Mi amigo Caldera
Por Francisco Vera Izquierdo
El 24 de Enero de 1916 nació en San Felipe Rafael Caldera Rodríguez. A mi manera de ver, el personaje más apto para dirigir el país en todo el siglo XX. Sin considerar el XIX. En él se conjugaban el patriotismo, la honestidad y el talento, apoyados por un valor personal a toda prueba. En mi insignificante actividad política, he seguido fielmente a dos personajes: Rafael Caldera y Arturo Uslar Pietri. En El Morrocoy Azul se me diagnosticó arturoesclerosis, pero admiración subalterna sólo he sentido por el primero.
Mis ideas políticas son las de mi infancia y, por tanto, es de suponérselas erradas, pero mi alejamiento de tal actividad hace baladí una revisión; sin embargo, instintivamente rechazo a quienes busquen beneficio con sus virajes. En el año 1962 el antigobiernismo me hizo uslarista y mi inolvidable amigo Fidel Rotondaro me impuso como concejal por lo que después se llamó Frente Nacional Democrático, y en ese partido, callé por disciplina, frente a los frecuentes desatinos de su dirigencia.
Fundamos el FND en la casa de los Punceles, y Arturo se vino conmigo en mi carro. Me dijo que le diera mi opinión en general y le contesté que nuestro electorado nos había seguido porque éramos oposicionistas, pero me adujo que si lo éramos, Copei se cogía el país. Lamento no haberme equivocado al decirle que si entrábamos al gobierno, Copei sí se cogía el país.
Un día en Columbia, Nueva York, estábamos conversando varios profesores sobre Rufino Blanco y dije conocerlo bastante bien y creer que a fuerza de tesón había logrado hasta hacerse escritor. Alguien dijo que eso era venezolano y que así pasaba con Uslar Pietri.
Yo, en cambio, pienso muy favorablemente de Arturo, si bien ya lo creía carente de visión política. En 1943, en casa de mi tío Francisco, le dijimos que un partido no podía formarse desde el Gobierno. Desde el Gobierno formó el FND y medio siglo después, al entrar a la Ancha Base, disolvió el medio millón de votos que había logrado la Campana.
Repito que no he sido tan adicto a nadie como de Caldera, y me sorprendió su muerte cuando, olvidado su temporal adequismo, planeaba telefonearle para revivir una amistad comenzada de niños en el San Ignacio.