El trabajo humano
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 28 de junio de 1989.
La aprobación en primera discusión por la Cámara de Diputados del Proyecto de Ley Orgánica del Trabajo ha despertado un desbordamiento de publicidad, agresiva y estentórea, que ha sorprendido y confundido a mucha gente.
La legislación del Trabajo en Venezuela comenzó, de hecho, en 1936. Antes había habido intentos loables de algunas personas y entidades y se habían sancionado algunas normas legales no carentes de mérito, pero ignoradas totalmente por la realidad. «Bajo Gómez todo nos estaba permitido», cuenta David H. Blelloch, el asesor técnico accidental enviado en aquel año por la Oficina Internacional del Trabajo (a propósito, la primera misión de asistencia técnica cubierta por el organismo ginebrino en el mundo) que le dijo uno de los jefes de las transnacionales de petróleo.
El proceso de elaboración y sanción de la Ley del Trabajo en 1936 fue corto, pero intenso. Me cabe la satisfacción de haber participado en él, muy joven todavía. Se abrían nuevos horizontes en el país, y el presidente López Contreras no vaciló en ponerle el cúmplase a la nueva y revolucionaria ley, el 16 de julio de 1936, siete meses después de haber asumido el Gobierno. Los ataques que se hicieron a la ley fueron recogidos en mi obra sobre «Derecho del Trabajo»: «que en Venezuela no hay cuestión social», que «la Ley del Trabajo es marxista», que «la Ley del Trabajo anarquiza la producción», que «la Ley del Trabajo arruina el productor», que «la Ley del Trabajo es exótica». No estuvieron ausentes, entre los críticos, voceros de las propias compañías petroleras, que realizaban el negocio más brillante de América Latina. Lo cierto es que la Ley del Trabajo entró en vigencia y ha sido uno de los factores más importantes para la transformación de Venezuela.
Teniendo ya cerca de 50 años de vigencia, tuve el atrevimiento de presentar al Senado un Anteproyecto para sustituirla. Antes, en el Primer Congreso Venezolano de Derecho Social, celebrado conjuntamente con el VI Congreso Iberoamericano de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social (los cuales tuve el privilegio de presidir), en Caracas, en noviembre de 1977, fue presentado un borrador del Anteproyecto por mis colaboradores Reinaldo Rodríguez Navarro, Juan Nepomuceno Garrido y Alberto Martini Urdaneta. Entonces se acordó lo siguiente: «Está madura la evolución del país hacia la adopción de una nueva Ley del Trabajo, por lo que resulta más aconsejable entrar a la elaboración de una nueva Ley del Trabajo antes de formular modificaciones de carácter parcial a la misma».
El Congreso dispuso darle amplia difusión al Anteproyecto y promover conferencias, simposios, seminarios, mesas redondas, etc., para recoger material en torno al mismo y pasarlo a los correspondientes organismos del Poder Público, que fue lo que en definitiva hice el 2 de julio de 1985. El Senado designó una Comisión Especial para estudiarlo, me encomendó la presidencia de la misma e invitó a la Cámara de Diputados a designar otra Comisión que conjuntamente con la senatorial integrara una bicameral, la cual estuvo durante tres años reuniéndose semanalmente. Esa Comisión abrió un debate nacional, invitando a las autoridades del Trabajo (administrativas y judiciales), a las organizaciones sindicales y empresariales, a los institutos académicos y a todos los que tuvieran interés en la materia, a participar en sus deliberaciones. De hecho, los asesores que designaron los diversos sectores fueron mucho más que meros observadores y se les otorgó el derecho de palabra en igualdad con los senadores y diputados integrantes del Cuerpo. El proyecto definitivo fue presentado al Congreso en sesión conjunta el 11 de agosto de 1988. La inmensa mayoría de los 675 artículos del Proyecto fueron adoptados por consenso; aquellos en los que el consenso no se pudo lograr, ocurrió lo que naturalmente tenía que suceder, es decir, prevaleció el criterio de la mayoría parlamentaria (en algunos casos, diferente del que sostuvo el suscrito, proyectista y presidente de la Comisión).
Sólo nueve meses después de introducido el Proyecto se le dio la primera discusión en la Cámara Baja. Los voceros de todas las fracciones parlamentarias se pronunciaron por su aprobación, reservándose el derecho de proponer modificaciones en el curso de la segunda discusión. Es incomprensible e injustificable que en nombre de organismos económicos que desde el primer momento durante cuatro años han estado informados del curso de las labores, se haya escandalizado a la opinión hablando de «madrugonazo», sacando argumentos que no resisten una discusión serena, y rechazando una explicación razonada de los temas de discusión.
El Proyecto es más importante por su contenido doctrinal que por el aspecto económico. Desde este punto de vista, lo que más puede pesar es la reducción de la jornada semanal de los obreros a cuarenta y cuatro horas, igualándolos con los empleados. Ese límite máximo ha sido disminuido con creces en la mayoría de los países del mundo. La elevación del porcentaje de las utilidades de las empresas, desde el diez por ciento actual a un quince por ciento, resulta verdaderamente modesta (y hasta mezquina) y no puede considerarse un costo de producción, puesto que las utilidades son lo que queda del producto después de deducido el costo. Lo demás, pasar del 25% al 50% el recargo por horas extraordinarias de trabajo, del 20% al 30% el bono nocturno, establecer un recargo del 50% por el trabajo en días feriados, eso ha sido sobrepasado hace tiempo por los convenios colectivos. Lo mismo, en cuanto a las vacaciones, un día más por año de antigüedad, hasta un límite total de 30 días continuos y un bono vacacional. Y por lo que respecta al preaviso, subirlo a 2 meses cuando la antigüedad del trabajador sea mayor de cinco años y a 3 meses cuando sea mayor de diez años, es perfectamente razonable. Como lo son también el aumento a día y medio el descanso semanal de los trabajadores domésticos y algunas disposiciones más.
Por ello, no se puede entender el escándalo formado. Hay normas que lo que hacen es condicionar o limitar una costumbre actual: por ejemplo, la de los decretos ejecutivos para aumentar el salario por el aumento grave del costo de la vida, que se sujetan a la condición de solicitar previamente opinión de los organismos empresariales y sindicales más representativos y del Banco Central de Venezuela y el Consejo de Economía Nacional.
Muchas de las normas objetadas pueden ser explicadas, pero también aclaradas y, de ser necesario, redactadas o modificadas en forma que no den motivo a la interpretación malévolamente supuesta por algunos portavoces de organismos empresariales. Pero es increíble que a estas alturas, por patrocinar esta Ley, no solamente me llamen «demagogo», como si se tratara, por mi parte, de una actitud postiza y no de un comportamiento sostenido por más de cincuenta años, sino también «marxista» y, además «hitlerista». Y que se sostenga que de ser aprobada la Ley conllevaría el cierre de las empresas, la ruina de la economía nacional y la imposibilidad de exportar, por el elevado costo del trabajo.
La verdad es que la dramática situación que vivimos se debe a otras causas: a la maxidevaluación de la moneda, a la elevación astronómica de las tasas de interés, a la liberación súbita de precios que los han llevado a niveles siderales. Los trabajadores no tienen la culpa. El trabajador y el profesional de clase media se hallan estrangulados y las clases marginales están pasando hambre de verdad. El déficit nutricional de la niñez actual lo pagará el país en el futuro con gravísimas consecuencias. Pretender que dentro de esta situación el reconocimiento de mayores derechos y la esperanza de mejores posibilidades para los sectores laborantes sería la causa de un desastre nacional, es confundir la gimnasia con la magnesia. Dentro de los desorbitados precios actuales, el único elemento que resulta barato para competir en el mercado internacional es el trabajo. Tengo las cifras más actuales, de países desarrollados y de países en vías de desarrollo de nuestro mismo ámbito económico, y en ellas se ve que cuando todo se dolariza, lo único que cada vez está más abajo de los niveles internacionales en Venezuela es el salario. Decir que nuestro proyecto contiene la protección laboral más avanzada del mundo, o que en los países industrializados no existen garantías de trabajo iguales a las nuestras –que en realidad son mucho mayores– lo que demuestra es una crasa ignorancia. O, para decirlo más suavemente, falta de información.
El Papa Juan Pablo II, en sus once años de pontificado, ha publicado siete Encíclicas. De ellas, dos han sido sobre temas relacionados con la justicia social. La última, «Sollicitudo rei sociales» (La preocupación social de la Iglesia), en 1987, con motivo de los veinte años de la «Populorum Progressio» de Pablo VI. La anterior, «Laboren Excercens», con motivo de los noventa años de la «Rerum Novarum» de León XIII, sobre el trabajo humano. Esta, en su número 12, afirma: «Ante la realidad actual, en cuya estructura se encuentran profundamente insertos tantos conflictos, causados por el hombre, y en la que los medios técnicos –fruto del trabajo humano– juegan un papel primordial… se debe ante todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del «trabajo» frente al «capital». Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto del cual el «trabajo» es siempre una causa eficiente primaria, mientras el «capital», siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa primordial.»
Yo creo en este principio. He creído en él a lo largo de mi vida. He tratado de ser consecuente con él. Que me llamen «marxista» o «hitlerista» con ignorancia o mala fe, por defenderlo, no me inquieta. Pero aseguro a los empresarios de buena voluntad que los autores o defensores del Proyecto de Ley Orgánica del Trabajo no estamos contra ellos, ni queremos hacerles daño, ni la Ley los va a perjudicar. Lo que les han hecho creer para instrumentarlos es falso. Y si les quedare alguna duda les digo que tenemos la misma voluntad, sostenida, anunciada e informada durante cuatro años, de dialogar y de buscar a través del diálogo el consenso. Manteniendo, eso sí, el propósito de ser fieles a la Justicia Social.