Los garimpeiros y el Amazonas

Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos El Universal, del cual extraemos su texto, del 24 de febrero de 1993.

 

El escándalo de los garimpeiros haciendo desastres en territorio venezolano es responsabilidad del gobierno nacional, que desde 1974 para acá incurrió en el abandono deliberado de la región sur de nuestro país.

Muchas veces he repetido una metáfora del doctor Rumeno Isaac Díaz, notable sanitarista y epidemiólogo, según la cual Venezuela es «un país hemiplégico». Tiene paralizada la mitad de su cuerpo. Es cierto que hace varias décadas comenzaron a desperezarse los 238.000 kilómetros cuadrados del estado Bolívar, por el esfuerzo de los sucesivos gobiernos para crear un polo de desarrollo en la desembocadura del Caroní. Pero el caso del antes Territorio Federal, hoy estado Amazonas, ha sido dramático, porque el programa del sur, iniciado durante mi administración, fue tronchado inmisericordemente, pese a ser uno de los más hermosos y compenetrados con la verdadera grandeza de Venezuela. Razones de política menuda, con el pretexto de un mal entendido conservacionismo, llevaron a dejar fuera de todo control aquellas inmensas extensiones, exponiéndolas a la codicia inmisericorde de explotadores sin conciencia.

La primera vez que visité el extremo austral de nuestra geografía, después de deleitarme en la contemplación de ese majestuoso monumento natural que es la Piedra del Cocuy, sentí vergüenza, porque mientras nuestro vecino Brasil tiene al cruzar el río un fuerte bien plantado, con todas las comodidades posibles en la selva amazónica, el poblado venezolano más cercano al hito fronterizo, Santa Rosa de Amanadona, era una aldea paupérrima. Y algo más: los indígenas que se nos acercaron en la frontera hablaban portugués, no castellano.

El programa de Codesur, abordado con mucho entusiasmo, fue racional y prudente. La ciudad de San Simón de Cocuy fue concebida como un centinela permanente de la patria. Se construyeron cincuenta casas, de las cuales la mitad estaban ya terminadas al finalizar mi período, y una pista de aterrizaje que después de tantos años de abandono todavía puede utilizarse en casos de emergencia. En la plaza un busto del Libertador tiende la vista hacia la gigantesca piedra, como en permanente recriminación contra quienes irresponsablemente han dejado sin protección aquella porción de nuestro territorio.

Hace justamente diez años, el día de la juventud de 1983, acompañado de un grupo animoso de jóvenes, hice desde San Simón de Cocuy un llamamiento a todos nuestros compatriotas y en especial a las nuevas generaciones, para que se interesaran en este asunto tan sustantivo de la existencia nacional. Reclamé entonces y he reclamado después en varias formas y ocasiones a las más altas autoridades civiles y militares, tomar en serio esta situación, advirtiéndoles que de no hacerlo, cuando volvieran a ocuparse de la región, la encontrarían invadida por audaces vecinos, ya que eslindamos con dos naciones de alta presión demográfica. Todo fue en vano.

Cuando se creó el nuevo Estado, el presidente de la República dijo que ahora saldría el Amazonas del abandono en que había estado. Se cuidó, por supuesto, de decir desde cuándo arranca ese abandono y quién es el causante del mismo. Pero es bueno saber que ni el estado Amazonas (que como decía el vicario apostólico monseñor Segundo García debería llamarse «Alto Orinoco», porque de sus 175.750 kilómetros cuadrados, sólo 53.000 corresponden a la Hoya Amazónica y el resto a la del Orinoco), ni su capital, Puerto Ayacucho (equidistante de Caracas y de San Simón de Cocuy y que alberga el 90% de los 63.840 habitantes que según estimación de la OCEI tiene hoy el Estado), ni tampoco acciones ocasionales de la Guardia Nacional para detener a algunos garimpeiros, pueden realizar un proyecto de desarrollo sustentable (para usar la terminología que utilizan los organismos internacionales) como el que urgentemente se requiere.

Si el Gobierno nacional no se apersona del asunto, el deterioro continuará acentuándose. Los daños causados por los garimpeiros son en buena parte irreparables. Las etnias indígenas han recibido muy poca asistencia oficial: solo los misioneros –cuya labor no siempre ha sido apreciada, pero cuya obra es realmente positiva– y algunos venezolanos, enamorados de aquella fascinante región, que se han constituido en voceros de esos compatriotas, lucha para que se les reconozca el derecho a su propia identidad y a su hábitat natural, sin cerrarles el acceso a las posibilidades de una vida mejor que se garantizan a los demás habitantes del país. Este necesario reconocimiento en la nueva Constitución que prepara la Asamblea Legislativa, está planteado en el momento actual.

El pasado mes de noviembre visité Puerto Ayacucho y me sentí obligado a invocar el patriotismo de mis oyentes, especialmente de los jóvenes, para que dirijan sus preocupaciones y orienten sus actividades hacia la fascinante realidad del inmenso Estado que les corresponde dirigir. Invoqué el espíritu emprendedor de las nuevas generaciones para que pongan su corazón y su energía al servicio de tan noble empresa. Pero si el Ejecutivo Nacional considera que cumple su deber con sólo contribuir a una alarma cada vez que garimpeiros brasileños (y posiblemente también venezolanos y colombianos) atropellan nuestra soberanía degradando nuestro territorio, la tragedia continuará su curso.

Es tiempo ya de rectificar el tremendo error. Es hora de planificar, en acuerdo con los poderes estatales y con las fuerzas vivas de la región, un proyecto capaz de imprimirle a aquella impresionante geografía, un desarrollo sustentable. Un desarrollo como el que recomendó para la vasta Amazonia la Comisión Amazónica de Desarrollo y Medio Ambiente patrocinada por el Banco Interamericano de Desarrollo, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y el Tratado de Cooperación Amazónica, asesorada por muy calificados expertos, en cuyas deliberaciones tuve el privilegio de participar.