Homilía en el quinto novenario de Rafael Caldera
Juan Izaguirre, S.J.
Rector del Colegio San Ignacio de Loyola. Caracas, 8 de Enero de 2010.
Recordemos las afirmaciones del Evangelista San Juan, que en su primera carta nos ha dicho: «Dios nos ha dado la vida eterna y esa vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida».
Y en el evangelio de Lucas que acabamos de proclamar, aparece Jesús dando vida. «Si quieres, puedes curarme. Le tocó diciendo: Quiero, queda limpio». Y las muchedumbres acudían a oírlo y a ser curados de sus enfermedades. Mantengamos como telón de fondo estas afirmaciones, y reflexionemos brevemente sobre el misterio de la muerte.
La cultura moderna ha divulgado un modo diferente de mirar la muerte. El morir ya no interesa como hecho trascendente, ni como destino misterioso del ser humano. Se trata sencillamente de la interrupción de un proceso biológico, un «fenómeno natural» que hemos de aceptar como algo normal y ordinario. Pero, a decir verdad, nadie siente la propia muerte como algo natural, sino como un final inhumano.
Por otra parte, se esperaba que el progreso y el bienestar generalizado, harían olvidar poco a poco el «pequeño problema de la muerte», pero los hombres y mujeres de hoy siguen sintiendo la misma impotencia de siempre, cuando presienten cercano su final: «¿Esto era todo? ¿Por qué tengo que morir ahora?»
Por eso no es extraño leer también hoy afirmaciones de teólogos como Heinz Zahrnt: «El problema de la muerte y de lo que viene después de la muerte no es un problema superado. Está ahí tan vivo como siempre e, incluso, suscita un interés renovado».
De hecho se leen con avidez las experiencias vividas por individuos «vueltos a la vida», que pretenden decirnos lo que sucede en la muerte. Están de moda ciertas formas de «reencarnación» elaboradas a partir de antiguas doctrinas orientales. Pero la muerte no admite «soluciones de compromiso». Inútil recibir pretendidos mensajes del más allá. Inútil también buscar refugio en teorías reencarnacionistas, tan alejadas con frecuencia de su inspiración oriental. Ante la muerte sólo cabe una alternativa. O el hombre se pierde para siempre, o bien es acogido por Dios para la vida.
La esperanza de los cristianos en la vida eterna tiene como fundamento único la confianza total en la fidelidad de Dios, que como dice Jesús, es «un Dios de vivos y no de muertos». El posee la vida en plenitud. Donde él actúa, se despierta la vida. También en el interior de la muerte. Lo hemos escuchado en la carta de San Juan: «Dios nos ha dado la vida eterna y esa vida está en su Hijo».
En el momento de morir yo no podré disponer de mi vida. No podré ya relacionarme con nadie. Nadie podrá hacer nada por mí. No hay apoyos ni garantías de nada. Estaré solo ante la destrucción. O hay un Dios Creador que me saca de la muerte, o todo habrá terminado para siempre.
En ese momento la fe del creyente se hará total. La confianza se convertirá en abandono absoluto en el misterio de Dios. La única manera cristiana de morir es hacer de la muerte el acto final de confianza total en un Dios que me ama sin fin. Nuestra preocupación hoy no ha de ser satisfacer nuestra curiosidad sobre el más allá, ni alejar nuestros temores recurriendo a teorías prestadas de otras religiones, sino acrecentar nuestra fe en el Dios de la vida, que se ha manifestado en Jesús, dando vida. Hemos de escuchar en toda su hondura las palabras de Jesús al jefe de la sinagoga de Cafarnaún, ante la muerte de su hija: «No temas. Solamente ten fe». El ser humano se siente mal ante el misterio de la muerte. Incluso en estos tiempos de indiferencia e incredulidad, la muerte sigue envuelta en una atmósfera religiosa. Ante el final se despierta en no pocos el recuerdo de Dios o las imágenes que cada uno nos hacemos de él. De alguna manera, la muerte desvela nuestra secreta relación con el Creador. Es curioso observar que son bastantes los que asocian la muerte con Dios, como si ésta fuera algo ideado por él para asustarnos o para hacernos caer un día en sus manos. Sin embargo, la tradición bíblica insiste una y otra vez en que Dios no quiere la muerte. Nos lo ha dicho San Juan en su carta: «Dios nos ha dado la vida eterna». El ser humano, fruto del amor infinito de Dios, no ha sido pensado ni creado para terminar en la nada.
Desde las culturas más primitivas hasta las filosofías más elaboradas sobre la inmortalidad del alma, la humanidad se ha rebelado siempre contra la muerte. Intuye más o menos oscuramente que esa muerte no puede ser su último destino. La esperanza en una vida eterna se fue gestando lentamente en la tradición bíblica, no por razones filosóficas, sino por la confianza total en la fidelidad de Dios. Si esperamos la vida eterna es sólo porque Dios es fiel a sí mismo y fiel a su proyecto. Como dijo Jesús: «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos».(Lucas. 20, 38). Su proyecto va más allá de la muerte biológica. La fe del cristiano, iluminada por la resurrección de Cristo, está bien expresada por el salmista: «No me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu amigo conocer la corrupción».
Esta fe, esta seguridad en el Dios de la vida, que se manifestó en Jesús, es la que nos ha congregado aquí esta noche. Nuestra presencia aquí proclama la fe y la seguridad en que ese Jesús de la vida, se hizo presente en el lecho de nuestro hermano Rafael Antonio, y pronunció sus poderosas palabras: «Escúchame, Rafael Antonio, entra en la vida que yo te regalo para siempre». Amén.