La separación de los poderes
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 19 de junio de 1991.
Dentro del pensamiento político contemporáneo, una de las ideas de mayor influjo en los regímenes republicanos ha sido la separación de los poderes. De aquella idea derivó, en los textos constitucionales, la definición, no de tres ramas del poder, sino de tres poderes: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Pero como ocurre siempre en la realidad de la vida, no hay sistema ni régimen en el que no se mezclen esas tres instituciones que comparten las tareas fundamentales del Estado: la encargada de dictar leyes, la de aplicarlas y la de velar por su cumplimiento. No hay país donde el Gobierno no participe en tareas propias del órgano legislativo, ni donde el Parlamento no tenga algunas funciones de gobierno, ni donde la administración de justicia no perfeccione o defina el ámbito de las leyes y no cumpla tareas relativas al ejercicio de las atribuciones del Ejecutivo.
Esta necesaria e inevitable interpretación de las funciones propias de cada una de esas ramas se acentuó a medida que el Estado moderno fue asumiendo actividades más complejas. La administración se ha complicado tanto, que en ningún lugar del mundo se atribuye totalmente al Ejecutivo, sino que se dan al Legislativo atribuciones para coadyuvar con él en ejercer esta función. A su vez, las normas constitucionales hacen que el Ejecutivo participe en diversas formas en la función primaria del Parlamento que es la de legislar. Y en más de una ocasión la Judicatura tiene asignadas posibilidades ciertas de influir en el perfeccionamiento de las leyes y en el manejo de la administración.
He allí por qué la Constitución venezolana, si bien no logró evitar las denominaciones tradicionales: «Poder Legislativo», «Poder Ejecutivo», «Poder Judicial», prefiere hablar del «Poder Público» (uno solo), en torno al cual estableció: «Cada una de las ramas del Poder Público tiene sus funciones propias, pero los órganos a que incumbe su ejercicio colaborarán entre sí en la realización de los fines del Estado» (artículo 118).
Esa colaboración se manifiesta en múltiples formas y supone interferencias cada vez más frecuentes. La iniciativa de los proyectos de ley y el veto presidencial constituyen una participación del Ejecutivo en la función legislativa. La facultad de dictar medidas extraordinarias en materia económica y financiera, cuando así lo requiera el interés público y haya sido autorizado para ello por ley especial, ha llegado hasta el discutible extremo de modificar por decretos en forma permanente el texto de importantes leyes (como lo hizo Pérez en su primer gobierno con la Ley del Trabajo, la Ley de Bancos y otras leyes).
La inmiscuencia del Congreso en actos propios del Ejecutivo está prevista en numerosos casos. El nombramiento del procurador general de la República y los de embajadores, así como el ascenso de los más altos oficiales de las Fuerzas Armadas, o el mero hecho de viajar al exterior el presidente de la República, requieren una previa autorización del órgano legislativo. El presupuesto, los contratos de interés nacional, las operaciones de crédito público, los traslados de partidas presupuestarias son actos en los cuales condividen su responsabilidad ambas ramas del Poder Público. La Cámara de Diputados puede dar voto de censura a los ministros, que deben ser removidos cuando se adopte por las dos terceras partes de los miembros presentes. Y hay leyes especiales, como la Ley Orgánica que reserva al Estado, la industria y el comercio de los hidrocarburos, que dan al Congreso la atribución de autorizar determinadas operaciones para que puedan realizarse.
Muchos ejemplos más podrían citarse. A los cuales se debe añadir que las atribuciones de la Corte Suprema de Justicia llegan en algunas ocasiones a darle parte en la función legislativa, cuando declara la nulidad total o parcial de disposiciones legales o establecidas, en caso de colisión, cuál norma debe prevalecer, o cuándo inicia proyectos de leyes relativas a la organización y procedimientos judiciales. Por otra parte, la Corte puede declarar la nulidad de actos administrativos del Ejecutivo nacional, y a su vez, el Ejecutivo tiene injerencia en la administración de justicia al decretar indultos.
Lo expuesto, cuya enumeración podría alargarme considerablemente, lo traigo a colación para justificar mi sorpresa porque altos funcionarios del Estado parecen alarmarse porque la Ley Orgánica del Trabajo dispone que los decretos que dicte el Ejecutivo para «establecer cláusulas irrenunciables en beneficio de los trabajadores y de la economía nacional» que se considerarán «integrantes del contrato de trabajo» o para «decretar los aumentos de salarios que estime necesarios para aumentar el poder adquisitivo de los trabajadores, en caso de aumentos desproporcionados del costo de la vida» o para «fijar salarios mínimos obligatorios de alcance general o restringido según las categorías de trabajadores o áreas geográficas, tomando en cuenta las características respectivas y las circunstancias económicas, en caso de aumentos desproporcionados de costo de vida» (artículos 13 y 22, 138 y 172 de la citada Ley Orgánica), sean sometidos a la consideración del Congreso o de la Comisión Delegada para su ratificación o suspensión.
No hay ninguna norma constitucional que autorice al Ejecutivo para fijar salarios. La legislación laboral establece que «el salario se estipulará libremente». Los decretos dictados por anteriores gobiernos, en materia salarial (como dije en un artículo anterior) se basaba, supuestamente, en la atribución 1ª. del artículo 190 de la Constitución, interpretada con una exagerada liberalidad (la de «hacer cumplir esta Constitución y las leyes») y en el artículo 26 de la Ley del Trabajo derogada que decía, con demasiada amplitud: «El Ejecutivo Federal, por resoluciones especiales o en el reglamento de esta ley, queda facultado para establecer cláusulas irrenunciables que se considerarán integrantes del contrato de trabajo».
Como lo he explicado reiteradamente, al redactarse la nueva ley se contempló la necesidad, si no de eliminar totalmente, al menos de encuadrar dentro de ciertos requisitos tan desorbitada atribución. Se condicionó a que los decretos (ya no resoluciones especiales) que establezcan cláusulas irrenunciables «cuando el interés público y la urgencia así lo requieran» sean dictados en Consejo de Ministros y los relativos a salarios «oyendo previamente a los organismos más representativos de los trabajadores y de los patronos, al Consejo de Economía Nacional y al Banco Central de Venezuela», y se requirió la presentación al órgano legislativo para que este, en el término improrrogable de diez días, decida su ratificación o suspensión.
¿Dónde está la pretendida infracción de alguna norma constitucional? Nada más justo que el que en esta materia, que afecta a la población en general, esa facultad extraordinaria concedida al Ejecutivo por la ley sea objeto de revisión por el Congreso. La condición es saludable, porque en definitiva obliga a las dos ramas fundamentales del Poder Público a ponerse de acuerdo para dar este paso, que no encaja dentro del funcionamiento normal de la economía nacional, sino que tiene carácter extraordinario.
Lo que sí creo necesario advertir es que, por haber quedado la disposición relativa a cláusulas irrenunciables como un parágrafo único del artículo 13 y no como un artículo distinto, algunos han querido interpretar –con intención non-sancta– que el legislador pretendió someter a una ratificación del Parlamento la atribución constitucional del Ejecutivo de reglamentar las leyes. Esa es una interpretación ilógica. El legislador no ignoró que la atribución constitucional no es susceptible de limitación, salvo la que la misma Carta establece al requerir que no se altere el espíritu, propósito y razón de la ley. Más bien, su evidente intención fue reconocerle gran amplitud. Nadie puede pretender que el reglamento (o los reglamentos, si es que van a ser varios) deben ir al Congreso. La participación del Congreso se limita, en realidad, a las medidas extraordinarias que van a convertirse en «cláusulas irrenunciables integrantes de los contratos de trabajo», y especialmente a las de aumentos de salario.
Estoy convencido de que en el futuro seguirán apareciendo nuevos casos de colaboración entre las ramas del Poder Público, sin que pierdan su propia identidad ni se debilite la potestad de cada una.