tienen una tarea que cumplir. Hace algunas semanas estuve aquí invitado por el Centro de Estudiantes de Economía para hablar de la problemática actual de Venezuela, y al final les dije: la crítica de ustedes, que es fundada y necesaria, hay que orientarla en sentido constructivo. Pienso que de estas reuniones tienen que salir nuevos grupos, nuevas ideas, nuevos principios. Algunos serán transitorios, otros se irán fortaleciendo, se reunirán, o desaparecerán pero dejarán la tónica de una nueva esperanza, el anuncio de una verdad como la que está reclamando el país y no se quedarán en la actitud de simple descontento y de censura, porque puede conducir a la más funesta de las conclusiones que sería un pesimismo generacional.
Finalmente, quiero hablarles del papel del Juez en el Estado de Derecho. Triste el país donde la población pierde respeto por la administración de justicia; porque, como creo que aquí mismo se ha dicho, puede haber decisiones de los Jueces con las cuales algunos, muchos, quizás la mayoría, esté en desacuerdo, pero lo grave ocurre cuando esa decisión se imputa a motivos inconfesables, cuando se atribuye a corrupción, al interés personal, a la debilidad o al contubernio, que es el sustituto de la gran virtud de la solidaridad que debe existir en el seno de los movimientos políticos.
Don Quijote, Padre Pérez Llantada, a quien usted recordaba hace poco, en su carta al Gobernador de la Insula Barataria, Sancho Panza, le decía: «Cuando tengas que inclinar la vara de la justicia, que no sea con el peso de la dádiva sino con el de la misericordia».
Imperfecta, como siempre es la justicia, como todos los hechos humanos, sin embargo, su imperfección se modifica según la motivación que la ha determinado. Cuando esa motivación es el interés, el lucro, la solución es inaceptable. Cuando es la clemencia y bien entendida, dentro de los límites que puede aceptar una idea correcta de la justicia, se entiende la inclinación de apreciar el juicio con benevolencia.
Es triste cuando un estudiante de Derecho entra en una pasantía en un Tribunal y lo enseñan a pedir dinero que no está previsto en los aranceles, por cualquier actividad que realice. Es triste cuando el carácter, que técnicamente es aceptable, el carácter mercenario de la justicia (es decir, que no puede actuar sino por instancia de parte) se convierte en una fuente lamentable, sucia, de prebendas y de corrupción.
La profesión del político, como la profesión del juez, no es para enriquecerse, no es para amasar fortuna. Yo he dicho en más de una ocasión que a mi modo de ver hay tres profesiones, tres modos de vida, que son incompatibles con los negocios: la de sacerdote, la milicia y la política. Hay que sospechar de un político metido a comerciante y de un militar metido a comerciante y, desde luego, mucho más, de un sacerdote metido a comerciante. Y no es que un empresario no pueda hacer política, sino lo grave es cuando un político se convierte en empresario. En el caso de un juez, esa responsabilidad es mucho mayor. Luchar para que la administración de justicia recobre autoridad ante la sociedad civil es una tarea ímproba, pero indispensable. Quizás nuestro Fiscal pueda ayudarnos mucho en esta delicada tarea.
Yo les voy a contar una cosa. En el año de 1979 había que elegir cinco Magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Yo fui el ponente que llevó a la Constitución la tesis de que el período de los magistrados de la Corte Suprema fuera de nueve años, y de que se renovara por terceras partes, cada tres años, con la idea de sustraer en lo posible el fenómeno de la elección de la coetanidad con cada nuevo gobierno: una nueva Corte, unos nuevos Tribunales, para un nuevo Gobierno. Después, he sostenido la necesidad de que se exija constitucionalmente un voto calificado, por lo menos de las dos terceras partes del Congreso, para que se pueda hacer la elección.
Y he estado señalando, sin tener suficiente información acerca de la manera de cómo esto se haya cumplido o si haya tenido éxito, el que la nueva Constitución de Guatemala introduce una novedad curiosa, que es la llamada Comisión de Postulación: una parte de los miembros de la Corte Suprema deben escogerse de una lista presentada por una Comisión de la cual forman parte los Decanos de las Facultades de Derecho y los Presidentes de los Colegios de Abogados y algunos otros representantes de la sociedad civil. En Venezuela es más difícil, porque hay más Universidades y más Colegios de Abogados, el número es mayor, y la única duda que nos asalta es si esto, al darle participación a estos organismos en las postulaciones, puede tener como resultado una especie de feed-back, como dicen ahora, una especie de regreso, politizando en mayor medida esos organismos llamados a realizar esa función.
Pero, en todo caso, les quiero decir que en el año de 1979, el Dr. Gonzalo Barrios y yo fuimos autorizados por nuestros respectivos partidos para ponernos de acuerdo en la elección de los cinco Magistrados que se iban a elegir de la Corte Suprema de Justicia, con el propósito de iniciar a fondo un proceso de despolitización del Poder Judicial. De la sinceridad del propósito puede dar fe este hecho: nos pusimos de acuerdo, y así lo hicimos, en no reelegir a gente como el Dr. Jonás Barrios, hermano de Gonzalo; como el Dr. Martín Pérez Guevara, uno de los más distinguidos juristas venezolanos vinculado a Acción Democrática; como el Dr. Miguel Ángel Landáez, una de las más brillantes figuras del Partido Social Cristiano COPEI.
Los tres aspiraban a la reelección y tenían méritos para ello, méritos intelectuales y científicos, tenían credenciales suficientes para solicitarlo. Sin embargo, hicimos el esfuerzo, y a Pérez Guevara y a Jonás Barrios y a Miguel Ángel Landáez, los dejamos fuera para buscar Magistrados que representaran en la mayor medida posible la independencia de todo partido político en el más alto Tribunal de la República. Nos costó mucho. Nos pusimos de acuerdo en los nombres de algunos distinguidos juristas que gozan de un ambiente de respetabilidad por sus conocimientos y por su conducta. Muchos de ellos se negaron, porque la remuneración de los Magistrados de la Corte Suprema no era suficiente para los gastos que la sociedad de consumo les había impuesto. Uno de ellos, amigo, profesor universitario, nos dijo: «sería el único cargo público que yo habría ambicionado en mi vida, pero acabo de construir una casa y la estoy pagando, y con el sueldo de la Corte no la podría amortizar». Es una lucha difícil, pero indudablemente hay que llevar adelante el propósito, que después se frustró, en jornadas posteriores, porque no hubo acuerdo y la mayoría impuso criterios políticos, de los cuales, tanto en la Corte Suprema de Justicia como en la Fiscalía General de la República, el Estado de Derecho, el país, el prestigio de la democracia están pagando las consecuencias.
El Juez, a mi modo de ver, debe tener tres cualidades: debe ser instruido, iba a decir ilustrado, pero lo importante no es una ilustración adicional sino una instrucción profunda en el contenido del Derecho que le va a corresponder administrar. Debe ser laborioso, porque la falta de actividad, la demora en la administración de justicia es una verdadera denegación de justicia.
Quizás en Venezuela la lacra más grande que todavía padece la administración de justicia es precisamente ésta de la tardanza en decidir los juicios, ya que justicia tardía no es verdadera justicia. Pero la otra condición es ser honesto. Y de las tres – ser instruido, ser laborioso y ser honesto – yo diría que la tercera es la que más importa.
En todo caso, nos corresponde darle fuerza, y estas nuevas generaciones que salen de estos movimientos universitarios son las llamadas a llevar sangre nueva a la administración de justicia, de cuyo prestigio, de cuya autoridad y de cuyo cumplimiento cabal y honesto depende, más que de ninguna otra, el futuro de Venezuela.
Hay una anécdota, con la cual voy a terminar mis palabras, que se repetía mucho en otros tiempos y, para sorpresa mía, no es comúnmente conocida en los ambientes estudiantiles actuales. Es la anécdota de Federico El Grande y el molinero. Federico El Grande, Rey de Prusia, poderoso, construye en Potsdam un hermoso castillo para servirle de descanso. «Sans Souci», le puso, siguiendo el consejo de Voltaire: era para estar en él libre de preocupaciones, sin cuidados, pero un molinero estaba cerca y el ruido del molino incomodaba al Rey. El Rey quiso comprar el molino y el molinero se negó. El Rey lo llamó a su presencia y le dijo: «¿sabes lo que estás haciendo? Te estás oponiendo al Rey de Prusia». Y el molinero le respondió: «Majestad, ¡hay jueces en Berlín!».
Ojalá podamos nosotros decir, y va a depender de ustedes en gran parte, sin que nosotros neguemos nuestra responsabilidad, ¡hay jueces en Venezuela!, y cuando en Venezuela el ciudadano sepa que el Juez lo ampara, entonces se salvará definitivamente el Estado de Derecho.
Muchas gracias.