Los setenta del peregrino
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 16 de mayo de 1990.
Muchos y muy importantes motivos tiene la humanidad para agradecer al Todopoderoso los setenta años vividos por Karol Woytila, nacido el 18 de mayo de 1920. En los últimos doce, como sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Juan Pablo II ha conmovido al mundo con su prédica de paz, con su mensaje directo de fe y solidaridad, con su defensa inconmovible de las verdades en las cuales se formó y en cuya virtualidad se afinca la esperanza de un mundo mejor.
Es sorprendente el dinamismo de ese hombre maduro, el optimismo de ese ser cargado de tan graves responsabilidades, el coraje de ese luchador cuya vida es un verdadero milagro y cuya determinación es irreductible ante amenazas, incomprensiones y peligros.
No hay porción de la tierra que no hayan besado sus labios antes de recorrerla. No hay grupo étnico que no haya escuchado su palabra, llena de bondad y de afecto. Ha realizado como Papa cuarenta y siete viajes, durante los cuales no ha habido interrupción en el esfuerzo de cumplir el mandato de Cristo: id y enseñad a toda la gente; mandato hecho realidad con ese contacto humano que conmueve hasta a quienes no comparten su doctrina y produce una sensación de alta espiritualidad aun en aquellos que no creen en Dios.
Escogió, no sé si coincidencialmente o por decisión deliberada, la jornada misionera cumplida en México como pórtico de su septuagésimo cumpleaños. México, la mayor de las naciones hispanoamericanas, fue puntera en la fe cuando la madre de Dios escogió a un humilde indígena para presentarse en nuestro continente como intermediaria con el cielo. Cercanos los quinientos años de la llegada de la primera cruz al hemisferio occidental, el papa Juan Pablo II comenzó esta nueva etapa de su peregrinaje elevando a los altares a Juan Diego, el siervo bueno, que ha estado durante siglos presente en las oraciones de la gente sencilla a la virgen de Guadalupe, al impetrar su asistencia para la solución de un problema, la consecución de una gracia o la mitigación de un dolor.
En México habló el Pontífice como tenía que hablar. Precisó los deberes morales que la religión impone en el orden ético, pero también en el orden económico y social. A los empresarios les recordó los deberes que impone la injusticia social. Abogó por los derechos de los débiles, la obligación de crear empleo, de dar mejores condiciones de trabajo y de pagar un salario más justo. Fue el mismo Papa de las encíclicas Laborem Exercens (en los 90 años de la Rerum Novarum y Sollicitudo Rei Socialis (en los 20 años de la Populorum Progressio. Advirtió que para comportarse como buenos cristianos no basta ir a misa, rezar y recibir los sacramentos, sino que es necesario comportarse en el orden de la economía como lo prescribe el reconocimiento al trabajo como atributo fundamental de la persona humana, consagrado por Cristo como su propia actividad.
No podían faltar inconformes que dijeran que el Papa se estaba metiendo en política. Nada más falso. Ni una palabra salió de su boca que constituyera una inmiscuencia en los asuntos del gobierno, en la vida de los partidos, en las aspiraciones de los candidatos. Nada que lo mezclara con las incidencias, a menudo sórdidas, que el acontecer político genera. Habló de deberes y virtudes sociales; de las exigencias que confronta la civilización cristiana para lograr una verdadera paz, la cual, como han dicho egregios predecesores suyos, es «obra de la justicia» y «tiene como nuevo nombre el desarrollo».
Cuando Juan Pablo II se refirió al capitalismo liberal para señalar el error de presentar ese sistema «como el único camino para nuestro mundo» y aludió al «juicio crítico necesario sobre los efectos que el capitalismo liberal ha producido, por lo menos hasta el presente, en los países llamados del Tercer Mundo», no se refería a un régimen político, sino a un sistema social y económico. Cuando dijo que en México (lo que es aplicable sin duda a los demás países latinoamericanos) «hay que reconocer que se está todavía muy lejos del ideal de justicia y que al lado de grandes riquezas y de estilo de vida semejantes, y a veces superiores, a los de los países más prósperos, se encuentran grandes mayorías desprovistas de los recursos más elementales», habló de una situación cuyo planteamiento desborda cualquier definición de índole política.
Por ello expresó «que la búsqueda de soluciones reales supone sacrificios por parte de todos, pero no debemos olvidar que con frecuencia son los pobres quienes deben sacrificarse forzadamente, mientras que los poseedores de grandes fortunas no se muestran dispuestos a renunciar a sus privilegios en beneficios de los demás».
Tres días antes del cumpleaños número 70 del Papa peregrino, se han cumplido 99 años de la fecha en que el Papa octogenario León XIII expidió la encíclica Rerum Novarum, llamada Carta Magna de los trabajadores. Dicha Carta inició formalmente la Doctrina Social de la Iglesia, preparó a la humanidad creyente para la penetración de la justicia social en el siglo XX. En 1991 se cumplirán cien años de aquel memorable documento. Presentimos que en el centenario, el Papa lanzará otro documento trascendental que iluminará con el resplandor de la justicia social, interna e internacional, las incertidumbres que nos prepara el siglo XXI.
No puedo ocultar la admiración y el afecto que siento por este Vicario de Cristo. He tenido la fortuna de conocer a todos los Papas que han ocupado el solio de Pedro a lo largo de mi vida, exceptuando sólo a Benedicto XV, que gobernaba la iglesia cuando nací y a Juan Pablo I, que apenas ejerció su pontificado 33 días y del cual conservo una foto, dedicada por el Cardenal Quintero, del momento en que aquel prelado venezolano le ofreció sumisión.
Tengo muy gratos recuerdos de Pío XI, quien nos recibió y alentó paternalmente a los estudiantes que en Roma constituimos la Confederación Iberoamericana de Estudiantes Católicos (CIDEC). No se borra de mi recuerdo la figura majestuosa de Pío XII, que irradiaba señorío y bondad; ni la risueña simpatía de Juan XXIII, el otro Papa octogenario que, sin dejar su sonrisa optimista ni sus ocurrencias geniales, desencadenó la revolución más importante de este siglo en la iglesia católica; ni la austera imagen de Pablo VI, cuyos mensajes reafirmaron y orientaron la obra del Concilio Vaticano II. Pero es indudable que Juan Pablo II es un ser al que se puede aplicar sin reparo el calificativo de providencial. Se considera con razón que el pontificado meteórico de Juan Pablo I fue un puente ordenado por la Providencia para abrir camino a la elección de este primer Papa no italiano, después de más de 450 años.
El atentado del que milagrosamente salvó su vida fue como un reactivo para su incesante voluntad de ir a encontrar a toda la gente, para trasmitirles el Evangelio. Su firmeza para sostener lo que considera intransigible no empaña su cálida y humana bondad.
Su brillante inteligencia, su pasmosa capacidad para hablar todas las lenguas, apenas igualan su increíble aptitud para trasmitir un sentimiento de confianza y amistad. No hay gobierno en lugar alguno que al final de muchas reticencias y vacilaciones se atreva a cerrarle las puertas para comunicarse con su pueblo, y no habrá pueblo capaz de olvidar la huella profunda de su paso y la penetración de su palabra.
Cuando Dios hizo al mundo, cada día vio que lo que había hecho era bueno. En este tiempo, como en los primeros de la escritura, también podrá ver que haber hecho a Karol Woytila su enviado fue bueno. Por allí empezó a tomar cuerpo lo de Polonia y Solidarnoz. Y por allí siguió lo que en la Europa del Este ha demostrado que cuatro décadas de totalitarismo ateo no pudieron arrancar de numerosos corazones la inquietud que, según Agustín de Hipona, está en todos nosotros hasta encontrar a Dios.