El incidente de Paraguaipoa

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos El Universal, de dónde extraemos su texto, del 21 de octubre de 1992.

 

No he dicho que el incidente de Paraguaipoa haya sido un atentado. Menos aún, un atentado contra el Presidente. Lo que he dicho es que fue injusto el señor Presidente de la República al reprochar a los medios de comunicación el haber dado esa versión sin esperar el comunicado oficial. Ya que, si no con palabras, sí con acciones –de singular gravedad– la suposición de que se trataba de un atentado, quien la lanzó al aire fue la Casa Militar, pues sólo esa hipótesis podía explicar –aunque no justificar– la liquidación por armas de fuego de la vida del conductor del camión y de su acompañante y la profusión de disparos que hirió a varias personas, entre ellas unos menores.

Los medios de comunicación tienen la función de informar en la forma más rápida posible. En todos los países, las noticias salen por la radio y la televisión antes de que las autoridades hayan emitido su versión. El órgano oficial tiene que ser prudente –y hasta cauteloso–, se suele limitar a lo evidente, y reservarse hasta tener el resultado de las investigaciones (por lo menos de las primeras investigaciones), a fin de hablar con la mayor seguridad posible.

La difusión de la noticia del incidente de Paraguaipoa en el exterior es consecuencia natural del desarrollo de los sistemas comunicacionales. El 4 de febrero muchos habitantes de Estados Unidos y de países europeos se enteraron del alzamiento y sus derivaciones antes que no pocos venezolanos. Si, además, Venezuela es observada con preocupación, por lo mismo de haber sido punto de referencia en el funcionamiento del sistema democrático en América Latina, es fácil comprender la velocidad –la ansiedad– con que se trasmitieron las primeras noticias de lo ocurrido en una población de la Guajira venezolana.

En el sitio había periodistas, como debe haberlos en cualquier lugar donde el Jefe del Estado va a realizar un acto oficial. Las primicias informativas sobre el deplorable acontecimiento tenían que ser comunicadas por ellos. Nadie podía pensar que aquel tiroteo, que culmino con dos o tres muertos (se ha hablado unas veces de dos y otras de tres), se debía a un accidente de tráfico, cuan grave fuera. Nadie podría entender que el recurso para impedir que un conductor ebrio violara la orden de detenerse fuera ejecutarlo; como complemento, ejecutar también al amigo o pariente que lo acompañaba y, «de ñapa», hacer múltiples disparos que causaran lesiones a simples circunstantes. Imputar a los comunicadores sociales ligereza culpable por considerar que se trataba de un intento de atentado no fue razonable.

La noticia ha contribuido a deteriorar la imagen actual de Venezuela en el mundo, ya bastante maltrecha. El que se hubiera regado la hipótesis de un atentado contra la vida del presidente Pérez alarmó no sólo a sus amigos, sino a todos aquellos –venezolanos y extranjeros– que más allá de nuestras fronteras se sienten profundamente preocupados por la situación en nuestro país. En ese sentido, la aclaratoria fue no sólo conveniente sino indispensable. Pero no es posible dejar de considerar que poco ha contribuido la versión oficial a colocar en su justo y conveniente lugar la imagen de la actualidad venezolana en el contexto universal. Porque desencadenar un tiroteo para detener a un infractor de disposiciones extraordinarias restrictivas del tráfico en ningún modo se puede justificar. La pena de muerte no existe en Venezuela. Nuestra Constitución no la autoriza para ningún delito, pero aplicarla a infracciones de tránsito, aún de la mayor importancia, sería más que excesivo, absurdo. Hay otras formas, más seguras para todos los circunstantes, de detener la marcha irregular de un vehículo. Matar al conductor y a su acompañante y provocar heridas a simples espectadores, es monstruoso.

La otra posibilidad interpretativa, hasta cierto punto más racional y lógica, la de que la Casa Militar actuó efectivamente pensando que se trataba de un atentado contra el dignatario cuya vida está en el deber de proteger, es también lesiva para la imagen del país. Porque lanzar alocadamente una maraña de disparos para enfrentar el imaginado peligro, no se puede entender en un país organizado.

Un amigo me observaba recientemente, en conversación en que comentábamos el hecho, que el norteamericano que atentó contra el presidente Reagan está vivo, y el agresor del Papa está cumpliendo su condena, y a ningún funcionario policial de Estados Unidos o de Italia se le ocurrió «liquidarlos». La muerte de un presunto agresor, en cualquier caso, más bien debe evitarse, porque cierra canales para una investigación que puede llevar a la fuente de la acción y permite prevenir otros intentos. Los muertos del tiroteo de Paraguaipoa se llevaron a la tumba su secreto, si es que tenían alguno. Si no lo tenían, fueron víctimas inocentes de un orden de cosas que cada vez tiene más de desorden.

En todo caso, si la interpretación de lo ocurrido es la que hemos considerado como más verosímil, se plantea una deducción adicional que tampoco favorece: ¡Cómo estarán las cosas en Venezuela, cuando la Casa Militar del Presidente, por la simple desobediencia de un conductor ebrio –que a lo mejor según se ha dicho por los propios actores, ni siquiera sabía de la presencia del Jefe del Estado– creyendo que se trataba de una acción criminal, declaró una batalla campal con saldo de vidas perdidas y de varios heridos! Entre las bajas causadas, la más grave es la del prestigio nacional.

Definitivamente, y sin entrar en el análisis de algunas contradicciones entre los comunicados y las declaraciones de las personalidades que allí se encontraban, el incidente de Paraguaipoa ha sido negativo y perjudicial por donde se lo vea.