Rafael Caldera en Paraguay

Rafael Caldera junto al presidente de Paraguay, general Andrés Rodríguez Pedotti, en Asunción el 15 de marzo de 1991.

Un nuevo Paraguay

Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 20 de marzo de 1991.

 

Acabo de hacer un rápido viaje a la Argentina y al Paraguay. En Buenos Aires participé en el V Coloquio Europa-América Latina, dedicado esta vez a rendir homenaje a un ilustre internacionalista argentino, Juan Carlos Puig, que en Venezuela durante doce años enseñó en las universidades y contribuyó en forma sobresaliente a impulsar el Instituto de Altos Estudios de América Latina de la Universidad Simón Bolívar. Fue un justiciero reconocimiento a un intelectual y demócrata de valor excepcional. Se inició el coloquio en el Senado de la nación argentina y continuó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

Al Paraguay fui invitado por el pequeño pero importante Partido Demócrata Cristiano, con el motivo central de dictar una conferencia sobre la Constitución de Venezuela. Allá están iniciando una nueva etapa de vida política y se considera necesaria la convocatoria de una Constituyente. El golpe de Estado de febrero de 1989 declaró simplemente vacante la jefatura del Estado, la cual se suplió, conforme a la Constitución vigente, llamando a elecciones para completar el último período iniciado por el general Strossner en 1988. La Constituyente, pues, habrá de adaptarse al procedimiento de la Constitución «stronista», lo que supone ciertas complicaciones.

El ambiente que encontré en Paraguay fue, en general, optimista. Hay preocupación, naturalmente, sobre la marcha de la democracia y sobre el futuro de la nación; pero el ánimo colectivo es muy distinto del que había cuando fui por vez primera, en las postrimerías del régimen stronista, a dictar en la Universidad Católica una conferencia sobre la encíclica papal de 1987, en medio de gran expectación y ante una impresionante concurrencia. No faltaba entonces gente con valerosa voluntad de lucha, pero las esperanzas eran remotas en cuanto al fin de la dictadura. Ahora predomina la aspiración común de que la libertad recuperada y la democracia conquistada marchen firmemente hacia su consolidación y superación progresiva.

Esta vez visité al jefe de Estado, con quien mantuve una larga y franca conversación. El general Rodríguez, que movió la palanca decisiva para defenestrar al autócrata, se está manejando en tal manera que le resulta fácil convencer a sus interlocutores de la sinceridad de su propósito de mantenerse decididamente en la vía democrática. Una cuestión crucial es la de si aspirará o no a la reelección, al concluir en 1993 el período presidencial que inició Strossner y que él asumió cuando lo declara cesante las Fuerzas Armadas. Rodríguez, con llaneza que produce el efecto de que realmente piensa lo que dice, a pesar de que en su entorno puede haber quien desee lo contrario, manifiesta que no quiere prolongar por un mandato más su presidencia y ve con simpatía la institución de la senaduría vitalicia, establecida en Venezuela como en Italia desde 1948 y en el Perú desde 1980.

Las entrevistas que sostuve con otras personalidades, como el ministro de Relaciones Exteriores, Alexis Frutos (hijo de un distinguido político, recientemente fallecido, que fue durante algunos años embajador en Venezuela) y el de Justicia y Trabajo, Hugo Estigarribia (relacionado familiarmente con el Mariscal Estigarribia, héroe de la Guerra del Chaco), el nuevo arzobispo de Asunción, monseñor Benites (su predecesor monseñor Rolón, ahora Arzobispo Emérito, conserva una gran autoridad en el país); el vicepresidente de la Corte Suprema de Justicia (antiguo presidente del Partido Demócrata Cristiano y profesor en la Universidad Central de Venezuela durante su exilio, Jerónimo Irala Burgos), armoniosamente coincidían en el vehemente deseo de impulsar la marcha de la institucionalidad democrática, enfrentando los numerosos y agudos problemas que envuelve toda transición y que, paradójicamente, se hacen más difíciles de resolver cuando la transición es pacífica (si no que lo digan los chilenos).

El Partido Demócrata Cristiano, presidido ahora por Angel José Burró, y entre cuyos dirigentes se encuentran personas de probada vocación democrática, como Luis Alfonso Resk, Luis Andrada Nogues, Jorge Darío Cristaldo, José María Bonín y muchos otros, tomó la iniciativa de iniciar el debate cívico sobre la materia constitucional. Al acto en el cual pronuncié mi conferencia sobre los antecedentes, realidad actual y perspectivas de la Constitución venezolana, asistieron dentro de un público muy numeroso, algunas de las personalidades que he mencionado arriba, más el presidente de la Cámara de Diputados, el del Colegio de Abogados, algunos senadores y diputados, el secretario general de la Presidencia de la República y otras distinguidas figuras de la vida paraguaya.

Mi recomendación, por supuesto, fue la de que se esforzaran en dictar su nueva Constitución dentro del mayor consenso nacional. Para mí, la característica fundamental de la nuestra es precisamente esa: la de haber obtenido el mayor y más ancho consenso, con un poder constituyente representativo de las más variadas concepciones y tendencias políticas. El Paraguay necesita una carta que defina todo lo fundamental presente y futuro, pero sin excederse en una prolija y detallada regulación que haría difícil la dinámica política y llegaría a estar en creciente desajuste con las realidades sociales. En la opción entre la reforma general y las enmiendas parciales que ofrece la Constitución de 1967, hay una tendencia abrumadora a favor de una reforma general, con lo que, como para nosotros en 1961, desaparecerá hasta el recuerdo de la anterior horma de hierro del régimen dictatorial y la nueva Carta servirá de punto de partida definitivo del nuevo Estado de Derecho.

Fácil me fue expresar la simpatía de los venezolanos por el nuevo Paraguay que se inicia. El afecto de pueblo a pueblo es de siempre, y su nuevo camino refuerza nuestra vinculación. Traje mucha fe en el éxito de este trascendental experimento. Ya, de por sí, el cambio de régimen abrió a ese país las puertas de la integración latinoamericana: en este mismo mes se suscribirá en Asunción el Tratado de «Merca-Sur», que conducirá a la realización de un mercado común entre el Brasil y los países del Plata (Argentina, Uruguay y Paraguay). Las ratificaciones se depositarán en la cancillería paraguaya, convertida así en celadora del compromiso subregional.

No quiero concluir sin referirme a dos contactos muy especiales que tuve fuera del programa original. Uno con la Juventud Demócrata Cristiana: la encontré llena de generosidad, de anhelo de servir, de voluntad de estudio, de propósito de defender denodadamente los principios que inspiran el pensamiento democristiano. Recibí de ella un gran afecto y creo que, modestamente, a mi vez pude sentir que llegó a su corazón la voz de mi experiencia y el mensaje de aliento. El otro contacto fue con los dirigentes de un vasto movimiento, de sentido claramente apostólico, que reúne a un importante número de grupos laicos inspirados en la doctrina social de la Iglesia Católica. Su preocupación por los problemas sociales está rectamente orientada y constantemente mantenida; guiados por las exhortaciones del actual Pontífice, no tienen prejuicios contra la acción política noblemente inspirada, sin excluir la que emprendan quienes militen o hayan militado dentro de ellos, pero tampoco pretenden deformar su movimiento sacándolo de su campo específico e introduciéndolo en el escabroso terreno del quehacer político.

Estos son algunos, entre muchos, de los signos de esperanza que encontré en el nuevo Paraguay. Era la pieza que faltaba para armar el rompecabezas de la democracia suramericana, y a fe mía, que si las cosas avanzan como se espera, puede llegar a ser una pieza que, brillando con luz propia, sirva en no pocos aspectos como ejemplo para el conjunto continental.