Para presentar Moldes para la fragua
Por Rafael Tomás Caldera
Caracas, 25 de mayo de 2016.
Al recibir en Roma, el día 6 de este mes, el premio Carlomagno «por su extraordinario compromiso a favor de la paz, de la comprensión y de la misericordia en una sociedad europea de valores», el Papa Francisco citó en su discurso al premio Nóbel Elie Wiesel —testigo de los campos de exterminio— para hablar de la memoria. Decía: «hoy en día es imprescindible realizar una ‘transfusión de memoria’. Es necesario ‘hacer memoria’, tomar un poco de distancia del presente para escuchar la voz de nuestros antepasados. La memoria no solo nos permitirá que no se cometan los mismos errores del pasado (cf. Evangelii gaudium, 108), sino que nos dará acceso a aquellos logros que ayudaron a nuestros pueblos a superar positivamente las encrucijadas históricas que fueron encontrando. La transfusión de la memoria nos libera de esa tendencia actual, con frecuencia más atractiva, a obtener rápidamente resultados inmediatos sobre arenas movedizas, que podrían producir ‘un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana’ (Ibíd., 224)».
Ese es el sentido del acto de hoy y del libro que presentamos.
Quiero, ante todo, dar las gracias en nombre de nuestra familia a la Universidad Monteávila por esta conmemoración del Centenario del nacimiento de Rafael Caldera. Cuando el Consejo Superior de la Universidad decidió hacerlo, nos contentó mucho la noticia no solo por el afecto filial, más que justificado, sino por el alcance de este gesto, que pone de relieve el empeño de la universidad en rescatar los valores nacionales.
En este caso, además, se da la circunstancia de un vínculo especial que une a Rafael Caldera con la Universidad Monteávila, puesto que siguió con atención sus primeros pasos, en parte también por su larga amistad con Enrique Pérez Olivares, autorizó su funcionamiento por decreto presidencial y estuvo aquí el año 2001 para entrevistarse con el Prelado de la Obra en su visita a esta casa de estudios, y asistir luego al acto en el cual Monseñor Echevarría nos dirigió la palabra.
Agradecemos a Ramón Guillermo Aveledo el esmero y el talento que puso en el prólogo de esta edición. Ramón Guillermo está dotado de un agudo sentido de lo humano, de lo personal, de lo biográfico, y sabe muy bien valorar los detalles de un personaje o de una situación. Su pluma, ágil y elocuente, nos ha dado páginas que se leen con mucho agrado.
Decía que el sentido de este libro es esa ‘transfusión de memoria’ invocada por el Santo Padre. Esta nueva serie de Moldes para la fragua, en continuidad con la edición original, constituye un patrimonio de recuerdos como el que tiene —y necesita— toda familia, toda nación, para preservar su identidad en el tiempo. En el prólogo a la primera edición, de mano del autor, se lee: «Precisamos de moldes para imprimir fisonomía a nuevos caracteres. Hemos menester de ejemplos para multiplicar lo positivo de la acción y la fe. Lo nuevo no tiene vigor de trascendencia si no se afinca en la realidad propia».
No son pues los datos «impersonales» del historiador, que intenta —por así decir— una presentación objetiva y desapasionada de lo ocurrido (sin lograrlo nunca). Hay aquí, como lo señala con finura el prologuista, un sesgo autobiográfico: se habla de aquello que entró en la vida de quien escribe y de la comunidad a la cual pertenece. Sí, incluso los dos «extranjeros» del inicio, vinculados estrechamente al autor por el común ideal social cristiano y, en el caso de Eduardo Frei, por una cordial amistad desde los días de la juventud. Y los tres que cierran esta selección —Pi Suñer, Blelloch y Juan Carlos Puig—, que participaron, en tiempos y de maneras diversas, en el proceso de construcción del país. Por eso justamente podemos hablar de patrimonio. Son recuerdos que nos pertenecen y que, a la vez, nos dan un sentido de pertenencia. Bien subrayó Juan Pablo II cómo el legado cultural de la nación polaca le permitió mantener su identidad, a través de los desmembramientos políticos y de su incorporación al imperio de otros pueblos. Así, uno de sus últimos libros lleva por título el muy significativo de Memoria e identidad.
Aunque resulte obvio, al menos para los que hemos vivido, quizá no para los estudiantes, muy jóvenes, permítanme recordar que Venezuela no siempre ha estado como ahora. No me refiero a la escasez de alimentos y de medicinas; a la inflación galopante; ni siquiera a la criminalidad, que ha conseguido llevar a ciudadanos corrientes hasta esa terrible acción del linchamiento. Me refiero a la subversión de toda jerarquía, que impide a la gente superarse; a la negación de los valores por un cinismo sistemático en el ejercicio del poder y de la palabra; a esa desintegración —como entropía social— que resulta de la muerte del Estado de Derecho y de la perversión de la institucionalidad. A ello se opone apenas, de manera explícita, la presunta receta de una tecnocracia para la cual la política no es el arte —y el compromiso— de realizar el bien común, sino un conjunto de políticas públicas para mejorar los servicios urbanos. Sin tomar en cuenta —entre otras cosas— la falsa narrativa instaurada en el país, que ha tenido por finalidad y por resultado dividir los corazones de los venezolanos y retrotraernos a la autocracia. Por eso se ha podido denunciar con razón, en fecha reciente, la ausencia de estadistas en el ámbito de nuestra vida pública, ya en el campo del gobierno, ya en las filas de la oposición democrática.
Por si fuera poco, vivimos un tiempo en el cual hemos entendido mal el pluralismo, que debe ser respeto de las personas, valoración de esas diferencias que enriquecen la vida social, no la afirmación de un «todo vale», producto de un relativista «nada vale».
Para enmendar ese vacío y luchar contra el despotismo de lo «políticamente correcto», así como contra la mentira oficial y el totalitarismo del pensamiento único, se requiere de personas abiertas a la mejor tradición del país, con carácter, de tal manera que puedan empeñarse con firmeza en realizar los valores. Personas que no teman decir la verdad, único camino para ser libres.
Tarea de la universidad es, primero que nada, formar a los jóvenes que a ella acuden. Esos jóvenes a quienes pertenece el futuro, porque les corresponde asegurar la continuidad de la nación, también ahora en Venezuela, cuando parece que su principal preocupación es la fuga del país en busca de un ambiente más favorable para su vida. Los jóvenes, a quienes corresponde mejorar las cosas, para lo cual han de aprovechar las lecciones de la historia: tanto el conocimiento de los errores, algunos de ellos reiterados porque corresponden a debilidades de nuestra manera de ser; como el aprecio y la consideración de las realizaciones positivas, en el ejemplo de esos ciudadanos que han encarnado los valores a los cuales la nueva generación debe dar cuerpo.
Los hombres y mujeres que se recuerdan en este libro son una guía para la formación propia, para la acción esperanzada. A lo largo de su historia y, en particular en el siglo pasado, ha habido en Venezuela gente ejemplar, digna de recordación por su trayectoria vital y por sus ejecutorias. Como dice Rafael Caldera en el prólogo de la primera edición, antes citado: «Da impulso saberse renovador de un sostenido empeño, revalorizador de un perdido gesto, o motor de una empresa común».
Nada mejor por eso que presentar esta nueva serie de Moldes para la fragua en la universidad. En esta casa de estudios, sobre todo, que tiene por norte franco la formación de las personas. Que se concibe como una comunidad de personas en una comunidad de saberes. Por tanto, en un propósito común de excelencia humana y de servicio a la nación. Aquí estas páginas pueden tener adecuada recepción porque, en cierta manera, han sido escritas para un auditorio semejante. «Son —dice el autor— trozos biográficos sobre personalidades dispares, pero en quienes hay de común el tener mucho de ejemplar».
Este libro es el sexto de la colección publicada con el título de Biblioteca Rafael Caldera por la editorial Cyngular, que dirige Sergio Dahbar. El propósito de la colección, como puede verse por los libros publicados y aún más por la recepción que han tenido, es fortalecer la conciencia de eso fundamental que requerimos para reconstruir la vida republicana y democrática en Venezuela. Para retomar el rumbo, señalado por nuestros mayores, en pos de una sociedad mejor donde las riquezas naturales del país puedan servir a la elevación de todas las personas.
A veces se ha comparado la vida de un pueblo, de una nación, al curso de un río. Pequeño en sus inicios, cuando brota el manantial, caudaloso quizás y de corriente fuerte en su curso posterior. Pero siempre en una continuidad en la cual lo que ha llegado a ser viene del pasado y se proyecta a lo porvenir. La vida venezolana ha estado sembrada de discontinuidades, de rupturas o, mejor, de intentos de ruptura con la tradición. El último episodio ha sido la sedicente «revolución bolivariana», que ha pretendido negar todo lo bueno realizado en el país antes de ella. Es deber nuestro recordarlo para reconstruir el presente y edificar el futuro.
Se repite con frecuencia que «los venezolanos no tenemos memoria». Acaso, más que falta de memoria, nos aqueje el defecto de vivir al margen de la condición temporal. Un poco, en sentido privativo, como niños inmaduros, según ha señalado alguno de nuestros escritores. Ocupados en lo que halaga nuestra imaginación, descuidados de lo real que, sin embargo, nos golpea y en ocasiones —como la actual— exige una cuota alta de sacrificio.
En todo caso, decía, es deber nuestro hacer presente la sustancia de nuestra historia, las vidas y las realizaciones de los hombres y mujeres que han sostenido el país a través de sus avatares y en su larga marcha por lograr una vida más plena en una sociedad desarrollada. El acto de hoy para conmemorar el Centenario de Rafael Caldera y presentar la nueva serie de Moldes para la fragua, que agradecemos de corazón, es ocasión propicia y, al mismo tiempo, parte —aunque pequeña, significativa— de la realización de esa tarea.