Salario mínimo y Estado de derecho
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 15 de enero de 1992.
En uno de los profundos y objetivos párrafos de la Encíclica Centesimus annus, Juan Pablo II define en términos sencillos lo que es el Estado de Derecho: «que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite: es este el principio del Estado de Derecho, en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres».
Por estimarlo así, me escandalicé cuando el Presidente de la República, en su salutación de fin de año, anunció que el Consejo de Ministros había decretado una elevación del salario mínimo en los términos que explicó. Busqué la Ley Orgánica del Trabajo y leí varias veces el artículo 172 y no le encontré asidero al procedimiento que por la sola voluntad del Ejecutivo se anunciaba, sin reparar en que el legislador buscó precisamente equilibrar el poder por otros poderes y condicionar así la atribución concedida extraordinariamente de imponer en las relaciones laborales una modificación fundada en el aumento del costo de la vida.
Efectivamente, dice el citado artículo 172: «Sin perjuicio de lo previsto en los artículos precedentes, el Ejecutivo Nacional, en caso de aumentos desproporcionados del costo de vida, oyendo previamente a los organismos más representativos de los patronos y de los trabajadores, al Consejo de Economía Nacional y al Banco Central de Venezuela, podrá fijar salarios mínimos obligatorios de alcance general o restringido, según las categorías de trabajadores o áreas geográficas, tomando en cuenta las características respectivas y las circunstancias económicas. Esta fijación se hará mediante decreto, en la forma y con las condiciones establecidas por los artículos 13 y 22 de esta ley».
El artículo 13, citado al final del 172, dispone que los decretos que establezcan cláusulas obligatorias integrantes de los contratos de trabajo se han de dictar en Consejo de Ministros; y el artículo 22 ordena someter los decretos al Congreso o a la Comisión Delegada, dentro de los cinco días siguientes a su publicación. El órgano legislativo puede ratificarlo o suspenderlo y hacer recomendaciones al Ejecutivo si lo considera procedente. La falta de decisión por el órgano legislativo en el término de diez días contados a partir de la fecha de recepción del decreto se considera como una ratificación tácita.
¿Por qué el Ejecutivo obvió solicitar la opinión de los organismos pautados en la ley y pretendió en el primer momento imponer la vigencia inmediata del decreto, sin pensar en ocurrir a la Comisión Delegada? ¿Por qué simplemente trató de «saltarse a la torera» las prescripciones legales? La impresión es, simplemente, la de que su tendencia es a gobernar sin acatar las restricciones legales o, lo que es lo mismo, ignorar el Estado de Derecho en el que, como dijo el papa Juan Pablo II, «es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres».
La obligación de solicitar previamente la opinión de Fedecámaras y la CTV, del Banco Central de Venezuela y del Consejo de Economía Nacional no existía en la Ley anterior. Tampoco la obligación de someter el decreto a la consideración del órgano legislativo. Por supuesto, era más cómodo –buscando una fundamentación muy discutible– imponer pura y simplemente el criterio del Ejecutivo. Es más engorroso consultar como se impone ahora; es más incómodo exponerse a una decisión legislativa adversa; pero lo que la Ley Orgánica del Trabajo justamente quiere es que una materia tan delicada no se resuelva arbitrariamente, sino que tenga que someterse a un concurso de opiniones, a un análisis en el cual las partes interesadas y los organismos rectores de la economía hayan expuesto su parecer.
La observación que hicimos fue acatada después en parte. En parte, porque se reconoció la obligación de enviar el decreto a la Comisión Delegada; pero no se subsanó la falta inicial de solicitar formalmente los puntos de vista de las cúpulas empresarial y laboral y de las instituciones económicas designadas por el legislador. Las opiniones de los consultados no tienen carácter obligatorio, pero sí es obligatorio oírlos. A propósito de lo cual considero conveniente aclarar que las respuestas del Banco Central y la del Consejo de Economía no deberían limitarse a decir, simplemente, si están o no de acuerdo, sino exponer lo relativo al aspecto económico, al índice de inflación, a la disminución del salario real, a las posibilidades de la economía y a los efectos de una posible medida. Nadie pretende que a cada aumento inflacionario del costo de vida corresponda un porcentaje igual en el aumento salarial, porque no se ha establecido la «indexación», pero sí debería considerarse la medida en que la clase trabajadora pueda soportar una porción del encarecimiento, ya que sería injusto que la totalidad del costo social se le cargara a ella.
El envío del decreto a las Cámaras Legislativas encuadra dentro de una tendencia muy clara en el Derecho Constitucional moderno. Hay cada vez mayor número de actos jurídicos en los cuales se requiere la participación de las dos ramas del poder público, ejecutiva y legislativa. La Ley Orgánica no quiso remitir esta materia al Congreso por tener conciencia de los numerosos inconvenientes de discutir parlamentariamente un proyecto de ley sobre la misma, lo que podría producir más efectos desfavorables que los que se trata de remediar. Pero tampoco quiso dejarlo exclusivamente a lo que pudiera ser en un momento dado un capricho del Ejecutivo. No le dio al Parlamento atribución para modificar los decretos que por éste se dicten, pero sí requirió, para que entren efectivamente en vigor, su ratificación expresa o tácita. Adónde más llegó fue a prever que las Cámaras en sesión conjunta o la Comisión Delegada puedan «recomendar al Ejecutivo Nacional la elaboración de un decreto modificado».
En definitiva, aun cuando resulte un poco más laborioso llegar al fin deseado, es indudable que el sistema establecido por la Ley Orgánica es más equilibrado y razonable que el que existía con anterioridad. Al fin tuvo que reconocerlo así Fedecámaras cuando reclamó la falta de cumplimiento del artículo 172 por el Gobierno. Solo que, para no aparecer simplemente apoyando siquiera un artículo de la combatida ley, invocó también el Convenio número 26 de la Organización Internacional del Trabajo. Pero es que precisamente lo dispuesto en ese Convenio fue una de las fuentes que se tuvieron en cuenta para la redacción de la norma legal y que la Ley no sólo consagró la consulta a ambas partes de la relación de trabajo, sino también el organismo rector y al principal organismo asesor de la economía.
Ojalá que, así como ha ocurrido en este caso, se luche para crear conciencia de la supremacía de la ley. Las frecuentes declaraciones de altos funcionarios en forma desconsiderada sobre leyes vigentes no ayudan a fortalecer al Estado de Derecho.