El derribo de los muros
Columna de Rafael Caldera «Panorama venezolano», escrita para ALA y publicada en diversos diarios, entre ellos El Universal, del cual extraemos su texto, del 28 de julio de 1993.
«Derribo: Demolición de construcciones (Diccionario de la Lengua Española)».
Nadie podría haber imaginado, hace apenas un lustro, todo lo que ha ocurrido en la Europa del Este. La caída del Muro de Berlín ha sido el signo de toda una inmensa revolución pacífica, que transformó de la noche a la mañana las condiciones mantenidas durante setenta años en lo que fue la Unión Soviética, y más de cuarenta en las llamadas democracias populares.
La reunificación pacífica de Alemania no la soñó así aquel gigante de la política contemporánea que fue Konrad Adenauer, ni la imaginó, tal vez, de ese modo, poco antes de ocurrir, un estadista perspicaz y avisado como Helmut Kohl. Hoy, no solamente Francia y Alemania mantienen la increíble amistad que cimentaron De Gaulle y Adenauer, sino que la propia Alemania lleva relaciones de excelente vecindad con Polonia y colabora eficazmente con Rusia, para ayudarla a salir de su difícil situación económica.
Los cambios ocurridos en todos los órdenes en la antigua URSS, son impresionantes. El gigante de pies de barro se desmoronó ante el universo estupefacto. Y fueron precisamente quienes habían llegado a los más altos rangos del poder a través de los mecanismos establecidos por el régimen bolchevique, los que abrieron el camino para la abolición del «socialismo real» y quienes llegaron a lo inimaginable: la disolución por decreto del PCUS, el temido Partido Comunista de la Unión Soviética, que fue considerado como la organización política más poderosa del mundo.
Gorbachov y Yeltsin, los protagonistas de la colosal aventura, no llegaron desde el exterior a imponer reformas a su patria. Ni éstas fueron consecuencia, como ha sido lo tradicional en la historia y como ocurrió en 1917, del desencadenamiento de una revuelta tras una derrota militar. Ellos se hicieron simplemente intérpretes del sentimiento de su pueblo: el uno (Gorbachov) pensó que al abrir los diques a la libertad, al impulsar un proceso de cambio (perestroika) y al imprimirle transparencia (glasnot) a la expresión de las ideas, se llegaría a una solución equilibrada; podrían armonizarse las viejas estructuras anquilosadas con la nueva visión de una política capaz de conciliar las libertades públicas y los sentimientos nacionales de los diversos componentes de la URSS, y un socialismo inspirado en los pensamientos genuinos de Marx y hasta de Lenin, de quienes se consideró un renovado intérprete. El otro (Yeltsin) entendió que el movimiento iniciado no podía detenerse, y que abiertos los diques no había otra posibilidad que encabezar cambios más radicales; no conforme con garantizar la libertad personal y tolerar la expresión de las creencias religiosas, se dispuso a injertar el mercado en una economía rígidamente endurecida por el transcurso de tres cuartos de siglo. Gorbachov, fue sin duda, el gran estadista que tomó la responsabilidad de iniciar una nueva etapa en la vida de la humanidad; Yeltsin, el carismático líder dispuesto a echar a andar a su país, sin mirar hacia atrás, hacia la integración continental encabezada por la Comunidad Europea.
¿Y, en Venezuela? Yo sostengo, que a los cuatro años del derribo del Muro de Berlín, es insensato que haya en nuestro país quien pretenda mantener en pie muros que fueron levantados en etapas de duras controversias. Estamos viviendo un momento agudamente crítico, como en términos dramáticos lo ha expresado Uslar Pietri.
Se requiere una gran convergencia nacional. Una suma de voluntades, que sin renunciar a lo que les sea propio, coincidan en el reconocimiento de los aspectos problemáticos que fundamentalmente urge resolver, y de los esfuerzos mancomunados que se precisan para enfrentarlos. Hace 47 años, el día de la fundación de COPEI, dijimos que ganar la patria era «una responsabilidad mancomunada»: hoy se hace más imperiosa esa mancomunidad.
Tenemos muros todavía en el país. Contribuimos a levantarlos todos en días ásperos, por la inevitable necesidad del combate. Algunos posiblemente creen que es necesario mantenerlos y hasta quizás piensen erróneamente que es preciso levantar otros más. Tremendo error. La realidad actual de Venezuela y la situación de deterioro en que se encuentra el régimen democrático, «único e irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos», como reza el preámbulo de la Constitución, impone un amplio entendimiento, requiere asegurar a todos la posibilidad de aportar sus capacidades y posibilidades a la enorme tarea de recuperar en nuestro país la confianza, restablecer la autoridad moral y política y abrir vías auspiciosas para conquistar, en los albores del siglo XXI, el desarrollo económico y social.
Cuando hace 25 años anuncié al país el programa de pacificación, hubo más de uno que sembró la alarma de que estaba poniendo a la República en manos de los guerrilleros. Uno de mis primeros decretos, quizás el primero, fue el que rehabilitó al Partido Comunista: yo, que años atrás estuve categóricamente opuesto a su legalización, consideré que había llegado, como dice el Eclesiastés, «el tiempo de la paz». Los venezolanos –unos con reservas, otros con plena confianza– acogieron el proyecto de pacificación y el país entero se ha beneficiado de él ya por cinco lustros. Quienes apoyamos decididamente la lucha política y militar del presidente Rómulo Betancourt contra la insurrección, entendimos que había llegado el momento de sellar la paz. Y no nos equivocamos.
Hay que derribar los muros. En estos días me han preguntado si yo estaría de acuerdo con que el general Pérez Jiménez regresara a Venezuela. No sé si es que él lo desea o si fue una simple ocurrencia del periodista, pero no tuve la menor duda en responder que no veo razón para mantener a un venezolano fuera de su patria después de tanto tiempo. Por cierto, cuando fui presidente autoricé la venida del general y le di garantías para recorrer buena parte del país. No creo que la democracia venezolana sea tan frágil que corra peligro si decidiera regresar.
Es sorprendente que abunden quienes, a pesar de no tener mucha edad, no se dan cuenta del transcurso del tiempo. No advierten las circunstancias especiales del momento que estamos viviendo. Por eso, al recomendarles que acepten la necesidad de derribar los muros, no puedo menos que insinuarles releer los versículos del Eclesiastés: «todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo… su tiempo el destruir, y su tiempo el edificar… su tiempo la guerra y su tiempo la paz».