Memento por Rafael Caldera
Por Naudy Suárez Figueroa
Haber tenido trato político y humano –si es que puede hacerse de ambos una tajante división– de cierta estrechez con Rafael Caldera, han movido en mí algunas mezcladas reflexiones en torno a lo que, usando palabras de uno de los primeros poetas históricos griegos, habrían sido las obras y días del desaparecido hombre de Estado.
De primera intención, se me ocurrió que, para mejor entender unas y otras, no sería necesariamente improcedente arrancar de bastante atrás en el tiempo. Hacer, por ejemplo, mención de cómo el compromiso político-social de Caldera sería inexplicable si no se toma en cuenta la pirueta histórica dialéctica que había llevado a la Religión Católica a que, zaherida, como ella había sido, en el siglo XVIII por la Ilustración e intentada eliminar luego por la Revolución europea, bajo la acusación de ser, con las monarquías absolutas, el enemigo mayor de la libertad y de la igualdad, esa misma Religión hubiera podido contraatacar exitosamente por la vía de la llamada Restauración Católica y probado mostrar de qué manera, por el contrario, la presencia de la igualdad, la libertad y la fraternidad en la historia de los pueblos de Occidente era inexplicable sin el decisivo papel que para ella había jugado justamente lo que el francés François de Chateaubriand había denominado el genio del Cristianismo.
Se me ocurrió también que se debería seguir por entender cómo, sentada la verdad de tal premisa, no habría resultado, en fin de cuentas, milagrosa, la aparición, en el mapa doctrinario europeo del siglo XIX europeo, de lo que se dio en llamar el catolicismo social, con sus curas y laicos precursores a la manera de Lamennais y Balmes y su Papa León XIII, la lectura de cuya encíclica Rerum Novarum hecha en los años finales del gomecismo por parte de ciertos jóvenes católicos venezolanos –Caldera entre ellos– conduciría, mediante un proceso largo y complejo, a la aparición de la Unión Nacional Estudiantil, en 1936, y del Partido Social-Cristiano COPEI, diez años después.
Pensaba, o, mejor, imaginaba, en tercer lugar, cómo al Caldera que pudo ser un brillante jurista en campos como el derecho civil o constitucional o un destacado hombre de letras, lo habría conquistado para la política el descubrimiento del derecho social y tal vez otro descubrimiento, tanto más fundamental aún que éste, a saber, el de la excelsitud moral de la actividad política en sí, que había conducido al filósofo Aristóteles a escribir hace más de veinte siglos:
«Todas las ciencias, todas las artes tienen un bien por fin; y el primero de los bienes debe ser el fin supremo de la más alta de todas las ciencias; y esta ciencia es la política. El bien en política es la justicia; en otros términos, la utilidad general».
En una cuarta instancia, se me ocurría que era del caso compartir una convicción en mi caso animada desde hace ya buen tiempo atrás, en el sentido de que, siendo preciso acotar los campos de los más importantes aportes dados a su país por el líder político desaparecido, no se podría dejar de destacar cuando menos un trío de ellos: la lucha por la justicia social, la lucha por la paz y la lucha por el Estado de Derecho.
La primera le había llevado a ser pionero de la legislación laboral, desde la audaz mocedad de los 20 años de edad. La segunda, a las iniciativas de pacificación política del país puestas en marcha durante sus dos períodos presidenciales. Y la tercera, a gobernar conforme las leyes y, de modo particular, conforme a una histórica Constitución, la de 1961, en mucho obra de sus propias manos. No en vano expresaría en una oportunidad el propio Caldera su convicción «… de que si el Derecho es la norma civilizada de convivencia, sólo a través de él los pueblos pueden alcanzar un destino que no quede enmarcado en circunstancias accidentales de personas o de grupos, sino que represente en forma segura y confiable la voluntad de la comunidad nacional».
Estas y más cosas ocupaban mi pensamiento el jueves 24, día del tránsito vital del hombre y del político Caldera, y el siguiente viernes 25. Pero en uno y otro día me sucedieron dos cosas que quizás digan más a cualquiera sobre el yo humano y el yo político del gran desaparecido.
En la noche de Navidad nos tocó a mi mujer, a mí y a uno de nuestros hijos compartir un rato con una familia vecina amiga, de origen sirio. Como era previsible, el peso mayor de la conversación se lo llevaron ciertas preguntas y observaciones sobre los rasgos contrastados de cultura de nuestros mutuos países.
Pero adonde quiero llegar es a que, en un momento de ella, la abuela de la familia árabe, con muchos años de vida ya en Venezuela, aprovechó para contarnos que hacía más de treinta, le había sucedido encontrarse en una ocasión en una parada esperando un transporte que la llevara a Las Minas de Baruta, portando a la mano el almuerzo para su esposo, quien era dueño en dicho lugar de un modesto comercio. Había empezado a llover con fuerza cuando vio pararse un carro a su lado y a un señor bajar un tanto el vidrio del mismo y preguntarle hacia dónde necesitaba ir. Dadas las explicaciones, la persona del carro, en quien ella había terminado por reconocer al Presidente Caldera, para asombro de nuestra amiga, la invitó a subir y dio orden a su chofer de que los condujera hacia donde ella les indicara.
Lo otro que pasó fue que al día siguiente, me llamó a casa un coterráneo de mi pueblito de Lara para preguntarme si podíamos vernos un rato. Como le hablé de mi intención de ir al velatorio del ex Presidente, inmediatamente aprovechó para hablarme de su Caldera –digamos– personal.
Esta vez la anécdota se remontó a los comienzos de los años setenta y tuvo como escenario una promoción barquisimetana de bachilleres a la que se le había dado el nombre del político. Mi amigo conservaba aún en sus oídos las siguientes palabras que, entre otras, entonces les dijera a los mismos:
«Mi nombre podrá ser combatido, discutido y criticado. Pero nunca se sentirán ustedes avergonzados de él».
Las evocaciones habían surgidos espontáneas de los socavones de las memorias de dos personas, entre un número seguramente muy grande de ellas, que no olvidaban algo que creían merecía recordarse sobre un hombre que hacía o decía cosas poco comunes como las referidas.