La Ley del Trabajo y el salario
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 5 de junio de 1991.
Cuando en su encíclica sobre el centenario de la Rerum Novarum, el papa Juan Pablo II se refiere a la perspectiva de los países que estuvieron sujetos al yugo del comunismo, expresa la esperanza y la necesidad de «reconstruir una sociedad democrática inspirada en la justicia social», para «preservar el trabajo de la condición de «mercancía» y garantizar la posibilidad de realizarlo dignamente».
Esta orientación coincide con la de nuestra legislación del Trabajo. León XIII había sostenido que frente a los problemas laborales «deberá intervenir de lleno, dentro de ciertos límites, el vigor y la autoridad de las leyes». El legislador lo ha hecho, inspirándose en el propósito de reconocer la libre contratación para la fijación del salario, pero exigiendo según «las normas de la justicia y de la equidad», «que los trabajadores cobren un salario cuyo importe les permita mantener un nivel de vida verdaderamente humano y hacer frente con dignidad a sus obligaciones familiares» (como lo proclama la Encíclica Quadragésimo Anno de Pío XI, de 1931).
La Ley del Trabajo de 1936, en este orden de ideas, establecía: «El salario se estipulará libremente, pero en ningún caso podrá ser menor que el fijado como mínimo de acuerdo con las prescripciones de esta ley en su artículo 80» (art. 72). En consecuencia, después de firmar el principio del libre acuerdo entre las partes, establecía un procedimiento especial para los casos en que fuera necesario fijar salarios mínimos obligatorios, siguiendo fielmente las normas del Convenio 26 de la Organización Internacional del Trabajo y de la recomendación respectiva. Lo cierto es que nunca o casi nunca se siguió ese procedimiento, sino que se optó por vías que se consideraron más expeditas en aquellos casos en que las circunstancias indicaron la necesidad o conveniencia de aumentar los salarios vigentes.
El presidente Carlos Andrés Pérez en su primer gobierno decretó un aumento salarial sin que hubiera una situación inflacionaria ni un fuerte reclamo sindical. Se fundamentó, según creo, en las atribuciones extraordinarias que le había concedido el Congreso. Durante el gobierno del presidente Herrera, el Congreso, respondiendo a una política de sinceración de precios, dictó una ley que aumentó los salarios, por iniciativa del diputado José Vargas, presidente de la CTV.
En el período del presidente Lusinchi se decretaron ejecutivamente aumentos salariales. Se invocaron la atribución 1ª. del artículo 190 de la Constitución («hacer cumplir esta Constitución y las leyes») y el artículo 26 de la Ley del Trabajo, que decía: «El Ejecutivo Federal, por Resoluciones Especiales o en el Reglamento de esta Ley, queda facultado para establecer cláusulas irrenunciables que se considerarán integrantes del contrato de trabajo». Dicho artículo, sin duda de difícil interpretación, sirvió de puerta de escape para los decretos respectivos.
Al elaborar el anteproyecto sobre el cual se elaboró la Ley Orgánica del Trabajo, pensamos que no era factible, ni conveniente, cerrar la vía del decreto frente a aumentos desproporcionados del costo de la vida; pero se requirió encuadrar esa facultad dentro de ciertas condiciones, como la de oír la opinión de los organismos más representativos de empleadores y trabajadores, del Consejo de Economía Nacional y del Banco Central de Venezuela.
Por otra parte, se dio una redacción más operante y realista a la materia del salario mínimo. Esta solución fue adoptada en el proyecto definitivo, pero en el curso de las discusiones, en la Cámara de Diputados, se consideró conveniente completar el procedimiento mediante una intervención del Congreso, a través de un procedimiento muy expedito, tal cual quedó en el artículo 138 vigente.
Por otra parte, el artículo 13 de la Ley, según el cual el Ejecutivo nacional tendrá las más amplias facultades para reglamentar las disposiciones legales en materia de trabajo y a tal efecto podrá dictar decretos o resoluciones especiales y limitar su alcance a determinada región o actividad del país, se agregó un parágrafo único, que dice:
«Cuando el interés público y la urgencia así lo requieran, el Ejecutivo Nacional, por Decreto del Presidente de la República en Consejo de Ministros, podrá establecer cláusulas irrenunciables en beneficio de los trabajadores y de la economía nacional que se considerarán integrantes del contrato de trabajo». Esta era la nueva redacción del antiguo art. 26.
Y se incorporó un nuevo artículo, el 22, según el cual: «Los Decretos que dicte el Ejecutivo Nacional, de conformidad con los artículos 13 y 138 de esta Ley, deberán someterse a la consideración de las Cámaras en sesión conjunta o de la Comisión Delegada, dentro de los cinco (5) días siguientes a su publicación. Las Cámaras en sesión conjunta o la Comisión Delegada, según sea el caso, decidirán la ratificación o suspensión de los Decretos dentro de los diez (10) días siguientes a la fecha de recepción. Parágrafo Primero. En caso de pronunciarse por la suspensión, el Congreso o la Comisión Delegada, según sea el caso, podrá recomendar al Ejecutivo Nacional la elaboración de un Decreto modificado. Parágrafo Segundo. Si transcurrido el lapso indicado, las Cámaras en sesión conjunta o la Comisión Delegada, según sea el caso, no se hubieren pronunciado sobre la decisión sometida a su consideración, ésta se considerará ratificada».
La solución adoptada no me pareció objetable. La clásica separación de los poderes ha tenido y cada vez tiene más excepciones. El veto presidencial, por ejemplo, es una interferencia del Ejecutivo en la formación de las leyes; la aprobación del Senado para la designación de Embajadores o del Procurador General de la República, o para los altos ascensos militares, y la de la Comisión de Finanzas para ciertas operaciones administrativas, consagran una interferencia considerada necesaria de la rama legislativa en actos administrativos.
El aumento salarial, por su carácter excepcional y sus efectos sobre el sector privado, no debe dejarse exclusivamente al Ejecutivo; pero legislar sobre esta materia, aparte la inevitable lentitud que supone la formación de las leyes, en relación con la urgencia invocada como fundamento de la medida, presentaría diversos inconvenientes. El sistema que se adoptó era, pues, el más equitativo y más práctico.
Por supuesto, tratándose de una materia nueva, se plantean problemas de interpretación y de procedimiento. Uno es el de si el Decreto, antes de recibir la conformidad del Congreso, debe publicarse en la Gaceta Oficial, y si de hacerlo entraría inmediatamente en vigor. Yo he opinado que no debería ir a la Gaceta sino al estar definitivamente firme; pero, de considerarse que cuando la Ley Orgánica habla de publicación debe presumirse que ha de ser en el órgano oficial, el Decreto debería llevar una disposición que aclare que no entrará en vigor hasta no ser ratificado expresa o tácitamente por el órgano legislativo.
Lo que es inconcebible es que al Presidente de la República le hayan hecho creer que la Ley le ha arrebatado una facultad constitucional. Tal facultad constitucional no ha existido. Lo que ha hecho la Ley Orgánica es condicionar la amplísima atribución que le daba el artículo 26 de la Ley derogada (cuya intención no pudo ser la de darle libertad absoluta para manejar a su antojo las relaciones de trabajo) que por experiencia demostró evidente peligrosidad. La prudencia del legislador la colocó en un justo medio: le confirió la atribución en forma expresa al Presidente, pero con algunas formalidades, dentro de un encuadre justiciero.
Ello ha venido a demostrar el sentido de responsabilidad y de prudencia que guió la elaboración de la nueva Ley Orgánica del Trabajo.