Audiencia privada con el Papa Juan Pablo II en El Vaticano, Roma, con motivo de la beatificación de la Madre María de San José.

1995. Mayo, 5. Audiencia privada con SS Juan Pablo II en El Vaticano, Roma, con motivo de la beatificación de la Madre María de San José.

Saludo al Papa Juan Pablo II

Palabras del presidente Rafael Caldera al Papa Juan Pablo II durante la visita oficial a la Ciudad de El Vaticano, con motivo de la beatificación de la Madre María de San José, 5 de mayo de 1995. 

Beatísimo Padre: Con profunda admiración y respeto traigo oficialmente a Vuestra Santidad el saludo más afectuoso de todo el pueblo venezolano, que sinceramente os ama y que se dispone emocionado a escuchar de vuestros augustos labios la proclamación de beatificación de la Madre María de San José, primera persona nacida en nuestra tierra que es elevada por la Santa Iglesia a los altares. La imagen de la nueva beata sube impulsada por dos sublimes virtudes cristianas: humildad y caridad. Fue la suya una existencia dedicada íntegramente a servir a sus semejantes. Su amor por los pobres y por los enfermos, inspirado y mantenido por el amor a Dios, cuajó en frutos de excelencia y deja tras de sí un escuadrón de obreras del Señor que dan día a día una lección magnífica de perseverancia. A los que desesperan, ellas llevan confianza, ayu dando a cumplir el llamado de Vuestra Santidad de «cruzar el umbral de la esperanza».

Difíciles han sido los tiempos que corren, especialmente en el orden moral. Las costumbres de gran parte de la humanidad quebrantan y hasta desafían las normas que el Creador inscribió en el corazón de las criaturas. Pero, dentro de la confusión existente, la misericordia divina, esa «misteriosa presencia de Dios en la historia que llamamos Providencia», según admirable definición de Vuestra Santidad (Centésimus Annus, n. 59) ha promovido continuamente abundantes frutos de bien que recuerdan a los ciegos la existencia del Todopoderoso y fortalecen en la fe a quienes soportan el abandono y el maltrato de los que pueden más. En uno de los pasajes dramáticos de la Escritura, cuando Yaveh dialogaba con Abraham sobre el castigo de la ciudad maldita, dijo el Señor: «Si encuentro en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, perdonaré a todo el lugar en atención a ellos» (Gen. 18,26).

Después redujo la condición a 40, a 30, a 20, a 10, y no hubo respuesta afirmativa. Afortunados somos ahora los habitantes de la Ciudad y el Orbe, porque no son cincuenta, sino muchos, muchísimos más los seres que con fidelidad agradan al Creador y ganan el perdón del tremendo castigo merecido por las ofensas a la ley moral. En Venezuela, la santidad de la Madre María y la aportación diaria de sus piadosas hijas constituyen una intercesión continua ante el Altísimo para con nuestra patria amada, que tantos favores le debe, pero que fue penetrada por torrentes de corrupción en todos los órdenes, cuyos efectos estamos padeciendo y que invocando la protección del Todopoderoso —como lo hace el encabezamiento de nuestra Carta Fundamental— estamos empeñados en rectificar. Mas ¿por qué no decirlo? En la lucha cotidiana entre el bien y el mal, también la egregia persona de Vuestra Santidad al frente de la Iglesia es testimonio invalorable para nuestra esperanza. Ella nos mueve «al igual que los profetas» a que «recurramos al amor», como lo indica Vuestra Encíclica «Dives in Misericordia», «aunque hubiese millones de extraviados, aunque en el mundo la iniquidad prevaleciese sobre la honestidad, aunque la humanidad contemporánea mereciese por sus pecados un nuevo «diluvio», como lo mereció en su tiempo la generación de Noé» (n. 15).

No me sentiría en paz con mi conciencia si no expresara en esta solemne ocasión que vemos Vuestra presencia en el Pontificado como un regalo maravilloso de la Providencia. Vuestra elevación a la Cátedra de Pedro ha sido uno de los hechos sorprendentes que cambian el curso de los acontecimientos e impiden la consumación de catástrofes consideradas como inevitables. La aparición de Vuestra Santidad en el escenario mundial corrigió el rumbo de la historia. Hoy debe verse claro que cuando el Cardenal Woytila fue electo Papa con el nombre de Juan Pablo II, comenzaron a derribarse los muros que dividían la humanidad en parcelas antagónicas, irreductiblemente enfrentadas en conflictos que conducirían a la desintegración del planeta. Y si doloroso es reconocer que la caída de los muros no ha acarreado la destrucción total de las semillas del odio, tenemos la visión puesta en Vuestra Santidad, cuya palabra es mensaje perenne de bien, de unión de las familias, de armonía entre las di versas religiones y etnias y de solidaridad entre las Naciones. Vuestra lucha por la Verdad, vuestra invitación constante a la solidaridad, vuestra defensa esforzada de la vida humana, son aliento vital para quienes participamos de vuestro ideal irrenunciable de justicia y de paz. Me siento autorizado a decir que el pueblo cuya personería ejerzo mira en Vuestra Santidad la luz que no se extingue, ¡a voz que no se calla, la paternidad que no renuncia, ¡a verdad que no enmudece jamás. Cuando los venezolanos me dieron su con fianza para asumir nuevamente el gobierno de mi país, me habían escuchado por doquier proclamar mi adhesión a la doctrina social de la Iglesia, dispuesto, como lo plantea vuestra Encíclica «Sollicitudo rei Socialis», a reafirmar la continuidad de esa doctrina, junto con su constante renovación (n.3). Los variados grupos políticos y los ciudadanos independientes que me dieron su confianza estuvieron al tanto de esta posición, dentro de una pluralidad floreciente en una democracia respetuosa del pensamiento de cada uno.

El Papa Juan Pablo II y el presidente Rafael Caldera.

Audiencia privada ofrecida por el Papa Juan Pablo II al presidente Rafael Caldera.

Estimo, por tanto, oportuno declarar que cuando el pueblo venezolano me dio su respaldo y los que no votaron por mí me otorgaron su confianza, estuvieron en cuenta de que mi deseo más sincero y ferviente es atender en todo cuanto sea posible a las necesidades y derechos de los humildes, en la reconstrucción moral, económica y política que estamos comprometidos a lograr. Existe, puedo afirmarlo, Santidad, un claro reconocimiento de que ese pensamiento social constituye una guía saludable para el bien común, así como un claro deseo de que ese magisterio sea cada vez más difundido y respetado en todo el Universo. La tarea de gobernar conforme a tales orientaciones está llena de obstáculos, como bien sabe Vuestra Santidad. La mayor dificultad se halla en el egoísmo de los intereses grupales, reacios a aportar la cuota que a cada uno toca en aras de una equitativa distribución de las cargas y de los beneficios.

Y no menor es la de los compromisos y exigencias de factores externos cuya resistencia a aceptar los postulados de la justicia social internacional fue denunciada ya por vuestros egregios predecesores Juan XXIII y Pablo VI, y lo ha sido muy encarecidamente por Vuestra Santidad. Con frecuencia es remiso, además, el apoyo y aliento que debería esperarse de algunos que desean el logro de los mismos fines, pero discrepan de la aplicación de los medios, o no admiten las exigencias concretas de la realidad, o consideran que los resultados deberían ser más inmediatos. Pero la voluntad de mantener los principios es firme, y la comprensión del pueblo, quien, aunque soporta el peso de las circunstancias sostiene con su respaldo las instituciones, es base importante de la lucha, fuente inagotable de fe y esperanza y aportación de la confianza indispensable para el éxito que con la ayuda de Dios nos hemos propuesto conseguir.

Puede Vuestra Santidad estar seguro de que el pueblo venezolano comparte vuestras preocupaciones en favor de la paz y de la justicia social, en defensa de la vida humana, en fin, en vuestras aspiraciones que son las mismas que se hallan inscritas en nuestra Constitución. Mi pueblo guarda en su corazón como un tesoro el recuerdo de la visita que Vuestra augusta persona nos hiciera hace diez años. En su nombre traigo el encargo de formalizarle una humilde pero fervorosa petición. Conocedores de su bondad paterna, nos atrevemos a rogarle que vuelva a nuestro país, ahora para bendecir el Templo Votivo que viene construyéndose desde hace varios años en el lugar donde apareció Nuestra Señora de Coromoto, Patrona de Venezuela, y que estará dispuesto en el segundo semestre de este año.

La honda devoción mariana de Vuestra Santidad, vuestra desbordante generosidad y vuestro infatigable celo apostólico, nos hacen confiar en que esta aspiración será atendida. Venezuela, en vuestra presencia, sellará definitivamente el pacto de indisoluble fidelidad a la Madre de Dios y su irrevocable adhesión al Romano Pontífice en la persona del muy admirado, amado y respetado Juan Pablo II, Siervo de los Siervos de Dios. Beatísimo Padre: al reiteraros la filial adhesión del pueblo venezolano, imploro respetuosamente para él vuestra paternal bendición.