La sociedad civil y la justicia
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 11 de septiembre de 1991.
Nada de extraño tiene que la idea de crear la Alta Comisión de Justicia haya encontrado opositores. Unos, porque se les ocurre que podría poner en peligro su propia posición o menoscabar la cuota de poder que ejercen dentro del sistema actual; otros, porque todo lo nuevo les parece rechazable, o simplemente porque la idea no ha surgido de ellos.
Pero lo cierto es que la mayoría de las personas de más alta responsabilidad en la materia, después de analizar la proposición, han terminado por aceptarla –a título personal– si no totalmente, por lo menos en lo fundamental.
Las discrepancias que mantienen han girado en torno a quiénes deben integrarla, a quién debe presidirla, a cuál debe ser el ámbito de sus atribuciones, a quiénes debe alcanzar la amplia potestad de remoción que se le aspira confiar al nuevo órgano.
Algunos llegan a decir que la creación de la Alta Comisión de Justicia envuelve una reforma general de la Constitución y no puede hacerse mediante una enmienda. Este argumento no tiene nada de nuevo, porque cada vez que una enmienda se inicia hay voces que señalan que ella configura un caso de reforma general, porque entraña cambios fundamentales en el Estado. Ya antes se ha respondido a esta argumentación. No hay materia dentro de la Carta Fundamental que no sea eso, «fundamental», de una manera u otra. Si el razonamiento se llevara a una extrema interpretación, prácticamente no cabría ninguna enmienda.
En el fondo, lo que resulta es que convendría eliminar la distinción entre enmienda y reforma, estableciendo el requisito del referéndum popular para toda la enmienda, lo que simplemente permitiría que los cambios, reformas más trascendentales, que verdaderamente entrañaran un cambio del sistema, pudieran hacerse por el mismo mecanismo de enmienda, pero con la ratificación de la voluntad popular.
El lenguaje de algunos opositores ha sido descomedido, lo que revelaría que en esos casos no se defienden razones sino posiciones o intereses. Lo que en términos generales hay que decir es que no se trata de un ejercicio retórico ni de un cambio cosmético: se trata de una modificación radical en el mecanismo de selección de los más altos magistrados y jueces que no correspondan a la elevada tarea que les incumbe, mediante un acto de libre convicción que no naufrague entre leguleyismos curialescos. Con una comisión relativamente numerosa, heterogénea en su forma de integración, con el requisito de la mayoría absoluta de todos sus miembros y dos terceras partes cuando se trate de magistrados de la Corte Suprema de Justicia, se establecen condiciones serias para que no se pueda incurrir en precipitaciones inspiradas por pasiones subalternas.
A quienes pregunten por qué se crea este mecanismo excepcional para remover jueces y no funcionarios de otras ramas del Poder Público, es bueno recordarles que la Constitución autoriza la destitución de un ministro del Despacho Ejecutivo por las dos terceras partes de los miembros de la Cámara de Diputados y la Corte y la Ley Orgánica prevén la remoción de los gobernadores de Estado por el voto de los dos tercios de la Asamblea Legislativa.
Es bueno aclarar que la Comisión Bicameral que estudia una Tercera Enmienda Constitucional no limita sus preocupaciones en cuanto a la Administración de Justicia a la creación de la Alta Comisión. Ni tampoco toma una actitud prejuiciada y hostil hacia los jueces en general. Precisamente, con la posibilidad de escogerlos mediante una más amplia participación del país nacional y con la prevista autoridad para separar de sus cargos a los que requieran, se fortalece la posición de los jueces honestos y eficientes, que son la mayoría en el país. Se estudia además prolongar el período de los magistrados de la Corte Suprema, lo que les daría mayor seguridad, y eliminar la reelección para evitarles hacerse conjeturas sobre la futura actitud de aquellos en cuya mano estaría reelegirlos o no. Se busca reforzar la carrera judicial y dar rango constitucional a los concursos de oposición y ratificar las atribuciones constitucionales del Consejo de la Judicatura y de la Corte Suprema de Justicia.
Uno de los aspectos en los cuales ha habido planteamientos adversos a la Alta Comisión de Justicia gira en torno a su composición. En la proposición original que presenté a la Comisión Bicameral especificaba mi aspiración de que la integraran los titulares de las más altas responsabilidades de los diversos sectores del estamento jurídico (decanos universitarios, presidentes de colegios de abogados, dirigentes de las asociaciones de jueces, presidentes de academias), pero también de los sectores que componen la sociedad civil. Algunos de ellos por su alta investidura moral; otros, por la importancia del sector que representan en la vida diaria de los venezolanos.
Los representantes de los organismos e instituciones de carácter jurídico serían la mayoría; pero no una mayoría uniformada sino pluralista, reacia a «entubamientos». Se le atribuiría al Fiscal General de la República la facultad de convocar y presidir la comisión, la cual no tendría un carácter burocrático, sino que se reuniría en cada caso para tomar una decisión o conformar una lista de candidatos, por lo cual no recibirían ningún tipo de salario o estipendio. El Consejo de la Judicatura, la Corte Suprema, cualquiera de las cámaras legislativas (lo que supondría el voto mayoritario en una sesión plenaria) y cinco miembros por lo menos de la comisión, podrían requerir al fiscal para que convocara la comisión.
Se alega que una integración «corporativa» pondría en manos no calificadas la selección de los candidatos dentro de los cuales el Congreso debe elegir. Pero esos ciudadanos que ejercen funciones tan relevantes y que van a cumplir un papel de inmensa responsabilidad ¿no tienen el deber de asesorarse debidamente, recabar las informaciones necesarias para el cumplimiento cabal de su papel? Por otra parte, se prevé que tanto el Presidente de la República por órgano del Ministerio del ramo– como el Consejo de la Judicatura, las facultades de ciencias jurídicas de las universidades, la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, los colegios profesionales de abogados y cualquier otra institución que determine la ley, podrían proponer a la Alta Comisión los nombres de los candidatos idóneos, quedando ésta en plena libertad de acogerlos o no.
Se muestra cierta prevención contra la participación en estas funciones de personas ajenas a la actividad jurídica. Pero ahora, ¿quién elige a la Corte, al fiscal y a miembros del Consejo de la Judicatura?: El Congreso. Y ¿quién compone el Congreso? ¿Puros abogados? No, señor.
Veamos la composición de la Cámara de Diputados: de un total de 201, 29 son abogados, 21 son ingenieros en las diversas ramas, 18 sindicalistas, 16 economistas, 14 médicos, 11 educadores, 11 editores, periodistas, locutores, cineastas, 8 licenciados en letras, filosofía, historia, matemáticas, etc., 4 odontólogos, sicólogos, sociólogos y 29 de otras profesiones. En el Senado, en un total de 46 miembros, 22 son abogados, 4 ingenieros, 5 médicos, 3 sindicalistas, 2 economistas, 2 militares en situación de retiro y 4 de otras profesiones.
La diferencia está en que en la Alta Comisión de Justicia la participación de esos sectores sería más armónicamente establecida, y que la selección no sería por una decisión política mediante una tarjeta de un color, sino por su papel en la sociedad civil. Ahora, cuando tanto se habla de modernidad, hay que reconocer que uno de los aspectos más interesantes de la modernización es lo que se ha llamado «el retorno de la sociedad civil».
Si la justicia se administra en nombre y mediante el poder del Estado, la que lo recibe y la sufre es la sociedad civil; es justo que los que van a demandar y a recabar esa justicia tengan el derecho de formar parte de un consenso muy «transparente» para la selección de los que van a impartirla.
El Congreso no perdería su soberanía. Le tocaría escoger, por el voto de las dos terceras partes de sus miembros, a los personeros de la administración de justicia en el más alto nivel.
La solución no pude ser más equilibrada. Ella tiende, no sólo a buscar la manera de escoger los mejores y velar sobre ellos, sino a convencer a la opinión pública de que los tribunales no son una simple extensión de las cúpulas políticas.
En todo caso, la Comisión Bicameral acordó limitarse a fijar en el texto de la enmienda las condiciones generales para la integración de la Alta Comisión de Justicia encomendando a la ley orgánica concretarla. Habrá margen para el debate al discutirse la ley. Pero se acogerá el clamor nacional de que las cosas no sigan como están. El problema va a enfrentarse decididamente.