Confianza en la justicia
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 3 de junio de 1992.
La importancia de la administración de justicia en la vida de una sociedad fue siempre proclamada por gente como Simón Bolívar y Andrés Bello, preocupada por la organización de nuestras naciones después de lograda la Independencia. Cuando la justicia no se administra de acuerdo con el aforo romano «dar a cada uno lo que le pertenece», la convivencia social se mantiene sobre bases frágiles, cae en el grave mal de hacerse cada uno justicia por su mano, lo que en definitiva hace que sea el más fuerte y no el que tiene la razón el que asegure el disfrute de sus intereses.
Cuando la sociedad llega a convencerse de que los encargados de administrar justicia no obedecen a los principios de la moral y el derecho sino a las presiones del capital o del poder, la situación puede llegar a hacerse intolerable.
Es lo que puede ocurrir en Venezuela porque la colectividad no está inclinada a acatar los fallos de los jueces, sino a reaccionar contra ellos, atribuyéndolos a parcialidad, por debilidad, partidista o venalidad.
De allí la importancia que tiene la forma de elección de los jueces. Cuando el pueblo cree que han sido escogidos por razones políticas o influencias de grupos de presión, pierde la confianza en aquellos que más necesitan tenerla para emitir sus veredictos en asuntos controvertidos.
La reciente elección de 5 magistrados y 10 suplentes para la Corte Suprema de Justicia, por ejemplo, provoca honda reflexión. La opinión pública no quedó satisfecha, no porque objetara las personas de los electos, entre los cuales todos o casi todos son profesionales calificados, sino porque fueron en definitiva impuestos por los cogollos partidistas, cogollos que han perdido la confianza que tuvieron en los primeros tiempos de nuestro sistema democrático. Otro ejemplo podría encontrarse en Perú. Acusado de corrupción el ex presidente Alán García, se suscitó inevitable controversia entre sus partidarios y sus adversarios: para éstos era patente la culpabilidad; para aquéllos se trataba solamente de una maniobra política para cerrarle el paso al futuro de un político carismático, con grandes posibilidades de volver.
El Senado, de acuerdo con el ordenamiento constitucional, lo puso a la orden del Poder Judicial y la Corte Suprema declaró no haber lugar a juicio: si ese alto tribunal hubiera estado formado por ciudadanos reconocidamente independientes, la opinión pública habría tenido que acatar el fallo y aceptar que el ex Presidente era inocente de lo que se le acusaba; pero como estaba integrado en gran parte por miembros de su partido APRA, elegidos durante su administración, la reacción de la opinión pública fue desfavorable, y este hecho sirvió de alegato al presidente Fujimori para descalificar la administración de justicia en general y esgrimir este argumento para el autogolpe que envolvió la destitución de los órganos de la Judicatura.
De allí la importancia, la urgencia, la trascendencia de que la Reforma Constitucional actualmente sometida a la tramitación rutinaria de las Cámaras Legislativas, ofrezca al país nacional previsiones que tiendan a restablecer su confianza en la administración de justicia.
Se requieren normas de excepción, porque es de excepción la situación que atravesamos. Hay que establecer procedimientos de elección que no dejen la menor ranura a la sospecha de que en ella han prevalecido otros intereses que no sean el de escoger los más idóneos, no sólo en el plano de la moral, cívica y personal. La regla común para la designación y para los ascensos de los jueces y magistrados debe ser la de los concursos de oposición. La reforma lo propone así; y también propone crear una instancia insospechable de parcialidad que pueda ordenar la repetición de un concurso cuando su celebración no haya sido correcta. Y en cuanto a la elección de los miembros del más alto tribunal de la República, la Corte Suprema de Justicia, se debe establecer un filtro para la selección de los candidatos, entre los cuales las Cámaras en sesión conjunta, por una mayoría calificada no inferior a las dos terceras partes de sus miembros, los elija en votación individual y secreta.
El filtro que propuse a la Comisión Bicameral que presidí y que redactó el Proyecto de Reforma Constitucional era una Alta Comisión de Justicia, punto clave de la normativa propuesta sobre administración de justicia, materia sobre la cual estuvimos discutiendo desde julio de 1991 hasta marzo de 1992 y a la que dimos no menos de 15 discusiones.
La idea era la de crear un organismo excepcional, no burocrático, integrado en forma que nadie pudiera «entubar» sus actuaciones, por tener una composición plural, representativa de tantas instituciones que fuera, en lo posible, un espejo de la sociedad civil.
Con participación importante, sin duda, del estamento jurídico y del sector judicial, pero con presencia determinante de la ciudadanía, a la que en definitiva toca el efecto de las decisiones. Esa Alta Comisión de Justicia tendría además la atribución –igualmente excepcional- de remover a cualquier juez o magistrado, por el voto de la mayoría absoluta de sus miembros, cuando el caso así lo ameritara. Para la remoción de un magistrado de la Corte Suprema se preveía un quórum especial.
Esta fórmula, llevada después de varias redacciones a la última reunión de la Comisión Bicameral, fue inesperadamente desechada y sustituida por un «Consejo Superior de la Magistratura» con diferencias importantes a la proyectada Alta Comisión. No la presidiría el Fiscal General de la República sino el Presidente de la Corte Suprema. No tendría potestad para remover a los magistrados de la Corte, los que sólo podrían ser objeto de esta medida por las dos terceras partes de los miembros del Congreso, previa opinión del Consejo Superior de la Magistratura. Sostengo que la propuesta inicial es más conveniente, porque el Fiscal General, jefe del Ministerio Público, está obligado a velar por el buen funcionamiento del Poder Judicial, y porque dejar al Congreso la atribución de destituir a los magistrados de la Corte Suprema le daría a esta actuación un tinte político.
En la Subcomisión de la Cámara de Diputados que estudia la materia relativa a la administración de justicia se han expresado pareceres opuestos, tanto a la Alta Comisión de Justicia, como al Consejo Superior de la Magistratura. ¿Es que se piensa improvisar otra solución? ¿O que quienes tienen en su mano una parcela importante de poder en la rama judicial prefieren buscar fórmulas inocuas en vez de soluciones drásticas?
Se afirma que lo más importante para los jueces es su independencia de toda otra rama del Poder Público. Ello es correcto, pero la experiencia demuestra que esa independencia puede convertirse en un bunker para asaltar litigantes y para atropellas instituciones, si no se garantiza un correctivo que opere en casos de extrema necesidad. La situación de la justicia en Venezuela está actualmente en esa condición. Hay muchos jueces honestos, pero su imagen está sufriendo el reflejo de la que tienen los que no lo son. Los jueces rectos, competentes y laboriosos se beneficiarán si se pone un freno a los abusos de los jueces corruptos. Es un momento de ser o no ser. O se adoptan medidas heroicas o se continúa cayendo en el descrédito de las instituciones.
Y una observación adicional. Se sabe que muchas veces los delincuentes son absueltos porque los expedientes no están bien instruidos. Se le achaca a la Policía Técnica Judicial el que a veces privan intereses políticos en su actuación, ya que depende del Ejecutivo. Eso se corregiría poniéndola bajo la dirección del Fiscal General. Valdría la pena agregar en la Reforma Constitucional esta atribución del Fiscal. Así se librarían las actuaciones de la PTJ de esa sospecha y se quitaría al Ministerio Público la excusa de no tener elementos suficientes para actuar.
Es necesario repetirlo: si hay voluntad política, estas urgencias se pueden atender. Si se cae en lo tortuoso de la rutina parlamentaria, nos puede sorprender la aurora.