¿Cómo es Caldera?
Por Rodolfo José Cárdenas
Tomado de su libro: COPEI en el trienio populista 1945-48. La tentación totalitaria de Acción Democrática (1987), impreso en España por Hijos de E. Minuesa, S.L., ISBN 84-398-9403-1, páginas 106-110.
En «El Combate Político» refiere Rodolfo José Cárdenas cómo fueron los primeros momentos de contacto de la juventud del Táchira con COPEI; cómo Valmore Acevedo Amaya llevó al Colegio «La Salle» de San Cristóbal, donde estudiaban todos ellos, un recorte de periódico en el cual se informaba el nacimiento en Caracas, del Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI), a cuyo frente figuraba, según explicó el sacerdote Nerio García Quintero, «un católico de gran honestidad y talento», el doctor Rafael Caldera. De ahí la curiosidad por el personaje.
El 24 de febrero de 1946 estaban en el «Hotel Royal» de San Cristóbal los doctores José Antonio Pérez Díaz, Edecio La Riva y Humberto Barrios Araujo, con el obrero Ramón Pineda. A mediodía, al salir del colegio, nos fuimos hasta ellos Valmore Acevedo, Ceferino Medina Castillo, los hermanos Carrero Prato, Ramiro Chacón Méndez, el gordo Salas, otros y yo, a inquirir más por COPEI, a cuyo nombre había hablado la noche anterior por «La Voz del Táchira» el doctor Pérez Díaz. Un discurso que nos había impactado, no sólo por la elegante forma en el decir, sino porque los conceptos allí plasmados yacían en nuestra formación personal. En esta reunión se hicieron distintas preguntas. Yo apenas hice una sola: «¿Cómo es el doctor Caldera?». Casi sin mediar entre mis palabras y las suyas, abriendo los ojos para enfatizar sus palabras, respondió Edecio con su extraordinaria mímica: «Caldera es un monstruo».
Finalizando marzo, o comenzando abril, llegó al Táchira por primera vez Luis Herrera Campíns, a fin de preparar la visita de Rafael Caldera al Táchira, que se anunciaba para los días siguientes. De inmediato nos hicimos amigos. Corrió una empatía que dio paso a una acrisolada amistad. A Luis Herrera también le hice la misma pregunta: «¿Cómo es Caldera?». Sin meditarlo me dijo en tono cabalístico: «Cuando veas un grupo y allí esté Rafael, tú sabrás quien es Caldera».
Estas tres definiciones iniciales, oídas en enero, febrero y marzo de 1946, resultaron ciertas. Muchas veces he pensado en esas definiciones. Cada quien tocó distintas facetas de quien se convirtió en líder de COPEI. A lo largo de cuarenta años se ven en una persona muchas cosas: virtudes, defectos, pasiones, valores, grandezas, pequeñeces, matices, tornasoles. Porque en cuarenta años cambia la persona que se ve y la persona que está viendo.
En la tarde del 13 de abril de 1946, en San Cristóbal nos preparábamos para el mitin en la Plaza Bolívar. La Dirección Regional había ido a recibir a Rafael Caldera, al aeropuerto. Quedamos a encontrarnos en el «Hotel Royal», que distaba unos cuarenta metros de la Plaza Bolívar, sitio del mitin. Yo recibí el encargo de quedarme en el hotel, para atender a la gente. Por algún motivo tuve que subir al segundo piso y hablarle a la abigarrada multitud. Tal vez para indicar que ya estaba a punto de llegar Rafael Caldera, a quien yo no conocía. De repente hubo un bululú en la puerta. Un grupo más grande que la anchura de la puerta forcejeaba por entrar parejo. De inmediato fueron pasando, apretujados, rostros nuevos, caras desconocidas para mí. Vi a un joven alto, vestido de azul marino, pálido, de rostro universitario y de gran distinción humana. Pensé que era Caldera. Era.
Luis Herrera Campíns tenía razón: «Cuando veas un grupo y allí esté Rafael, tú sabrás quien es Caldera».
Desde que se fundó COPEI fue Rafael Caldera el líder indiscutido del partido. Nadie nunca tuvo la pretensión de disputarle su liderazgo. Todos los líderes de COPEI han reconocido que la naturaleza lo dotó de un talento superior a los demás, y que él, por su voluntad y esfuerzo, lo ha cultivado y engrandecido. Posee una «voluntad ética»; actúa por lo que su deber le manda y no hay obstáculo que lo desaliente si su moral lo impulsa. Desde lejos da la impresión de terco y obstinado, pero es firmeza, inconmovible si están de por medio sus convicciones. Es un político de deberes antes que de intereses.
Rafael Caldera ha sido, por fuera y hacia afuera, la suavidad caballerosa más encantadora. Su voluntad y su talento atropellaban, pero él diluía sus torrentes de superioridad en un mar de tacto. Notable también ha sido su asombrosa paciencia, la cual trasmitía siempre en emanaciones de confianza y serenidad. Por temperamento quizás, pero por cultivada reflexión mejor, ha sido un ser a quien la armonía, el equilibrio, la moderación, produjeron siempre una imagen de sobriedad circunspecta. Caldera, siempre, trasmitió confianza cuando alguien le planteó un problema; su autodominio ha sido demasiado conocido.
El intelectual que existe en Caldera se resintió por el ajetreo político. Su obra original, que le dio fama, la realizó antes de los 23 años (Biografía de Andrés Bello y Derecho del Trabajo. Posteriormente ha dado dos libros excelentes: Especificidad de la Democracia Cristiana y Reflexiones de La Rábida). El tiempo político ha absorbido al extraordinario intelectual. Sin la política, Caldera hubiera podido ser un pensador parecido a su admirado Andrés Bello.
Caldera ha sido prototipo humano de variadísimas facultades. Su magnetismo personal no fue tempestuoso, sino más bien frío, pero era difícil sustraerse a sus efluvios. Carecía de rudeza, siendo un gran carácter. Contra la opinión de sus enemigos, que pensaban en su autosuficiencia intelectual, era una persona que escuchaba y atendía. Podía compartir un criterio distinto al suyo si la densidad del argumento lo hacía valedero; su inmenso poder lógico lo llevaba a cambiar una decisión ya tomada, si por el cedazo de su inteligencia ingresaba una ajena sustancia convencible.
Caldera siempre fue un idealista práctico. Un hombre de pensamiento cubría a un hombre de acción. Nunca se perdió en teorías y abstracciones metafísicas que desbordaban los campos del razonar filosófico y político, pero jamás cedió ante la acción por sí misma. La acción se empobrece cuando no está abonada por el ideal. Su infatigabilidad para pensar guardaba relación con su energía para actuar; pero lo hacía todo serenamente, sin llamar la atención. Caldera era un hombre demasiado auténtico para ser llamativo y teatral.
La integridad personal de Caldera difícilmente ha aparecido antes en un político venezolano. No había temor ni halago ante lo cual fuera susceptible cuando estaba en juego una convicción o un valor moral. Incorruptible cuando el plano ético estaba en juego.
La humildad no parecía la fortaleza de Caldera, pero la soberbia no parecía su debilidad. Conocía bien que las grandes debilidades, como las pequeñas grandezas, pueden señalar rumbos, torcer caminos, malograr oportunidades. Cualquiera, con su talento y sus polifacéticas facultades, hubiera sido jactancioso, y él no lo era; hubiera sido altanero, y él no lo era en demasía; hubiera sido orgulloso a cántaros y él lo era sólo a dedales. Caldera en la dificultad era altivo, en la derrota era regio, en el combate era admirable, y en la victoria lo auroleaban tanto la modestia como la jovialidad. En aquellos duros años siempre fue valiente, confiado, sin miedo en el peligro.
El día en que se escriba una buena biografía de Caldera tendrá que concedérsele el mérito de haber estado luchando contra la corriente durante más de treinta años. Caldera le daba prioridad a otros valores, pero la libertad democrática se le convirtió en condición previa a casi todas las demás. Rechazaba la violencia y la enfrentaba. Creía en la solidaridad, en la igualdad, en el respeto mutuo, en el convivir tolerante, en la coexistencia humana.
A Caldera le gustaban un poco las donosuras en el decir, le agradaban los hechos jocosos, y él mismo cuando estaba de vena chusqueaba a sus amistades, incluso con saladas formas. No tenía querencias por la poesía, pues, su formación lógica y la pasión por los razonamientos y las sustancias, lo hizo siempre riguroso, aparte de que la naturaleza no le dio una candorosa vena poética.
Por su talento y por su formación Caldera rechazaba la vulgaridad, le desagradaban las crudezas, y parecía incómodo ante la ordinariedad. Pertenecía a la aristocracia del espíritu, pero jamás a la aristocracia de la sociedad, asiento ésta de muchas plebeyeces.
Caldera era un político elegante, el más elegante de los políticos del Trienio. Tenía un alto sentido de la distinción y de la finura, pero lo hacía con tanta suavidad humana que no parecía herir a los demás. Tal vez cultivó en demasía esta manera de ser diferente alejándose del modo de ser y de actuar de otros políticos.
Caldera tenía la más cordial y decente manera de dar órdenes. Muchas de ellas eran preguntas, muchas eran finas sugerencias, pero tenía más carga de mando que las destemplanzas y malcriadeces de los gritones, que tanto abundan en la política y en el poder. Quienes trabajaban de cerca con Caldera, tenían especialísimo privilegio de aprender a interpretar el valor de las palabras, de las inflexiones de voz o de los llamados a la mente para que obrara y funcionara con sentido lógico.
Todas esas cualidades de conductor, que apenas son menciones para ser completadas y desarrolladas en una buena biografía, estaban complementadas por el prototipo personal que hay en Caldera. No ha cometido excesos. Le gustaba comer bien, pero era sobrio. Tenía la capacidad cultural para saborear una copa de licor, pero no era aficionado a la bebida. No fumaba. Le gustaba la lectura, el cine, la ópera, el teatro, y tenía pasión por los viajes. Viajar era un premio a su afán de conocimientos, a su accesibilidad a nuevas gentes y realidades y a sus gustos humanos. Le apasionaba el juego del dominó, como el pueblo venezolano, y era pertinaz en una mesa cuando la suerte le era adversa; sus allegados hacían chistes sobre cómo se subían o bajaban ´puntos con Caldera si se lo ayudaba a ganar o a perder. Unos decían que jugaba bien moderadamente, y otros decían que jugaba moderadamente bien. Como yo no entendía ni de ése ni de ningún otro juego, apenas recojo el espíritu de algunas reflexiones que les escuché a sus camaradas de mesa. Le gustaban las bolas criollas, y tenía el vicio de no decir malas palabras. Caldera nunca hubiera podido ser un atleta sobre pista de un estadio, ni ser un tahúr sobre una mesa de apuestas. Carecía del don de la picardía, porque convertía el exceso de pulcritud en defecto.
Sólo los que venían de la UNE lo tuteaban dentro de COPEI. Para los demás existía como un vallado incorpóreo que no se podía apartar. Era una distancia, cuidadosamente cultivada, que todos sentían; era una distancia que no agradaba pero que se hacía respetar. A muchos les hubiera gustado haber llegado a la familiaridad del tuteo, que permite correr la amistad sobre la pampa de la libertad, y que puede elevar la amistad a la intimidad, pero Caldera parecía conceder por gradaciones, muy bien controladas por su voluntad, esa maravilla que se llama la amistad y que ante todo requiere de libertad y espontaneidad.
Caldera tenía cosas que no había tenido ningún líder anterior. Rómulo era Rómulo. Jóvito era Jóvito. Pero Rafael no existía. Era el «Doctor Caldera», y eso que apenas era un joven de 30 años de edad. A Cipriano Castro lo llamaban don Cipriano, pero a Gómez lo denominaban «El general Gómez». Esos fenómenos se presentan con frecuencia, en que un título suplanta a una persona, y basta decir «El Doctor», «El General», «El Cardenal», para que automáticamente detrás del título aparezca una persona. Los títulos, algunas veces, se convierten en parabanes del formalismo. La gente pensaba que Caldera era demasiado decente, pero nadie sabía qué querían decir con decencia. Tal vez era un caballero en una nación donde sólo había militares y políticos. Esos títulos pesan, dan gravedad, obligan a ser.
La actitud de Caldera frente al dinero era la de un hombre que había tenido una niñez de privaciones. Lo cuidaba meticulosamente, y los chismorreos de Guillermo Sandoval por «los vueltos» del doctor Caldera nos producían a todos risueños comentarios. Era un administrador severo y exigente. No tenía pecuniofilia, pero tampoco pecuniofobia. Si hubiera querido hacer dinero lo hubiera hecho en buena proporción, pues hubiera tenido clientes poderosos en su bufete. Se contentó con ganar el mínimo necesario y con administrar juiciosamente los proventos de sus heredanzas.
Caldera era un líder con autenticidad, de inconmovible perseverancia cuando algo se le metía en el magín, muy responsable, confiado en sí mismo, estudioso de sus decisiones pero firme en ellas cuando las había tomado. Le daba una gran personalidad el hecho de ser distinto a los demás, aún cuando también le restaba camaradería en el círculo de sus más cercanos compañeros.
Caldera había tenido buena formación. No sólo era un excelente mecanógrafo, y lo digo yo que le he sacado más dividendos a la máquina de escribir que a otro instrumento alguno, sino que también era taquígrafo. Escribía velozmente, y tenía aptitud para el periodismo. Sus columnas eran demasiado formales, pero no así sus notillas, comentarios y notas sueltas del periódico, que eran frescas y espontáneas. Yo lo vi hacer editoriales, taquitos, notas de difusión, y éstas me gustaban más, pero nadie sabía que eran de su pluma y quién sabe quien correría con la buena fama de que eran suyas.
Caldera se convirtió en uno de los más completos oradores venezolanos. No ha tenido nunca un torrente de voz impresionante. Nunca tuvo un dominio artístico sobre su voz, y más bien acusaba monotonía en sus tonos sostenidos y poco variados. Aprendió a expresar con pasión sus ideas, y como tiene tantas, era un orador con riqueza temática, con profundidad en la trama y con amplia pluralidad analítica. Siempre fue un buen orador para las academias, porque allí es el reino de las ideas. Su inmensa capacidad dialéctica lo convirtió en un formidable combatiente parlamentario. Tal vez fue allí, en la réplica parlamentaria, donde alcanzó algunos de sus niveles más altos como contrincante político. Poco a poco fue adquiriendo el dominio sobre la oratoria de masas, y logró el fenómeno de que, sin ser un orador popular por el lenguaje, por la jerga y por las metáforas, sin concederle a la galería y a las masas el honor de la chabacanería, no obstante era un orador de inmenso y extraordinario éxito entre las multitudes. Con el correr de los años se convirtió en un gran orador político. Años después del Trienio Populista apareció la televisión y en este nuevo medio de comunicación Caldera se sintió a sus anchas.
Mención aparte merece el dominio de Rafael Caldera en la televisión, que no puede llamarse oratoria, que tal vez sea más bien anti-oratoria. Allí Caldera demuestra la vastedad de su talento. En la televisión hay que tener especiales condiciones. Se requiere la versatilidad de que hacía gala Renny Ottolina. Pero también se requiere el encanto del talento y la cultura a lo Uslar Pietri. Caldera entiende que la televisión es distinta, que es un medio diferente a la oratoria política, y a la radio. Caldera sabe, mejor que nadie, que está muerto en televisión quien pronuncie discursos. La televisión es el arte de la conversación para hacer participar en ella al simple ciudadano que la escucha, en pantuflas, en su casa, con una cerveza en la mano. En la televisión no se afirma, se sugiere; no se exige, se exhorta. Caldera domina la displicencia estudiada cuidadosamente, pues es un gran televidente y le fascinan los programas de televisión. En la televisión no se puede hablar mucho, y no se puede hablar sino con suavidad y sin vehemencia. Su paciencia lo ayuda, pues el agitado y el agitador caen mal. En la televisión, antes que dar productos, la gente deja entrar en su mente a los procesos. La televisión es más para los profesores que para los líderes y Caldera es profesor, aparenta siempre improvisar y hasta a veces simula esfuerzo. Caldera sabe dar intimidad cuando la necesita o quiere, y él sabe envolver a la gente tanto con su sonrisa como en su displicencia. En la televisión, la sonrisa triunfa frente a la risa. El oyente quiere participar, como en los actos de fe sencilla, no predicada. El es un creyente que deja a la fe hacer lo suyo sin apabullar a nadie. En televisión hay que respetar y Caldera es un genio de respeto al prójimo.
Caldera era él, sin imitar a nadie, nada más que él, todo él y siempre él. Algunos líderes copeyanos se han convertido en sus imitadores, pero son descubiertos en seguida como moneda falsa, pues lo pretenden imitar en todo: en sus gestos medidos y comedidos, en sus palabras, en la entonación de la voz, en los flujos de sonrisa plasmada que nunca llega a carcajada tendida, en cómo se coloca el brazo en el hombro de una persona, en la oratoria –tanto en la monotonía de la voz como en la mímica-, en todo, menos en el talento. Son buenos copiadores, pero la mejor copia vale menos que la obra original. La mejor copia de la Mona Lisa es una copia, en cambio el rostro de la mujer de Van Der Weyder, o la gitana de Franz Hals son obras maestras, sin tener la belleza de la Mona Lisa. Lo mismo sucede en la política, en general, y en la oratoria, en especial.
En aquellos difíciles años de formación, sería imposible concebir a COPEI unido, unitario, democrático, idealista, organizado y popular, sin Rafael Caldera. Otros partidos se han dividido porque han carecido de la conducción serena de un Rafael Caldera. COPEI no se dividirá mientras viva Rafael Caldera.