Trabajo y economía
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 25 de septiembre de 1991.
Acaba de celebrarse en Atenas, la histórica capital de Grecia, el XIII Congreso de la Sociedad Internacional de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. El mayor evento a escala mundial, en el orden académico. Se celebra cada tres años; en Caracas se realizó el XI en 1985 (el año de la presentación de mi anteproyecto de Ley Orgánica del Trabajo en el Senado); el XII en Madrid, en 1988, inaugurado por el Rey de España.
Era natural que el primero y más importante de los temas fuera esta vez el impacto de las dificultades económicas sobre las condiciones de trabajo. La ponencia general sobre este tema correspondió a América Latina en la persona de Oscar Ermida Uriarte, un joven y brillante profesor uruguayo que actualmente dirige la agencia de la Oficina Internacional del Trabajo para Latinoamérica en la ciudad de Lima. Fue un excelente ensayo de casi 60 páginas mecanografiadas a un solo espacio, con un exhaustivo análisis de la materia, ampliamente documentado a base de las ponencias nacionales. La de Venezuela la hicieron las doctoras María Bernardoni de Govea y Carmen Zuleta de Merchán, de la Universidad del Zulia, y el doctor Juan Nepomuceno Garrido.
Después de un sugestivo planteamiento acerca de lo que se entiende por condiciones de trabajo, Ermida entró a la consideración de las repercusiones de la crisis económica en el Derecho Laboral. Después de expuesta la ponencia, consideré necesario intervenir. En cuanto a la cuestión terminológica, expresé mi opinión de que se trata de una de esas locuciones que todos saben lo que significa aunque nadie logra definir. El término «condiciones» puede tomarse en sentido muy amplio: se refiere a las circunstancias, los términos, las modalidades en las cuales se presta el trabajo. Puede referirse a las condiciones jurídicas: el concepto de contrato y relación de trabajo, sus efectos jurídicos, su suspensión, terminación, etc.; a las condiciones económicas: la remuneración, concepto y formas de salario, prestaciones, etc.; y a las condiciones generales de trabajo, a las condiciones materiales, específicamente a la duración diaria y semanal del trabajo, a las vacaciones, a las condiciones de higiene y seguridad ambiental en el trabajo, etc. Aclarada esta noción, y partiendo de la base de que los redactores del temario del Congreso entendieron la expresión en su sentido más amplio, lo importante fue debatir y reafirmar la posición del juslaboralismo frente a las manifestaciones de crisis que ha atravesado y atraviesa la economía en los años 80 y 90.
Como lo expuso Ermida, son diferentes las crisis que han atravesado los países industrializados (a consecuencia, sobre todo, de la revolución tecnológica); la que atraviesan los países de Europa Central y del Este, por la transición del régimen político del comunismo a una democracia tipo occidental y de la economía regimentada a una economía libre de mercado; y la que padecen los países en vías de desarrollo, en especial los de América Latina. Estos, como lo señalé en mi intervención, sufren las consecuencias, no sólo de errores propios, sino del peso de un orden económico internacional injusto, agravado por la dolorosa historia de la deuda externa y por el dramático costo social de las medidas de reajuste económico impuestas por el Fondo Monetario Internacional.
El caso gira en torno a la delicada cuestión de la relación entre lo económico y lo social. Es cierto que en algunos países y durante algunos años, con la idea de enfrentar agudas situaciones sociales se menospreció la situación económica, con resultados deplorables; pero ahora hay una fuerte tendencia, alentada por el capitalismo neoliberal, a sostener que lo verdaderamente importante es lo económico, y que el grave costo social se corregirá por sí solo cuando la nueva política económica produzca la ofrecida –y hasta ahora no vislumbrada ni siquiera en la lejanía– reactivación económica. Lo doloroso es que, por ejemplo, mientras el vicepresidente de Estados Unidos felicita al gobierno del presidente Paz Zamora por haber logrado reducir la inflación, estabilizar más o menos el cambio monetario y equilibrar la balanza, un alto funcionario de las Naciones Unidas informa en La Paz que, según los indicadores sociales, el pueblo boliviano es actualmente el más pobre de América Latina, ¡sin excluir Haití! Y mientras sobran los elogios para la política económica de México, Ermida observa las estadísticas según las cuales el salario real de los trabajadores mexicanos ha disminuido en 70%, es decir ¡se ha reducido en 30%!
La corriente neoliberal ha vuelto con las viejas arremetidas del liberalismo contra el derecho laboral. Y esto constituye, naturalmente, el problema central de los especialistas, quienes tienen que definir una posición ante los que pregonan una «flexibilización» y una «des-regulación» que podría significar nada más ni nada menos que la desaparición de esa rama del derecho, que ha sido una de las más bellas conquistas de la humanidad en el campo jurídico.
No pretendo negar que el derecho del trabajo, como una de las disciplinas más dinámicas por su propio contenido social, tiene que evolucionar a la par de la sociedad misma. Nuevas tecnologías, nuevas formas de producción llevan consigo nuevos sistemas de organización del trabajo, y consiguientemente, nuevas modalidades de regulación jurídica. Acepto que hay que admitir la «flexibilidad» en ciertos casos y medida: por eso en la nueva Ley Orgánica del Trabajo le dimos acceso en diversos aspectos. Establecimos, por ejemplo, la posibilidad de abandonar la rigidez de los horarios de trabajo por acuerdo entre las partes, siempre que en un lapso de ocho semanas se mantenga en promedio la limitación de 44 horas semanales, que fue establecida por razones de higiene física, mental y social y propusimos un lapso aún mayor, que fue reducido a ocho semanas por insistencia de los voceros de las organizaciones de los trabajadores.
Abrimos también la posibilidad de que una convención colectiva modifique las cláusulas anteriores y sostuvimos una fórmula todavía más amplia de la que se aprobó definitivamente. Y nos opusimos a la llamada estabilidad «absoluta», por tener conciencia de que crearía dificultades insalvables para la reorganización de la economía; pero defendimos y defendemos la estabilidad indirecta que se convierte en indemnización, para impedir que el trabajador sufra en forma injusta el costo de la reorganización.
Al final del Congreso de Atenas se celebró una mesa redonda sobre Derecho de Trabajo, Seguridad Social y Economía, coordinada por el profesor francés Antoine Lyon-Caen (de una familia renombrada en el mundo jurídico), quien hizo planteamientos descarnados sobre la situación sin dejar de vapulear a aquellos juristas que usan «una retórica de exportación» sin conocer la economía. Durante varias horas se hizo revista de actitudes, sin faltar la elegante y fina alusión a la escuela de Chicago y a su influencia sobre Mrs. Thatcher, por boca del delegado inglés. La conclusión, se dijo, es difícil hacerla, pero en definitiva hay que buscar la compatibilidad de un sistema de garantías de un sistema de protección con un sistema económico.
En una brillante síntesis conclusiva del Congreso, el profesor George Spiropoulos confesó que la cuestión económica había estado «omnipresente» a lo largo del mismo. Vivimos en momentos en que parece prevalecer la preocupación económica, y ello obliga a buscar un normal equilibrio entre la situación económica y el derecho del trabajo. Estoy de acuerdo; pero sin olvidar que, como lo proclaman las normas fundamentales de la Organización Internacional del Trabajo, recordadas por Ermida, sin la protección que garantiza a los trabajadores el derecho laboral sería ilusoria la justicia, y sin la justicia social sería ilusoria la paz.