Preservemos la constitución
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 23 de enero de 1991.
Un signo positivo, en medio del pesimismo que invade el ambiente, es el que los treinta años de la Constitución se tomen como cosa normal y hasta se los señale con calificativos decepcionantes, sin advertir el hercúleo esfuerzo colectivo que ha sido necesario para realizar ese milagro.
Milagro, porque la vida política en Venezuela tuvo que recorrer un largo camino sembrado de fracasos para llegar a establecer un régimen constitucional que ya lleva más de treinta años; y que a pesar de sus imperfecciones y fracasos es base indispensable para el porvenir.
Ninguna Carta Fundamental anterior había alcanzado esta marca. La que más se acercó, la de 1830, sucumbió en forma triste. Su artículo 225 preveía que «en cualquiera de las Cámaras podría proponerse la reforma de algún artículo», y como el general Monagas (lleno de méritos en la Independencia, pero lleno de soberbia y ambición de poder como Presidente) hizo al Congreso decretar en 1856 que, como la Carta «no establecía trámites para la reforma general, los futuros Congresos tenían la facultad de efectuar la reforma general de la Constitución», y se dictó una nueva Carta en 1857, para, entre otras cosas, elevar el período presidencial a 6 años y suprimir la prohibición de la reelección inmediata. Ello hizo estallar la Revolución.
Después, todo fueron interrupciones. La única reforma parcial que ha habido fue la que se hizo en el período del general Medina en 1945, la cual duró en vigencia unos meses apenas. La Constitución de 1857 fue sustituida por la de una Convención Nacional surgida de la Revolución de Marzo, en 1858: dictada, sin duda, con ánimo patriótico pero sepultada por la Dictadura de Páez en 1862. La de la Revolución Federal, de 1864, sufrió el interregno de la Revolución Azul en 1868-69 y fue después sustituida por la de 1874 (que estableció el período presidencial de 2 años), y ésta, a su vez, interceptada por «la titulada Asamblea Constituyente» en el corto gobierno del general Alcántara, y restablecida por la Reivindicación, fue derogada en 1881, cuando se redujeron a 9 los 20 Estados y se estableció un Consejo Federal, conservando el período bienal; Andueza hizo aprobar la de 1891, en búsqueda de otra modificación mayor, pero en realidad la que vino fue la de 1893, dictada por una Asamblea Constituyente convocada por la triunfante Revolución Legalista. La Restauradora de Castro promulgó otra nueva, sancionada por una Asamblea Constituyente en 1901 (que estableció 20 estados) y ésta, a su turno, duró hasta 1904, cuando un Congreso Constituyente fijó el número de estados en 13.
Las Constituciones de Gómez fueron la de 1909, que volvió a los 20 estados; la de 1914 (precedida por un Estatuto Constitucional Provisorio) sancionada por un Congreso de Diputados Plenipotenciarios, que llevó el período presidencial a 7 años; la de 1922, que creó los cargos de Primer y Segundo Vicepresidente (para el hermano y el hijo del Presidente); la de 1925, que redujo a una sola las Vicepresidencias (había sido asesinado el hermano y pasó a ser el hijo el único Vice); la de 1928, que eliminó las Vicepresidencias, porque cayó en desgracia el titular (eliminación feliz para la República por eliminar una institución que causa más inconvenientes que ventajas tiene); la de 1929, que creó mediante disposición transitoria el cargo de Comandante en Jefe del Ejército Nacional (para el General) con el mando de las Fuerzas Armadas y participación en las principales atribuciones del Presidente (Juan Bautista Pérez), incluyendo el nombramiento de Ministros; y la de 1931, que eliminó aquel cargo porque Gómez asumió nuevamente la función presidencial.
La de 1936 tampoco fue debida a una reforma parcial. Hizo numerosos cambios, entre ellos la reducción del período presidencial de 7 a 5 años y la incorporación de normas especiales que sirvieron de fundamento a la Legislación del Trabajo. Después vinieron: la reforma parcial de 1945, la Constitución octubrista del 5 de julio de 1947, la dictatorial de 1953 y la actual de 1961.
Toda esta secuencia necesariamente había de desprestigiar, tanto a la República como a la Constitución misma. Era frecuente repetir la frase del presidente Monagas de que «la Constitución sirve para todo»; y se actualizaba un juicio de Vallenilla Lanz en referencia a La Cosiata, mofándose de «los que creían en la panacea de las constituciones escritas sin sospechar siquiera la existencia de las constituciones efectivas surgidas del estado social y que son las que gobiernan las naciones» (Cesarismo Democrático, 1919, p. 191).
Los redactores de la Constitución de 1961 no ignorábamos aquel proceso e hicimos grandes esfuerzos para armonizar la afirmación de los principios con el enfrentamiento de la realidad. En virtud de éste, por ejemplo, ni por un momento se nos ocurrió sustituir con un régimen parlamentario el presidencialismo derivado de la naturaleza y de la historia: nos preocupamos, más bien, por tratar de poner freno a sus posibles excesos a través del fortalecimiento de las otras ramas del Poder Público, la legislativa y la judicial.
Una de las innovaciones importantes de la Carta actual fue la de las Enmiendas numeradas que permiten ir adaptando la Constitución a nuevas circunstancias o a nuevas exigencias sin cambiarla por otra. Nos inspiramos en el ejemplo norteamericano, país que habiéndole hecho bastante más de veinte enmiendas a la Constitución de Filadelfia, la sostiene como símbolo (mito, si se quiere) que a más de dos siglos se mantiene como expresión perenne de la patria. La misma Constitución adoptada por los estados, rige hoy cuando el crecimiento geofágico los ha llevado a cubrir una inmensa extensión de 50, pero con importantes modificaciones.
En Venezuela se había hablado de «enmiendas y adiciones» en varias Constituciones, pero sin reglamentar el procedimiento. No se hicieron jamás. Sólo de 1961 en adelante se las ha puesto en práctica: las 2 Enmiendas que se han hecho han atendido necesidades reales, pero sin perturbar el proceso institucional. Un aspecto interesante de los Estados Unidos, que vale la pena tomar en cuenta, es el de que las Enmiendas permiten cometer equivocaciones y después corregirlas, como ocurrió con la Ley Seca, establecida por la Enmienda Volstead y derogada por otra Enmienda posterior cuando se comprobó su inconveniencia.
Este trigésimo aniversario encuentra a la Constitución más vapuleada que aplaudida. Pero nadie objeta su estructura fundamental, resultante del mayor consenso nacional que haya existido en nuestra historia. El Preámbulo sigue siendo para todos brújula; pero se le achacan las fallas que se han verificado en su aplicación, sin observar que lo urgente es corregir esas fallas para que tenga mayor fuerza nuestra vida constitucional. Los postulados programáticos de la Constitución señalan un rumbo a seguir, un manojo de objetivos para obtener, y es compromiso de las generaciones actuales y futuras luchar y trabajar para alcanzarlos. En cuanto a las normas orgánicas, pueden reajustarse una y varias veces según lo indique el análisis y la experiencia.
Actualmente, una Comisión Bicameral del Congreso que me honro en presidir está recogiendo opiniones y discutiendo puntos de vista con miras a recomendar una tercera enmienda constitucional. Son muchos los aspectos que se deben considerar, incluyendo la posibilidad de ofrecer mayor cabida a la iniciativa popular para las futuras enmiendas y una mayor injerencia del referéndum. Se habla de más derechos políticos para los venezolanos por naturalización, del derecho a la información y otros derechos humanos, de la posible modificación del período constitucional, de normas más convenientes para la elección de los jueces y la marcha de la justicia. Son, como muchas otras, materias a considerar.
Hay un camino abierto; pero, por favor, preservemos la Constitución. No perdamos de vista que la historia es maestra de la vida y que todas las constituyentes reunidas en nuestra historia interrumpieron el proceso social y culminaron en tremendos fracasos.