Para presentar Justicia Social Internacional
Por Rafael Tomás Caldera
Caracas, 31 de enero de 2015.
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Para Rafael Caldera, primer corresponsal en Venezuela de la Organización Internacional del Trabajo, la Declaración de Filadelfia del 10 de mayo de 1944 fue como una clarinada que había de resonar hondo en su conciencia. Así, hasta el fin de su vida no cesaría de hacer referencia a ese importante documento, para recordar que «la pobreza, en cualquier lugar, constituye un peligro para la prosperidad de todos». Hay en la naturaleza de las cosas un llamado a la solidaridad, que los hombres debemos realizar de modo voluntario para lograr una convivencia universal en la paz.
No había terminado la Segunda Guerra Mundial. Por eso, la reunión de la Organización Mundial del Trabajo tuvo lugar en los Estados Unidos, en Filadelfia. Allí se produjo esa memorable Declaración, «texto pionero —ha escrito Alain Supiot—, que pretendía convertir a la justicia social en una de las piedras angulares del ordenamiento jurídico internacional».[1] A ella, señala el mismo autor, siguió «algunas semanas más tarde, la conclusión de los acuerdos de Bretton Woods, luego, al año siguiente, la creación de la Organización de las Naciones Unidas y, finalmente, la adopción en 1948 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos», etapas ulteriores en las cuales se encuentra en acto el espíritu de Filadelfia.[2]
Leer en este primer documento del naciente nuevo orden mundial la rotunda afirmación de que «la paz permanente solo puede basarse en la justicia social»[3] venía a reafirmar sus convicciones. En efecto, el inicio de su carrera pública y de su vida profesional estuvo marcado por el Derecho del Trabajo. A los veinte años de edad, fue designado sub-director de la recién creada Oficina Nacional del Trabajo y colaboró intensamente en el proyecto de la primera Ley. Haría luego su tesis doctoral sobre ese tema, con el resultado de un libro reconocido en el Continente y que sería texto en las universidades venezolanas.
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A la distancia en que nos encontramos hoy, en la sociedad del conocimiento y de la información, se nos hace difícil pensar en la cuestión obrera, después cuestión social. No que el trabajo y su remuneración hayan dejado de ser problemas de primera importancia en toda sociedad, sino que hay ahora formas múltiples de desempeño laboral y, por consiguiente, de inserción en el proceso productivo o de prestación de servicios.
En cambio, sigue vigente —en Venezuela, de modo apremiante— la cuestión del desarrollo, como vino a plantearse luego en la doctrina todo lo referente a la cuestión social.
La reconstrucción del mundo tras las guerras de la primera mitad del siglo, las tensiones de la guerra fría con la lucha entre diversas concepciones de la sociedad y de la persona, el proceso de descolonización ocurrido a partir de los años sesenta y —casi podría decirse sobre todo— el impacto del desarrollo científico y tecnológico en los modos de producción, pusieron sobre el tapete mundial la cuestión del desarrollo. Para muchos de los actores y voceros, se trataba del desarrollo económico: el paso de las economías tradicionales a economías modernas, cuyo rendimiento pudiera asegurar la superación del hambre y la miseria.
Pero no es el caso hacer un recuento de las décadas del desarrollo, sus logros y fracasos. Importa destacar que, en el año de 1967 con la encíclica Populorum progressio, se amplió la concepción del desarrollo para hablar de un desarrollo verdadero, es decir, «el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas».[4]
Afirmaba el papa Pablo VI que el desarrollo «debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre».[5] Sin ello, acotará años más tarde Juan Pablo II, «la mera categoría de ‘progreso’ económico se convierte en una categoría superior que subordina el conjunto de la existencia humana a sus exigencias parciales, sofoca al hombre, disgrega la sociedad y acaba por ahogarse en sus propias tensiones y en sus mismos excesos».[6]
Este planteamiento de la noción de desarrollo es la concepción del orden social que anima a Rafael Caldera. Una concepción intrínsecamente dinámica, según la cual el progreso es una tarea permanente. La tarea de realizar la justicia social, esto es, una justicia no para regir relaciones estáticas sino con el valor de un principio de cambio. Una justicia que exige el aporte de todos para modificar las condiciones de vida y lograr el bien común.
Al propio tiempo, hay en ello la comprensión de que no se trata de un problema local sino mundial. «La pobreza, en cualquier lugar, leíamos en la Declaración de Filadelfia, constituye un peligro para la prosperidad de todos». Dicho en sentido positivo, ese paso de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas en que consiste el desarrollo ha de ser de todo el hombre y de todos los hombres. La justicia social debe regir no tan solo en el interior de cada nación sino que debe conducir la dinámica del mundo, para que lleguemos a una verdadera comunidad donde se pueda alcanzar un bien común universal.
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En el libro que presentamos, hemos incluido tres textos diversos y complementarios sobre la justicia social internacional. Ellos dan fe de la preocupación de Rafael Caldera sobre el tema y al mismo tiempo de su prédica y su esfuerzo constantes para plantearlo en foros decisivos. Como es razonable, tales textos comportan algunas repeticiones, a la vez que aportan razonamientos o datos no incluidos en los otros. Su lectura puede ser hecha así en forma sucesiva para ver el panorama completo; o se puede leer solo alguno de ellos y no dejará de tenerse lo esencial del asunto.
A esos textos hemos añadido el discurso pronunciado en el Vaticano, en el Aula del Sínodo de los Obispos, en la conmemoración de los veinte años de la Populorum progressio convocada por el Santo Papa Juan Pablo II. Cierra el volumen, el discurso del Presidente Caldera en la Asamblea General de las Naciones Unidas con ocasión del cincuenta aniversario de esa importante organización mundial.
En el último cuarto del siglo veinte, que cubren dichos textos, se produjo sin embargo, un retorno de las tesis del liberalismo económico, sobre todo a partir de la caída del muro de Berlín y la desintegración del bloque comunista. Con ello, se ha pretendido imponer una ideología del mercado, que desconoce las exigencias de la justicia social. Alertaba Caldera a los Jóvenes Demócrata Cristianos reunidos en congreso en Costa Rica en 1991: «El naufragio económico del socialismo real hace que se sostenga que el mejoramiento social de los pueblos solo puede lograrse como consecuencia del auge de la economía, al cual deben someterse todas las otras aspiraciones de la sociedad, mientras se logra una reactivación que se supone traerá automáticamente el mejoramiento de las condiciones de vida».
A los participantes en el coloquio internacional sobre Economía ¿para cuál futuro?, en Roma en noviembre de 1995, escribía: «En todas las sociedades, pero en particular en aquellas que aún están experimentando retardos en su desarrollo, como es el caso de la mayoría de los países de América, las líneas del debate ideológico se han modificado. La mundialización es una realidad. La libertad de expresión ha abierto nuevo vigor ante el fracaso del totalitarismo. El mercado se ha impuesto como determinante de la actividad de los agentes económicos, y ello, naturalmente, ha redundado en una mayor creación de riqueza».
«No somos quiénes para negarlo. La libertad en todos los órdenes es un don preciado del hombre, y el cristianismo es baluarte de la libertad. Pero no está completo el cuadro. La pura libertad económica no se ha mostrado capaz de reducir la pobreza, atenuar las desigualdades sociales, eliminar el desempleo. Se replantea, por ello, el convencimiento de que las normas económicas deben atender a las circunstancias sociales, porque «la economía es para el hombre y no el hombre para la economía». Una posición que niegue la solidaridad, ignore la justicia social y exalte al individualismo de base racionalista, conduce a lo que Su Santidad Juan Pablo II ha calificado como «capitalismo salvaje”».
«El mandato de la caridad y del amor «ama a tu prójimo como a ti mismo» resume en su esplendorosa sencillez toda la doctrina. Vieja, muy vieja sí, pero también nueva, perennemente nueva».
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Al comenzar este año 2015, cuyo horizonte se avizora lleno de dificultades, en el plano internacional como en la vida del país, Rafael Caldera podría decir —lo hace a través de este libro—: sea nuestra voz escuchada.
Pesan sobre el mundo graves amenazas. Antiguas pretensiones imperiales intentan imponer su interés por encima y más allá del bien común universal. Ante eso, el argumento de la economía resulta ineficaz. La política será siempre cuestión de poder. La economía es una de sus condiciones. El gran dilema humano está en saber si todo se pone al servicio del afán de dominio o si, por lo contrario, el poder se somete a la regla de la justicia.
Está por construir un nuevo orden mundial.
El llamado de la justicia, de la solidaridad, de la ayuda fraterna entre los pueblos resuena en la voz del papa Francisco. Es un llamado a la conciencia, a la libertad de los hombres, en especial de aquellos en cuyas manos está el destino de las naciones.
Es preciso retomar el contenido ético de la política, poner la economía y la dinámica de la sociedad al servicio del hombre: de todo el hombre y de todos los hombres.
Digamos con el Santo Padre: «La dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar toda política económica (…) ¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo!» [7]
La solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante —añade—, se convierte en un modo de hacer la historia[8]. Así, la justicia social internacional —expresión de esa solidaridad— exige de los que más tienen y más pueden una mayor contribución a la comunidad mundial para lograr el desarrollo de la humanidad.
Tenemos una larga lucha por delante, decía Caldera al culminar su vida. Pero la lucha es hermosa cuando la guía un ideal.
Contamos con la ayuda divina, el don de la gracia, que viene de Dios. Por medio de ella —nos dijo el venerado Papa Juan Pablo II —, en colaboración con la libertad de los hombres, se alcanza la misteriosa presencia de Dios en la historia que es la Providencia.[9]
La verdadera paz habrá de conseguirse para el mundo a través del bien común, el cual solo podrá lograrse cuando el espíritu de los hombres y de las naciones se disponga a acatar las normas de la Justicia Social Internacional.
Sea esta voz escuchada.
Muchas gracias
Referencias
[1] Alain Supiot, El espíritu de Filadelfia (La justicia social frente al mercado total), Barcelona, Península, 2011, p. 11.
[2] Cf. Supiot, ídem.
[3] Cf. Declaración de Filadelfia, II.
[4] Cf. Populorum progressio, n. 20.
[5] Ibíd., n. 14.
[6] Redemptor hominis, n. 16.
[7] Cf. Evangelio gaudium, nn. 203 y 205.
[8] Cf. ibíd., n. 228.
[9] Cf. Centesimus annus, n. 59