Mensaje al pueblo de Venezuela

Divulgado con ocasión del fallecimiento de Rafael Caldera el 24 de diciembre de 2009.

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Al término de una extensa parábola vital, puedo decir que he sido un luchador. Desde mi primera juventud, cuando Venezuela salía de la larga dictadura de Juan Vicente Gómez, hasta comienzos del siglo xxi, mi meta ha sido la lucha por la justicia social y la libertad.

Dos veces me tocó servir al país como Presidente constitucional y las dos fue mi primer empeño el que en mis manos no se perdiera la República. El pasado autocrático del país, su propensión militarista, los extremismos de la izquierda y las desigualdades sociales heredadas conspiraban contra el fortalecimiento de la vida democrática iniciada en 1958

Los líderes civiles luchamos durante largos años por construir en Venezuela una república democrática. Un país donde la presencia activa del pueblo en la decisión de los asuntos públicos se viera asegurada por la elevación de las condiciones de vida, el respeto a los derechos y la educación de los ciudadanos. Un país donde la firmeza de las instituciones acrecentara la separación de los poderes públicos y el imperio de la Constitución y las leyes.

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Es necesario retomar hoy esa lucha para sacar a la República del triste estado en que la ha sumido una autocracia ineficiente. Es preciso detener el retroceso político que sufrimos y poner remedio a la disgregación social.

Me siento obligado a repetir algo que pude decir hace años. El reto -decía- que enfrenta Venezuela podría sintetizarse en los objetivos fundamentales a lograr:

La paz política y social, para superar la angustia y la zozobra y para encontrar convergencia fecunda a la pluralidad democrática.

La promoción del hombre, a través de la libertad, para realizar la justicia.

El desarrollo económico y social, para impulsar la marcha vigorosa del país y vencer la marginalidad.

Por eso este mensaje constituye una reafirmación de fe democrática.

Representa la vigencia de las ideas que alentaron el surgimiento de los partidos demócrata cristianos, ideas y principios que marcan un rumbo claro y justo.

De nuevo presenciamos cómo se combaten los extremos del liberalismo económico y el socialismo colectivista. Y de nuevo hemos constatado el fracaso de ambas posturas. Vemos el mundo sumido en una grave crisis económica, fruto de un capitalismo que quiso eludir toda forma de control. Vemos en la América Latina la propaganda de nuevas manifestaciones de socialismo, que sólo han traído dictadura y miseria allí donde han sido gobierno, como en la hermana nación cubana.

Encuentro, además, ahora una ocasión de esperanza. Esperanza apoyada en los ideales que nos alimentan y que toma cuerpo en la nueva juventud de la patria.

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Ha sido larga la lucha por la libertad y la democracia. Esa lucha debe continuar. No cabe duda de que la democracia constituye la forma política más apta para garantizar y realizar la libertad. Pero aparte de su contenido sustancial, la democracia se reviste de formas, que aparecen como insustituibles, para expresar la voluntad del pueblo y permitir el libre juego de opiniones. El sufragio universal, la representación mediante el parlamento de la voluntad general, la existencia de partidos políticos, el régimen pluralista de corrientes y su expresión a través de los medios de comunicación social, viene a ser, si no la esencia misma, por lo menos la arquitectura para que la democracia se organice y funcione, el conjunto de medios prácticos para que opere un régimen político alimentado por la libertad.

Pensar que puede lograrse el desarrollo sin libertad, o a costa de la libertad, es olvidar que el desarrollo no tiene sentido si no es capaz de promover al hombre. Ni siquiera en su aspecto material es aceptable la posibilidad, porque un desarrollo material sin libertad sería incapaz de realizarse según un programa integrado, equilibrado y armónico, si a los puros objetivos materiales de aumentar la producción de bienes o transformar los sistemas productores, no los guían consideraciones de justicia, capaces de llevar su beneficio a todos los sectores y grupos de la sociedad.

Un gran aliento de libertad será el motor para la promoción del hombre. Creo en la libertad como la mejor condición de ascenso humano. No olvidemos las hermosas palabras de Albert Camus, testimonio de toda una generación: «La libertad es el camino y el único camino de la perfección. Sin libertad, se puede perfeccionar la industria pesada, pero no la justicia o la verdad».

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La democracia que hemos defendido es una democracia con sentido social. Una democracia donde se valore y se proteja el trabajo, pieza fundamental de la civilización.

Una sociedad democrática que enaltezca la familia, célula de la vida social. Por eso un gran empeño nuestro fue siempre la construcción de viviendas, a todo lo largo y ancho del territorio nacional, para dotar de hogares a tantas familias venezolanas que tenían derecho a aspirar a un futuro mejor.

Una sociedad volcada en la educación de las nuevas generaciones, no sólo para vencer el analfabetismo ancestral sino para desarrollar los niveles de educación superior que nuestro país requiere en el manejo de sus propios recursos. Si no somos capaces de formar, de capacitar, de darle sentido de seriedad, de trabajo, de responsabilidad y de técnica a las generaciones universitarias estaremos comprometiendo, irremediablemente, la verdadera soberanía nacional.

Hemos luchado también por la integración de nuestros países latinoamericanos, meta hacia la cual hemos procurado dar pasos firmes, a pesar de las dificultades antiguas y recientes.

Nuestra lucha ha sido siempre por la paz, convencidos de que ella es fruto de la justicia y el mayor bien que puede alcanzarse en la vida social.

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Hoy tenemos que decir sin embargo que nuestro gran desafío sigue siendo el desarrollo de nuestros pueblos.

Un desarrollo sustentable, con atención a las condiciones y recursos del medio ambiente. Un verdadero desarrollo, fundado en las personas y respetuoso de su dignidad.

He sostenido al respecto que los cambios deben afectar a las estructuras sociales pero para renovar y fortalecer las instituciones. Las instituciones representan o deben representar lo permanente; no lo permanente inmutable -porque la inmutabilidad en los hechos humanos conduce al anquilosamiento y a la muerte- sino lo permanente dinámico, continuamente renovado. Las estructuras en cambio representan lo contingente, la disposición de los elementos dentro de la vida institucional y han de ser ajustadas y modificadas para que cumplan su función. Por eso hay cambio y hay revoluciones.

En América Latina se ha usado y abusado del término «revolución» hasta el punto de que los pueblos se van tornando escépticos ante su reiterada invocación. En esta nueva encrucijada decisiva hay que tener bien claro qué es lo que debemos cambiar y cuáles son las metas que tenemos que alcanzar. Destruir por destruir no vale.

La conciencia de la comunidad está predispuesta contra esos sacudimientos revolucionarios que, en definitiva, conducen a acentuar el atraso y que, a vuelta de diversas peripecias, llevan a aumentar la dependencia.

Las nuevas generaciones, por su parte, anhelan lanzarse a la conquista de la tecnología, al dominio efectivo de los recursos naturales, a la integración armónica que dé a nuestras naciones entidad suficiente para no estar sujetas al capricho de las grandes potencias. En suma, aspiran a una revolución tan diferente de las revoluciones tradicionales que envuelva, si se permite el juego de palabras, una concepción revolucionaria de la revolución.

El instinto certero de las masas desconfía de la revolución sin libertad, de la revolución que menosprecia la libertad, de la revolución que amenaza con extinguir la libertad. Porque la libertad, si no significa por sí misma la plenitud de la liberación, es el presupuesto de la liberación, es el instrumento para obtenerla.

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Queremos la libertad para lograr la justicia y ejercer la solidaridad humana. Muchas veces he recordado que la Declaración de Filadelfia, en la Conferencia Internacional del Trabajo de 1944, en pleno conflicto mundial, dijo: así como la guerra, en cualquier parte, es una amenaza para la paz de todo el mundo, asimismo la miseria en cualquier país de la tierra es una amenaza ineludible para la prosperidad y el bienestar en todos los países.

En el programa del partido COPEI en 1948, reclamamos «la aplicación de los principios de la Justicia Social, que implican la defensa del más débil, en el campo de las relaciones económicas internacionales».

Al transcurrir el tiempo, la meditación en el problema y el enfrentamiento de soluciones concretas me fue llevando más y más a una constante y decidida convicción en favor de la Justicia Social Internacional.

He señalado el hecho de que todos los esfuerzos por la justicia social dentro de cada país se estrellan ante las dificultades derivadas de la falta de justicia social en las relaciones internacionales. No se trata solamente de que se establezca un nuevo orden económico internacional; se trata de que ese nuevo orden arranque de la convicción de que todos los pueblos deben contribuir al bien común internacional mediante el cumplimiento de los deberes que la justicia social exige.

En su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, el Romano Pontífice ha recordado al mundo que «la lucha contra la pobreza necesita hombres y mujeres que vivan en profundidad la fraternidad y sean capaces de acompañar a las personas, familias y comunidades en el camino de un auténtico desarrollo humano» (n. 13). «Por sí sola -añadía-, la globalización es incapaz de construir la paz, más aún, genera en muchos casos divisiones y conflictos. La globalización pone de manifiesto más bien una necesidad: la de estar orientada hacia un objetivo de profunda solidaridad, que tienda al bien de todos y cada uno. En este sentido, hay que verla como una ocasión propicia para realizar algo importante en la lucha contra la pobreza y poner a disposición de la justicia y la paz recursos hasta ahora impensables» (n. 14).

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Necesitamos, para ello, un resurgimiento de los partidos políticos. A veces, el lenguaje contestatario de las estructuras políticas de la democracia formal se concentra en un ataque severo contra los partidos políticos. Se llega a oír la afirmación de que los partidos están llamados a desaparecer, para ser sustituidos por otras formas de organización social. Pero los partidos son necesarios como instituciones de formación y de expresión de los programas políticos, como vehículos para establecer en doble vía la comunicación entre pueblo y gobierno y entre gobierno y pueblo, como estructuras indispensables para llevar en la vasta extensión del país una aspiración armónica y establecer una coordinación jerárquica entre las diversas partes que concurren a la vida común.

Ningún otro tipo de asociación puede llenar este papel; y si se crea, con otro nombre, un organismo para sustituir al partido, pronto se verá -sea cual fuere el nombre que adopte- que en definitiva lo que ha surgido es un partido más: con frecuencia sin las virtudes, pero con los defectos que al partido se achacan.

Los propios regímenes políticos que niegan el pluralismo ideológico y establecen una organización estatal a base de una exclusiva concepción doctrinaria, no niegan la existencia del partido sino su multiplicidad, y caen en el sistema de partido único, oficial y totalitario.

No habrá sin embargo resurgir de los partidos sin una verdadera calidad humana de sus dirigentes.

Nuestros pueblos volverán a valorar las soluciones propuestas por la Democracia Cristiana en la medida en que la línea seguida por quienes la propugnan sea capaz de interpretar a la gente sencilla, hablar un lenguaje directo hacia su corazón e inspirarle confianza en su rectitud de intenciones, en su convicción sinceramente vivida de que hay que realizar la justicia y la solidaridad social.

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Hemos de abrir caminos a la esperanza.

Tenemos una larga lucha por delante. La lucha es hermosa cuando la guía un ideal. Por eso la nuestra -que creemos en la persona humana, su libertad, la solidaridad y la justicia social- no aminora sino más bien alimenta la alegría, esa alegría interior que constituye la mayor fuerza para la constancia y predispone al éxito.

En mi larga vida de luchador, he tenido la oportunidad de ver altos y bajos en el camino de los pueblos de América Latina. Me llena de esperanza para el porvenir de nuestra nación la conciencia clara de que hay una nueva juventud que lucha por la libertad y quiere cambiar los actuales rumbos negativos.

Contamos con la ayuda divina, el don de la gracia, que viene de Dios, como recordaba el venerado Papa Juan Pablo II. Por medio de ella -nos dijo-, en colaboración con la libertad de los hombres, se alcanza la misteriosa presencia de Dios en la historia que es la Providencia (Centesimus annus, n. 59).

Al final, el tiempo de nuestra vida, intensamente vivido, también con el sufrimiento que marca el destino de todo hombre en esta tierra, está en manos de Dios. A su infinito amor y misericordia me confío.

 

Rafael Caldera