Un denominador común de honestidad que nos debe enorgullecer
Palabras improvisadas en la celebración de los cuarenta años de la promoción de abogados «Caracciolo Parra León» en la casa del Dr. Andrés Velutini, el 19 de julio de 1978.
Todos agradecemos inmensamente a Andrés Velutini y a Amalia esta hospitalidad, tan cordial y tan amplia, que nos da la ocasión de vernos y de recordar aquellos tiempos que no por pasados dejan de estar vivos en nuestro recuerdo y en nuestro afecto. Para ellos, pues, nuestro sentimiento de gratitud y de cariño y la expresión de la complacencia con que aquí nos encontramos. Todo esto, desde luego, ha sido conducido por el «jefe» de nuestra promoción, que ha asumido la modesta denominación que él mismo se ha dado de «Director de Relaciones Públicas». La verdad es que Antonio Rafael Yanes es el motor de todas estas cosas y sin su empeño quizás no habríamos renovado, tan constantemente, a través de los años, esta gratísima oportunidad. Por supuesto que él tiene un asesor cargado de experiencia y de sabiduría, que es Rosendo Lozada Hernández y, sin duda, el consejo de Rosendo y el apoyo de Andrés vienen a constituir los pilares muy firmes sobre los cuales Antonio Rafael desarrolla su actividad.
Cuarenta años, como se ha dicho, son toda una vida. Gracias a Dios la hemos transitado y me atrevo a decir que todos, en mayor o menor medida, hemos visto realizar muchas de nuestras ilusiones, muchas de nuestras esperanzas. Sería insólito pretender que todas, cien por ciento, se hubieran cumplido, pero contemplar el trecho recorrido es motivo de satisfacción y nos obliga a dar gracias a quien rige la vida de los hombres, que para muchos de nosotros – quizás para todos – tiene el nombre de Dios.
Llegamos a la Universidad hace, dijo José Domingo Colmenares, 45, otros corrigieron: 46, yo digo 47 años, porque me correspondió pasar, a la conclusión del bachillerato, por una experiencia que llamaron «preparatorio». Encontramos una pléyade de maestros realmente ilustres. Algunos de ellos nos dieron clases dos años, dos cursos completos, lo que nos permitió apreciar mejor su personalidad: Juan José Mendoza, dos años de Derecho Romano; José Manuel Hernández Ron, Derecho Constitucional y Derecho Administrativo; José Rafael Mendoza, Sociología y Derecho Penal; Félix Saturnino Angulo Ariza, Economía Política y Enjuiciamiento Criminal; Caracciolo Parra León, Principios General del Derecho, Derecho Español y Derecho Público Eclesiástico, a los cuales los que habíamos hecho el curso preparatorio debimos agregar un tercer año de convivencia con ese hombre que es el epónimo de nuestra promoción, porque en ese curso Caracciolo nos dio completa la materia de Ética General y Aplicada.
Figuras luminarias. No me atrevo a enumerarlas porque tal vez olvide alguno, pero creo que tengo el deber de recordarlos: Carlos Morales, Lorenzo Herrera Mendoza, José Ramón Ayala, Carlos Sequera, Ramón Parpacen, Fernando Amores y Herrera, Francisco Arroyo Parejo y otros que no dieron completo el curso pero que también contribuyeron a nuestra formación, como Rafael Marcano Rodríguez, Celestino Farrera, Gustavo Manrique Pacanins, César Espino, todos ellos ya desgraciadamente fallecidos, porque creo que sólo sobrevive nuestro profesor durante algunos meses en Derecho Civil, el Dr. Germán Suárez Flamerich.
Ahora, la figura de Caracciolo Parra León cobra aún mayor significación cuando se hace memoria de todos estos brillantes juristas que contamos en nuestro cuerpo docente. Y el hecho de que apadrinara nuestra promoción significa todavía mucho más, porque en el tiempo en que nos graduamos no se estilaban ni la denominación de las promociones ni los diplomas de Summa o Magna Cum Laude, ni muchas de las cosas que después vinieron. Apenas estábamos comenzando a usar la toga que revivía viejas tradiciones, pero que venía a ser una expresión democrática frente a la abolición del paltó-levita, que se había impuesto como traje académico, creo desde los tiempos del «Ilustre Americano».
Fue diez años después, si no recuerdo mal en 1948, en el Club Paraíso, cuando en una cena de celebración fue propuesto y aclamado en forma entusiasta el que denomináramos a nuestro grupo como «Promoción Caracciolo Parra León». Allí se mostró el afecto, el respeto y la profunda huella que había dejado en nosotros aquel maestro.
De nosotros, que empezamos quizás más de 100, que nos graduamos quizás 60 y tantos (algunos dicen que 67, la estadística de Antonio Rafael dice 62) se han ido 20. Estamos en plena actividad más de las dos terceras partes del grupo y este es un hecho también que tenemos que agradecer a la Providencia, porque no sólo estamos al frente de nuestras responsabilidades sino cumpliendo cada uno sus funciones y ejerciendo a plenitud la responsabilidad de vivir. De entre los que murieron, creo que todos merecen y han tenido el más afectuoso de nuestros recuerdos. Podría decir que entre ellos el primero que falleció fue Gonzalo Patrizi y el más reciente Miguel Tovar Lozada. No faltó quien ofrendó su vida a la absurda realidad de la violencia terrorista, nuestro querido compañero Francisco Astudillo.
Si medimos la calidad del curso, comparativamente con lo que en otras promociones puede ser un elemento de indudable calificación, muchos de los que nos dejaron fueron Summa Cum Laude o Magna Cum Laude, estudiantes cabales, brillantes, que dieron lustre a la ciencia jurídica: Jacobo Almosny, Francisco Alfonzo Ravard, Luis Eduardo Moncada, Germán Orozco, Luis Emilio Gómez Ruiz, Luis José Romero Zuloaga, y por ahí podría seguir en la enumeración. El que estemos reunidos y les ofrendemos nuestro recuerdo los hace estar presentes con nosotros acompañándonos en la alegría de esta noche.
Es verdad que cuarenta años son una cifra incómoda. Representa matemáticamente un número abultado y no tiene siquiera la simpatía que pueda tener el medio siglo, para lo cual yo convocaría con mejor perspectiva que la que nos ofrece el cumplimiento de «otros cuarenta años» de vida profesional. Estamos en el mundo que cambia intensamente y esos cuarenta años vienen a significar un hecho relativamente importante ante las nuevas generaciones. Sin necesidad de apelar al criterio de Don Henrique Pérez Dupuy expuesto por Rosendo, basta recordar cómo se celebran ahora los 80 y los 90 años de muchas personas que están vivas todavía, despiertas, activas, y que con ellos nos animan a seguir adelante, mirando siempre hacia la posibilidad de contribuir con nuevos esfuerzos, con renovada voluntad a las tareas que empezamos hace tanto tiempo.
Esta realidad es especialmente significativa para una generación como la nuestra, a la que le correspondió vivir una transición profunda en la Universidad y en el país. Comenzamos los estudios y apenas habíamos aprobado el tercer año cuando ocurrió el cambio más radical que ha habido en la historia contemporánea de Venezuela, a la muerte del General Gómez. Los otros tres años fueron de una Universidad diferente, de un país distinto, conturbado, es cierto, por infinidad de fuerzas que se contradecían y que tomaban forma de tumulto después de la larga quietud de veintisiete años, pero que al mismo tiempo representaban el despuntar de nuevas realidades, la apertura de nuevos caminos, la presencia de nuevas oportunidades para nuestra lucha.
Ha sido la nuestra una generación privilegiada. Nos ha tocado asistir a la transformación de Venezuela en una medida que escapa a nuestra imaginación. Lo que ha ocurrido en los últimos cuarenta años en esta patria es algo de una dimensión tal que difícilmente puede compararse con cualquier otro momento de nuestra historia después de la independencia y ese cambio, con todos sus defectos, con todas sus fallas, con todos sus problemas, con todas sus frustraciones, ha sido un cambio inmensamente positivo. El país que reciben de nosotros nuestros hijos y los que vienen detrás de nuestros hijos es un país mucho más grande, con muchas mayores posibilidades, que el país que nos entregaron nuestros padres, a los cuales les correspondió vivir y sufrir momentos muy difíciles, muy pobres y hasta podría decir, muy crueles.
Por eso, está bien el derecho que ejercemos de celebrar un aniversario como éste. Nuestro curso, aparte de los compañeros que he mencionado y los nombré porque ya se han ido a una vida mejor, ha dado muestras de capacidad en el Derecho, en la Economía, en la Política, en las Letras, en las más variadas actividades. En el Foro o en la Judicatura, y como recordaba Pepito Herrera (uno de nuestros Decanos, que ahora está preocupado por defender a los caimanes para que no desaparezcan en Venezuela) ha habido un denominador común de honestidad que nos debe enorgullecer, que constituye para nosotros un motivo de tanta satisfacción y de tanta complacencia, como puede serlo el éxito que muchos de nuestros compañeros han logrado en sus actividades en la vida nacional. Dice Pepito que apenas quedan ciento veinte caimanes por allá en las riberas del Apure; quizás en el área metropolitana hay muchos más, pero pienso que no abundan en las filas de nuestra promoción.
Esta noche sentimos renovarse la emoción de haber vivido intensamente y de mirar hacia adelante con fe y con optimismo. Alguna vez me preguntaron qué pensaba yo de la juventud, cuántas juventudes había, y me atreví a responder lo siguiente: una primera juventud, de acuerdo con los reglamentos de los organismos juveniles mundiales, llega hasta los treinta años; entonces empieza una segunda juventud, que no me atrevería a llevar más allá de los cincuenta; pero ya con el medio cupón, cuando uno se da cuenta que no pesan tanto esos años sino que son un número que nos compromete más a trabajar, empieza esa tercera juventud que se alarga tanto como uno pueda, a base de voluntad y entusiasmo. Porque se es joven mientras se mira el pasado sin nostalgia y el porvenir sin angustia.
Yo aspiro a que todos nosotros, cuando recordemos los años pasados, los recordemos sin tristeza, sin el dolor de aquello que según el poeta «siempre fue mejor», sino con la satisfacción de un antecedente que nos obliga a seguir viviendo y luchando, como el ejemplo de nuestros maestros. Porque así como Carlos Morales o José Rafael Mendoza estuvieron en el bufete o en la cátedra o en la publicación de libros, en la víspera misma de la muerte, a pesar de que habían traspasado ya los 80 años, así mismo, el renovar nuestro compromiso y nuestra amistad nos hace tomar nuevo empeño y nueva fuerza para seguir trabajando y luchando hasta que Dios quiera. Todo ello en la seguridad de que el día en que termine nuestra ruta otros seguirán por el mismo sendero, si hemos tenido suficiente convicción y firmeza para proyectar ideales que vayan mucho más allá de los mezquinos intereses.
Queridos compañeros: esa amistad que surgió en las aulas de la Universidad resiste al tiempo y resiste también a las inclemencias, a las dificultades y a las contradicciones de la vida. Siempre se conserva como un hecho fundamental e indiscutible. Nuestras esposas, para las que esta noche ha habido un justo y merecido reconocimiento, son testigos de gran parte de estos años, pero creo que para ellas se hace motivo de meditación el sentir de este encuentro, desde luego que la vivencia de aquella casona universitaria de San Francisco y de las tantas anécdotas que nos encontraron y nos vincularon, son para ellas historia contada pero no historia vivida.
Yo abrigo la profunda convicción de que esa amistad continuará siempre entre nosotros y agradezco profundamente a los compañeros que han hablado la generosidad que han tenido para conmigo. A mí me tocó, me ha tocado una función, un papel. A cada uno de nosotros le ha correspondido una tarea y yo creo que tenemos el orgullo solidario de que todos y cada uno, dentro de su función, dentro de su papel y dentro de su campo, ha logrado realizar acciones y acumular méritos que constituyen el patrimonio moral de nuestra promoción.