Crisis de gobernabilidad

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos El Universal, de donde extraemos su texto, del 26 de agosto de 1992. 

 

La Asociación de Investigaciones y Estudios Sociales (ASIES) es una institución guatemalteca digna del mayor encomio. Con admirable perseverancia viene realizando, a través de los años, seminarios, simposios, jornadas de estudio y reflexión en que convoca a gente muy calificada para hacer análisis serios y razonados de los problemas más importantes que afectan o pueden afectar la realidad de su país.

Este año celebró un seminario en torno al tema gobernabilidad, democracia y partidos políticos. El seminario concluyó con un foro público en el cual se dio el lujo de congregar en un panel al presidente del órgano legislativo, el presidente del órgano judicial, el presidente de la Corte de Constitucionalidad, el procurador de los derechos humanos, y el propio Presidente de la República, quien tuvo a su cargo la clausura. Las exposiciones de tan altos funcionarios tuvieron, naturalmente, como campo de sus observaciones la actualidad de Guatemala, pero fueron precedidas por una densa exposición del presidente de ASIES y por una conferencia que me encargaron sobre la gobernabilidad en América Latina.

Hablar de «gobernabilidad», por supuesto, supone de inmediato una duda sobre la posibilidad de ejercer con éxito el gobierno dentro de un régimen democrático. Los recursos de que se vale un gobernante autocrático para imponerse por la fuerza interesan a historiadores y sociólogos, pero para los latinoamericanos de hoy tiene especial urgencia precisar las condiciones de la gobernabilidad en democracia, esa «frágil barquilla en que –según la expresión de Maritain– navegan las esperanzas de la humanidad en el orden temporal».

Es inevitable, pues, considerar el tema en relación con la democracia, y no es fortuito el hecho de que el director general de la Oficina Internacional del Trabajo haya dedicado a «La democratización y la OIT» su Memoria a la Conferencia Internacional de 1992, en la que afirma: «Las esperanzas son inmensas y también los riesgos, pero hay que correrlos y apostar por el éxito».

¿Es gobernable la democracia? La cuestión se ha planteado no solamente en América Latina. En Europa, como se afirmó en un seminario del Instituto Internacional Jacques Maritain, en 1982, «los propios países de larga tradición democrática parecen afectados por una crisis de gobernabilidad». En un informe para la Comunidad Europea, Michel Crozier habló de «la vaga pero persistente sensación que ha estado creciendo en Europa Occidental de que las democracias se han hecho ingobernables». Y en el seminario aludido el profesor Ardigó dijo: «la ingobernabilidad se ha manifestado sobre todo a través de una pérdida de la confianza en la clase política».

Pero el problema de la gobernabilidad de la democracia en Europa, como en Estados Unidos (donde también lo han señalado algunos observadores), no envuelve en modo alguno la más remota idea de poder acudir a otro sistema de gobierno diferente a la democracia. En cambio en América Latina cuando se habla de ingobernabilidad se piensa en la alternativa de una supuesta solución no democrática, a pesar de que los gobiernos dictatoriales han fracasado siempre, a través de su accidentada historia.

La gobernabilidad de la democracia en América Latina no es un deseo, es una necesidad. Pero su análisis impone conclusiones que no pueden limitarse al dominio de la teoría: es al escenario real de nuestros pueblos, que recibieron jubilosos en la década de los 80 la noticia de que prácticamente todos nuestros países habían vuelto a instalar gobiernos electos por los pueblos, pero que hoy enfrentan angustiados las dificultades para que la democracia funcione eficazmente, adonde hay que llevar las orientaciones necesarias para lograr el afianzamiento del sistema.

El análisis ha de empezar, necesariamente, por el examen de las estructuras. Hay quienes suponen que con sustituir el régimen presidencial por el parlamentario se eliminaría una gran parte de los males que deben ser erradicados. Lo considero un grave error. Un régimen parlamentario sin mayorías absolutas, cohesionadas y claras en la orientación del gobierno, sería peor que el presidencialismo, que es regla general en todo el hemisferio, con la sola excepción del Canadá y de las antiguas colonias inglesas y holandesas, donde, por cierto (piénsese, por ejemplo, en Surinam) el parlamentarismo no siempre ha sido garantía de estabilidad democrática. Un parlamentarismo con un Parlamento repartido en diversas parcelas sólo puede tener éxito en países como Italia, donde el milagro es un hecho habitual y, donde, por cierto, ya pareciera estar llegando a un límite. Más bien habría que pensar en una combinación de ambos sistemas, sin preocuparse por el calificativo de «híbrida», que algunos teóricos pueden achacarle, ya que, como decía Andrés Bello, «toda forma de gobierno es más o menos mixta».

Un cambio real es necesario en las demás estructuras políticas: en el órgano legislativo, para hacerlo más eficiente; en los partidos, para reconciliarlos con el pueblo, al que representan; en la burocracia, «que por un tiempo fue un mecanismo protector capaz de hacer que soluciones razonables fueran aceptables, pero que ha perdido su rol»; en las Fuerzas Armadas, que tienen que redimensionarse y redefinir su delicada función de acuerdo con las exigencias de la nueva sociedad surgida de la revolución tecnológica; en la sociedad civil, esencialmente pluralista, cuyo «retorno» la hace cada vez más necesitada de un entendimiento armónico con la sociedad política encarnada por el Estado; todo ello dentro de un complejo sistema de relaciones en las cuales la economía marca sus imposiciones pero requiere un encaje armónico con la realidad social, y en que los medios de comunicación, cada vez más numerosos e influyentes, tienen un papel irremplazable en la formación de una opinión pública capaz de lograr el equilibrio entre el desarrollo económico, la democracia y la justicia social. Porque, como dijo el secretario general de las Naciones Unidas en la Conferencia Europea de noviembre de 1990, «la democracia política tiene pocas posibilidades de sobrevivir sin la justicia social».

A la enunciación de esos aspectos claves hay que añadir el enfrentamiento de algunos problemas específicos, que cada vez adquieren mayor gravedad, sobre todo en algunos países hermanos: la violencia guerrillera que todavía subsiste y el narcotráfico, prepotente y decidido en el delito. Y el más penetrante y dañino, bastante extendido, por desgracia: la corrupción. Con ellos llegamos al meollo del asunto: hay una crisis ética en el mundo y concretamente en América Latina, y no hay solución posible sin una clara actitud moral.

Un profesor norteamericano dijo algo que tiene capital importancia: «Se necesita que las políticas alternativas se funden en ideales morales, popularmente inteligibles, capaces de inspirar fe en la democracia».

Fe en la democracia: sin ella, la gobernabilidad se hace más difícil de lograr. La falta de gobernabilidad arranca de una falta de autenticidad. La crisis de gobernabilidad es una crisis de confiabilidad. Para gobernar democráticamente es indispensable la aquiescencia del pueblo. No puede reclamarla quien no sea auténtico. Sin la confianza de los gobernados es ilusorio el éxito de los gobernantes. Más que la autoridad-poder es necesaria la autoridad moral. Auctoritas para ejercer autoridad.

Es definitiva cada día se hace más claro que la compleja red de soluciones que reclama la democracia para su gobernabilidad supone, indefectiblemente una conducta. Es ineludible colocar la ley moral por encima de las conveniencias.