El costo social
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, 19 de septiembre de 1990.
Hasta los voceros del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial han reconocido, en forma clara, que las medidas de reajuste económico que han venido imponiendo a los países en desarrollo para darles un certificado de «buena conducta» tienen un costo social considerable.
El problema no está, pues, en demostrar que ese costo social existe y es muy grande: la dificultad está en aceptar la prelación de lo económico sobre lo social. Es decir, en la tesis de ir adelante con las medidas de reajuste económico. Ello, aunque no quiera reconocérselo, envuelve un problema de orden moral.
La corriente era hablar del «costo político» antes de llegarse a la crisis que el peso de la deuda externa desencadenó. Fue a partir de agosto de 1982, cuando México se vio obligado a declarar una moratoria unilateral; fecha que, según Gert Rosenthal, secretario ejecutivo de CEPAL, puede fijarse como el inicio de una transición que alteró el ritmo de crecimiento que en todos los renglones venía marcando la América Latina desde 1950 y produjo un estancamiento general, una disminución del producto interno bruto real por habitante, un aumento de la tasa de desocupación, una degradación de la productividad, un decaimiento de los niveles de inversión y, entre otras cosas, un grave deterioro en el suministro de servicios sociales básicos. Era fácil decir hasta entonces que era necesario afrontar el riesgo de la impopularidad y asumir el «riesgo político» de las medidas de reajuste.
Pero ahora se trata, no solamente de un costo político: lo más grave es el costo social.
Claro, que en el orden político las medidas de reajuste tomadas por diversos gobiernos, cortadas por la misma medida porque han sido trazadas por los mismos sastres, han producido resultados traumáticos; pero la situación creada, según los indicadores sociales, va mucho más allá.
No puede ser casual el que casi todas las elecciones celebradas en América Latina en fechas recientes hayan sido ganadas por la oposición. Donde había gobiernos de izquierda triunfaron candidatos inclinados a la derecha, y viceversa. Puede que haya –necesariamente debe haber– causas específicas en cada país; pero no se puede atribuir a mera coincidencia el que se haya producido un mismo resultado –el triunfo opositor– frente a gobiernos de diferente matiz.
El presidente Alfonsín tuvo que entregar a un opositor la presidencia de la Argentina, y la situación era tal que no esperó a completar el término de su mandato, sino que adelantó la trasmisión para que el electo se hiciera cargo de una vez. En el Uruguay, el presidente Sanguinetti fue sucedido por un candidato de partido opuesto al suyo; en Brasil, Collor de Mello llegó al poder a través de una campaña inclemente de oposición contra el presidente Sarney. Ya antes, Napoleón Duarte en El Salvador tuvo que transferir la presidencia a un representante del partido Arena, su duro opositor; en Honduras, un presidente liberal fue sucedido por un presidente del Partido Nacional. En Nicaragua, los sandinistas perdieron unas elecciones que estaban completamente seguros de ganar; en Panamá, el general Noriega, con toda la demagogia anti-imperialista que derrochó, fue vencido en las urnas por la oposición, antes de que fuera defenestrado y arrestado por la invasión norteamericana.
Podrían alegar algunos que en Venezuela y en Colombia las elecciones mantuvieron al mismo partido en el poder: en el caso de Venezuela, aparte de las circunstancias personales del candidato ganador, el gobierno anterior se lanzó a una política de derroche que después ha costado mayores sufrimientos a la población; y en Colombia, además de las circunstancias terribles que el presidente Barco tuvo que intentar y que necesariamente producían un acercamiento del país hacia su gobierno, es indudable que el monstruoso asesino del candidato del Nuevo Liberalismo, Luis Carlos Galán, influyó decisivamente en el ánimo público; como había influido en la caída de Somoza el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro y en la de Ferdinand Marcos el de Benigno Aquino, o, en un lejano continente, el de Indira Gandhi en la elección de Rajiv Gandhi como primer ministro.
En el Perú, en el voto por el presidente Fujimori indudablemente privó el deseo de buscar alguna fórmula totalmente nueva, ante la angustia colectiva. En la República Dominicana, a pesar de la inmensa autoridad del presidente Balaguer, su reelección fue por una diferencia mínima, lo que provocó unos escrutinios lentos y tensos.
Pero en sustancia, es necesario admitir que la situación económica y las medidas de reajuste han sido determinantes en el resultado común. Se ha llegado a veces hasta llevar el reflejo de esta situación a ver amenazado el propio sistema democrático: menos mal que los Estados Unidos, cuyas embajadas eran en tiempos anteriores foco de irradiación para el espíritu golpista, han tomado consistentemente la decisión de respaldar los gobiernos electos democráticamente y desalentar a los que pudieran estar aspirando a sustituirlos por fórmulas de fuerza.
El costo social del peso de la deuda externa es ya de por si considerable, pero el de las medidas de reajuste de corte neoliberal se revela cada vez más insoportable y moralmente inaceptable.
No puede ser que se miren con displicencia los indicadores sociales y sólo se preste atención a los indicadores económicos. Mientras en algunos países se hacen esfuerzos brutales para contener la inflación y buscar en los sótanos un plano de contención a la caída del signo monetario, crece el porcentaje de hogares que no perciben el ingreso mínimo necesario para comer lo requerido por las organizaciones de salud, aumentan las cifras de desnutrición y comienzan a reaparecer enfermedades que se habían olvidado por las políticas que –con un signo u otro– llevaban presente una preocupación de justicia social.
Frente a ese costo social no bastan paliativos. Un subsidio aquí o allá, una ayuda por un lado u otro, pueden aliviar pero ni alcanzan a todos los que sufren los efectos de las medidas económicas, ni tampoco son suficientes para quienes lo reciben. El problema de fondo está en las medidas mismas, y es a ellas a las que habría que revisar. Hasta en Chile, donde la política dura del general Pinochet pudo lograr indicadores económicos mejores que las democracias de los países vecinos, el costo social patente entre otras cosas en la disminución del salario real de los trabajadores y en el establecimiento de difíciles condiciones de vida para las clases medias, es un hecho reconocido, cuya participación en la derrota de la dictadura es admitida por los analistas político-sociales.
¿Será posible que los líderes de los países ricos, que tienen un papel decisivo en los organismos financieros internacionales, se den cuenta de que por el camino que imponen no están creando bases sanas para el futuro de nuestros pueblos? ¿No aceptarán la posibilidad de revisar esas políticas fondomonetaristas para evitar males mayores?
J.F. Kennedy impulsó con la Alianza para el Progreso una revisión de viejos postulados que frenaban el desarrollo de América Latina. Una de las decisiones más trascendentales de los acuerdos de Punta del Este fue la de permitir –y estimular– a los países desarrollados de dar créditos blandos a través del dinero público en rubros que la ortodoxia económica asignaba a los inversionistas privados.
La mala situación económica de América Latina no puede ser imputada solamente a nuestros propios errores y faltas.
Hay una injusticia patente en el orden económico internacional, cada vez más visible, en el trato desigual que se da a los productos primarios que exportamos, frente al preferencial que se tributa a los productos sofisticados que importamos.
Esta hora del mundo es propicia para que se pongan en su justo lugar el clamor por un nuevo orden económico mundial, basado en la justicia social internacional. Negarlo –y someternos a un costo social espantoso– será mirar sin aliento las nuevas perspectivas que la humanidad debe abordar en el siglo XXI.