Lucha cívica y discurso político
Por Macky Arenas
Palabras en la presentación del libro Ganar la Patria, volumen VII de la Biblioteca Rafael Caldera. Caracas, 21 de octubre de 2016.
Comencemos por establecer algunas premisas que, a nuestro juicio, aplican para el tema que abordaremos. Con sencillez y echando mano de anécdotas, como nos gusta a quienes andamos permanentemente en un solo despliegue mediático, atajando las complicaciones para hacerlas digeribles. La lucha cívica y el discurso político van de la mano. Pero a veces hay mucho enfrentamiento sin discurso o discursos vacíos, esos donde los supuestos interlocutores no se escuchan sino que cada uno intenta imponer su criterio haciendo caso omiso a cualquier argumento. Eso indica una degradación. En Venezuela, lo que antes eran apariciones de los presidentes por televisión -inauguradas, por cierto, durante el primer gobierno de Rafael Caldera-, aceptando luego una ronda nutrida de preguntas y respuestas, ha sido sustituido por los largos e inaguantables monólogos, notoriamente insoportables hasta para los propios.
La lucha política debe ser reivindicada en este país y la única manera es conjugarla con un discurso político que conecte con la gente a base de coherencia de vida. El mensajero debe mostrar en su ejecutoria la praxis de su mensaje. Cuando un producto no sirve para lo que dicen que sirve no se sostiene en el mercado. Ya puede usted invertir lo que desee: si no sirve se cae. Es una realidad implacable. Así es en la política la cual, a fin de cuentas, hoy es un tema de mercadeo. Hay políticos que se mantienen en la palestra hasta que mueren; otros desaparecen en el maremagnum de las crisis. Hay algunos que, como Rafael Caldera, perdieron elecciones. Un político pierde una elección y queda hecho polvo con sus seguidores desmoralizados. Pero se recuperaban y ese es el indicador. No perder, sino resurgir. Es una capacidad que solo mantiene quien guarda esa coherencia. Su vida pública es su discurso político. Richard Kapucysky decía que «Para ser periodista hay que ser, ante todo, buena persona». Muy acertado, pues si no tienes honradez no podrás acercarte a la verdad, reconocerla y menos divulgarla. Si no tienes compasión no podrás servir a la información y menos a la opinión. Y si no eres humanitario y caritativo será imposible que resistas un oficio que, más que una profesión, es una vocación. Siempre he sostenido que los comunicadores estamos para servir. El servicio es el oficio. Un poco como los políticos, que igualmente deben tener vocación más que ambición, de lo contrario la mecha no se aguanta y por ello vemos tanto político que se queda en la cuneta. Así que todo esto vale también para la política. Para ser político debía exhibirse un certificado de buena persona. Y esa exhibición no puede ser sino a través de proyectar coherencia vida pública-discurso político.
En estos momentos estamos presenciando el espectáculo deprimente de un combate político que, no por tener como escenario al país más poderoso de la Tierra, resulta menos indecoroso. Los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, Clinton y Trump han envilecido, no sólo el lenguaje, sino la majestad que debe acompañar la puesta en escena de quienes pretenden la representación del pueblo que ha construido la democracia más sólida del planeta. Cómo puede alguien reconocer la verdad en medio de ese barrial? ¿Qué significa eso? Si bien es cierto que toda campaña es una competencia que busca destacar las bondades propias y las debilidades ajenas, también lo es el que tocar ciertos fondos indica una degeneración que debía encender las alarmas y cuestionarse si se está haciendo política o más bien se exhibe la baratura de la condición humana. Hacer política, como decía el Papa Pío XII es experimentar la forma más excelsa de practicar la Caridad. Porque la política es servicio y, cuando eso se pierde de vista, puede ser una de las maneras más perversas de exponer cuán bajo podemos llegar a caer quienes, sin excepción, fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Es nuestra opción olvidar eso o mantenerlo presente. A eso lo llaman libre albedrío.
Cuando me solicitaron decir unas palabras en este acto inmediatamente vinieron a mi recuerdo algunas anécdotas vividas a lo largo del tiempo prolongado en que me formé para una actividad política para la que resulta obvio que nunca tuve la ambición de cargos de elección popular ni me entusiasmaba la burocracia gubernamental. Yo era una de esos raros especímenes que mataba el gusanito de la política, simplemente activando. Lo disfruté hasta que me tocó entrar de lleno en los medios de comunicación y encontré conflictos para llevar las dos cosas al mismo tiempo, así que opté por la comunicación. Es una forma de hacer política pero, a mi juicio, lo sano es hacerlo sin ataduras partidistas. Aprendí, no obstante, que la formación demócrata cristiana, esa que fatalmente hemos olvidado y descuidado, era crucial para hacer un periodismo ético.
Mi formación se desarrolló la mayor parte del tiempo trabajando al lado de uno de los líderes que forjaron la democracia que mi generación tuvo la suerte de disfrutar y que hoy buscamos rescatar. Rafael Caldera es una de las referencias obligadas cuando buscamos estadistas con estatura histórica. Más allá de lo que podemos señalar como sus errores o aciertos, nunca nos estará permitido olvidar que siempre tenía la mira más allá de sus circunstancias y limitaciones…y más cerca de su responsabilidad histórica. No hay líder tan inservible como aquél que no ve más allá de la próxima elección ni más acá que su particular ambición. Caldera no era de esos. Ciertamente era un hombre de poder, que buscaba el poder, formado para conducir, pero no a cualquier precio. Eso me lo dejó bien claro aquél mediodía en que Paciano Padrón y yo salíamos del comando de campaña para animar el mitin que habíamos promovido como el «terremoto juvenil» que estremecería Caracas y cuyo epicentro sería la Ave Bolívar, el lugar donde todos los políticos medían, por aquellos tiempos, sus fuerzas y posibilidades. Debíamos permanecer en la tarima unas tres o cuatro horas preparando la llegada del candidato. El propósito era arengar para mantener arriba el entusiasmo de la multitud. Era el 16 de Mayo de 1983. Estando ya de salida, el Doctor Caldera me llamó a su despacho. Entré y me dijo: «Cierra la puerta». No me senté, permanecí de pie, estaba apurada por encaramarme en aquella tarima y poner a funcionar todo el montaje musical y consignas que habíamos preparado y que de manera tan sabrosa describió la periodista Lucy Gomez en una crónica que acaba de ser recogida en un libro como una de las de mayor impacto de aquella campaña. El Presidente Caldera notó mi excitación, no obstante me pidió escuchar lo que tenía que decirme y estas fueron sus palabras: «Mira, Macky, yo se que tú me quieres mucho, pero te voy a pedir algo: no digas nada que no sea verdad. Por más que te emociones, no digas nada que, aún cuando te parezca que puede ayudar a convencer a la gente, sea exagerado o inexacto. Prométemelo»…yo lo prometí y, a pesar de mis pesares, cumplí.
Nunca olvidaré eso y, con el paso del tiempo, cada vez que lo recuerdo, me impresiona más el asunto. Parece algo trivial, un detalle…pero, a la distancia y sabiendo cómo se compite en estas lides por el poder, uno se pone a pensar ¿qué líder llama a su gente para aconsejar algo así? Me estaba pidiendo honestidad, hablar con la verdad. Y me estaba aleccionando. Sabía que yo era muy joven y que podía contagiarme con el gentío y usar el lenguaje de manera inadecuada. Y me estaba alertando: «Coge mínimo, pues, que hay cosas más importantes».
Otro de los grandes episodios que me tocó vivir con él ocurrió el día en que se perdieron esas elecciones. Por cosas del destino, yo estaba a mano en el momento en que todos quienes entraron en su despacho para anunciarle el resultado adverso, salían de allí cabizbajos y él quedó solo. Inesperadamente, con un gesto me invitó a entrar y, de nuevo, me dijo: «Cierra la puerta». Yo presentía la mala noticia. Él permaneció sentado en su silla, en silencio, mirándome. Yo me acerqué y, parada detrás de su silla, lo abracé. No hubo palabras, sólo unos segundos. Entonces dijo la frase que luego repetiría fuera, ante la multitud que colmaba la calle esperando su presencia: «Macky, si quieres hacer política por el resto de tu vida, recuerda siempre esto: el pueblo nunca se equivoca. Esto es duro, pero hay que aceptar que algo hicimos mal». Desde mi profunda frustración por la derrota que me estaba confirmando, nunca estuve más en desacuerdo con él y tampoco sé qué pensar ahora cuando recuerdo esas palabras, pero no iba a arruinar el momento. Poco después vinieron a buscarlo y recuerdo con mucha ternura que tomó mi mano, salimos hasta una especie de montículo, sobre el patio delantero de la casa contigua al Comando de Campaña, desde donde se dirigió a la gente y anunció que habíamos perdido las elecciones. Nunca dejó de apretar mi mano durante ese momento tan triste para todos. Yo solo tenía un nudo en la garganta y las lágrimas a punto de saltar. Es primera vez que lo cuento. Y hoy, pasado tanto tiempo, pienso que él estaba apoyándose, no en mí, sino en aquello que yo podía representar en ese instante, que era la juventud, lo que seguía, lo que él sentía que debía promover y fortalecer para dar alguna continuidad a todo aquello que parecía desvanecerse. Yo más bien me aferraba a su mano como a un mástil en medio de la tempestad. Sin duda, son momentos muy fuertes. Porque es muy cuesta arriba aceptar que en un instante puedes perder todo el esfuerzo de muchos años. Pero él era un demócrata cabal y sabía que jugarse cara o cruz el respaldo del pueblo era parte de la apasionante aventura política. Sabía que no era como el juego de dominó, que podía quedarse hasta ganar la partida. A duras penas dormí esa noche. Al día siguiente yo llegué, como siempre, muy temprano a la oficina y mi sorpresa fue grande al encontrarlo allí, en su mesa de trabajo. No lo podía creer: estábamos él y yo, solos en Cujicito a la mañana siguiente de la debacle. Me dijo: «Qué te extraña? Nada ha cambiado. Enciende las luces. Es un día como cualquier otro. Vamos a trabajar». Ese día hablamos mucho.
Luego de ese episodio resolví irme a los Estados Unidos para hacer algunos cursos. Fui a Tinajero a participárselo y a despedirme. Me dijo: «Bueno, veo que es un hecho. Yo pensaba proponerte para que integraras el Comité Nacional de Copei porque pude ver el trabajo que hiciste conmigo y creo que puedes ser muy valiosa allí. El partido necesita gente joven que se prepare y se foguee en el trabajo político. Pero si te vas, te respeto …mientras no sea por mucho tiempo. No estoy muy de acuerdo con eso de irse del país. Yo me formé íntegramente aquí». Yo le dije que no se preocupara, que sólo me iba unos tres meses….lo cual no era verdad, pero si se la decía iba a arder Troya. Al pasar un año me llamó a saludarme y sólo me dijo: «Esos son los tres meses más largos que he visto. A ver cuándo regresas».
Hacíamos muchas giras al interior del país. Un día, en vuelo hacia Maracaibo, me pidió que lo despertara exactamente cinco minutos antes de aterrizar. No perdonaba las siestas. Creo que las habría hecho colgado de una mata o parado junto a un poste de luz si le hubiera tocado. Cuando me disponía a tocar su brazo para avisarle, él se rió sin abrir los ojos y me dijo: «Ya estoy despierto». Realmente durmió profundamente pero su disciplina era tal que no necesitó de mi ayuda. Recuerdo claramente una vez que jugaban dominó en un hotel en Margarita y yo, que estaba encargada de poner orden en un programa particularmente cargado de actividades de la mañana a la noche, fui a aguarles la fiesta. Le dije que al día siguiente debíamos estar en Maturín y que tenía que irse a dormir. Puso cara de niño al que le han quitado el caramelo, pero dijo a sus acompañantes: «Ha hablado la jefa, así que se acabó el juego». Y tranquilamente se fue a su habitación. Lo acompañé hasta el pasillo por si lo sonsacaban en el camino. Él se reía y me decía: «No confías en mí». Yo le decía que confiaba en él pero no en los demás y que quería verlo entrar a su cuarto. Fue divertido. Pero el punto es que no importaba que él fuera el jefe. Obedecía a quien tuviera una responsabilidad en su equipo, sin importar si, como en mi caso, me llevara años de ventaja y experiencia.
Cuento todo esto porque siento que ejemplifica la vida de un político que confía en la democracia, en su pueblo y en la gente con la que desarrollaba su trabajo. En primer lugar, respeto por mis decisiones aún sin estar de acuerdo. En segundo lugar, recio ante la adversidad aun cuando el mundo se le viniera encima. En tercer lugar, disciplinado y severo, primero consigo mismo. En cuarto lugar, lenguaje sincero, hablar con la verdad. Podía ser duro a veces pero nunca dobleces ni caretas. Respeto, reciedumbre, sobriedad y disciplina. ¿Cuántos líderes pueden hoy exhibir esas cualidades? Uno podía no compartir lo que él pensaba, decía o hacía en algunos tramos del camino y me pasó varias veces. Había mucha gente –lo cual es comprensible cuando uno se para frente a personalidades tan imponentes- que se abstenían de decirle las cosas y a veces me las confiaban a mí para que yo se las transmitiera. Por ratos me tocaba llevar lo que él tal vez no quería escuchar. No obstante, jamás se molestó por ello y creo que todo lo facilitaba el que, por mi edad, mantenía con él una relación más paterno-filial que otra cosa, lo que me permitía cruzar ciertos umbrales. Y a veces los cruzaba planteando divergencias mías propias. Pienso que justamente por esa razón tiene validez este sencillo testimonio que he querido traer hoy acá.
Uno siente que el mundo se deshilacha en crisis que no encuentran liderazgos como el que tuvo la humanidad cuando un Churchill decía: «No puedo prometer más que sangre sudor y lágrimas». Como Adenuaer cuando pedía a los alemanes «Trabajo, trabajo y más trabajo» de cara a la reconstrucción. O como De Gaulle quien tampoco doró la píldora a los franceses. ¿Qué sentimos los venezolanos que vivimos esa transición de la democracia, que tan bien conocimos, a esta vergonzosa etapa donde nos hemos desdibujado y nos cuesta reconocernos? Cuando era apenas una colegiala recuerdo a los mayores decir: «No hay problema que resista una sentada entre Betancourt y Caldera». Los venezolanos sentían que ellos tendrían sus diferencias pero ponían al país primero. Era gente, como aquella de la generación de Independencia, como aquellos de la generación del 28, como quienes lucharon contra la dictadura de Pérez Jiménez, en la clandestinidad de verdad, gente seria peleando contra sátrapas serios. Hoy, todo parece haberse banalizado y, cuando vemos hacia atrás, ellos se levantan como íconos de amor por el país, de esfuerzo por la patria. Todos tendrían sus pequeñeces, sus miserias humanas, sus fallas, pero la balanza se va al piso bajo el peso de sus méritos y eso es hacer historia. Como le gustaba decir a Caldera, llenos del orgullo de ser venezolanos. Gente que no buscaba, como rezaba San Francisco de Asís, ser servidos sino servir. Gente que no estaba en política para hacer negocios. Gente cuya prioridad, en lo personal, era educar a sus hijos, dejarles un buen ejemplo y morir en la misma casa que con su esfuerzo se construía. Gente que quería pasar a la historia, no esconder la historia en el desván de las ambiciones.
El Papa Juan Pablo II, hablando en las Naciones Unidas en 1995, decía que la búsqueda universal de libertad y verdad es realmente una de las características que distinguen nuestro tiempo. El muy recordado Nuncio en Caracas, Monseñor André Dupuy, escribió en «Palabras para tiempos difíciles»: «Somos los seguidores de Aquél que ha proclamado la primacía del ser humano sobre las estructuras y las leyes de las sociedades. Ni el Estado, ni la Nación, ni la Patria constituyen valores supremos. Valor supremo es la dignidad de la persona humana». Esa dignidad y su resguardo y respeto deben ser las protagonistas del discurso político pues, al fin y al cabo, es el sujeto y objeto de la lucha cívica.
Andrés me sugirió leer especialmente el capítulo «Veinte años de vida democrática» de este nuevo libro de la biblioteca Rafael Caldera y en verdad uno no puede sino sentir respeto por una vida que nos muestra las luchas que se libraron para dejarnos un país digno. Dios quiera que esta experiencia de dictadura de nuevo cuño nos deje lecciones que asimilemos y con ello logre disipar el temor que el Presidente Caldera expresó en ese texto: «Y hay muchos jóvenes en Venezuela que no se imaginan lo que fue la tiranía y lo que representa como ganancia fundamental la conquista de la libertad». Ahora, nos toca a nosotros hacer nuestra parte.
Muchas gracias.