Artículo Rafael Caldera sobre Doctrina Betancourt

Recorte de El Universal del 20 de febrero de 1991, donde aparece publicado este artículo de Rafael Caldera.

¿Vuelve la Doctrina Betancourt?

Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 20 de febrero de 1991.

 

En su alocución de Año Nuevo, el Presidente de la República, al condenar el golpe militar en Surinam, no sólo protestó por el hecho y anunció la iniciativa de Venezuela en la Organización de Estados Americanos contra el mismo, sino que también informó haber decidido romper las relaciones diplomáticas con el gobierno usurpador. Un breve aplauso de un sector de la audiencia se escuchó al hacer el jefe de Estado esa declaración.

Desde entonces he sentido una preocupación que seguramente comparten otros venezolanos: ¿Ha vuelto la doctrina Betancourt? Tengo la impresión de que para adoptar aquella determinación, el presidente no agotó la consulta con los órganos establecidos para asesorarlo en materia de relaciones exteriores. Al fin y al cabo, si no es un hecho aislado que quizás pueda explicarse por razones circunstanciales, se trataría de volver a la práctica seguida por las administraciones de los presidentes Betancourt y Leoni y que, por las razones que muchas veces he explicado, me sentí obligado a abandonar cuando llegué a la Presidencia.

Es de justicia reconocer que Rómulo Betancourt fue un luchador apasionado y constante a favor del sistema democrático en América Latina y principalmente en el área del Caribe. Tanto lo fue, que el dramático enfrentamiento que sostuvo con el dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo Molina fue literalmente un duelo a muerte. He referido alguna vez que cuando los esposos Kennedy visitaron nuestro país, en diciembre de 1960, en la cena la señora Kennedy observó las manos quemadas de su anfitrión y preguntó horrorizada: «¿Qué fue eso?» Betancourt me pidió explicarle que «esto fue Chapita, pero que él está bajo tierra». Difícilmente puede imaginarse una más dramática respuesta.

En su preocupación permanente por la recurrencia de los golpes militares, el presidente Betancourt tomó la decisión de romper relaciones con los países donde aquéllos ocurrieran. A esta línea de conducta se le denominó «Doctrina Betancourt». Algunos internacionalistas la denominaban «Doctrina Tobar», por un canciller ecuatoriano que la desarrolló a principios de siglo; pero por la firmeza con que Betancourt la aplicó y por el ámbito que cubrió, su nombre le estuvo bien puesto a la práctica correspondiente. Quizás de hecho hubo excepciones a la regla, aún dentro del propio continente americano: recuerdo el caso de uno de los derrocamientos sufridos por el doctor Velasco Ibarra, en el cual no sólo no hubo rompimiento de relaciones, sino que se recibió en visita oficial al presidente Arosemena, quien como vicepresidente de la República había asumido el gobierno en virtud del acto de fuerza que defenestró al Presidente.

Los socialcristianos formábamos parte del gobierno de coalición presidido por Rómulo Betancourt, en virtud del llamado «Pacto de Puntofijo» y fuimos solidarios del jefe del Estado. Estuvimos entonces de acuerdo con la filosofía inspiradora de la «Doctrina Betancourt» y hoy seguimos creyendo que, desde el punto de vista de los principios, es inobjetable. Pero los hechos demostraron que la finalidad propuesta no se puede alcanzar si la acción no se toma en forma colectiva por un conjunto de países solidariamente dispuestos a aislar a los regímenes de fuerza. De no ser así, la medicina se revierte como pócima amarga para el país que solitariamente la aplica.

Cuando asumí el poder eran tantos los golpes que habían interrumpido en el hemisferio la continuidad democrática, que Venezuela corría el peligro de quedarse sola.

Había gobiernos militares en Brasil, en Perú, en Ecuador, en Bolivia, en Argentina, sin nombrar a Paraguay, Cuba y los regímenes nada democráticos que existían en América Central. Y sin sospechar siquiera que pocos años más tarde Chile, legítimamente orgulloso de su constitucionalidad, caería también bajo el yugo de un gobierno de facto.

Cuando se firmó el Acuerdo de Cartagena, de formalización del Pacto Andino (sin la firma de Venezuela porque en ese entonces no se habían aceptado todavía las condiciones que nuestra situación especial en materia económica requería y que se reconocieron sólo en el Consejo de Lima en febrero de 1973), los gobiernos de Chile (Frei) y Colombia (Lleras Restrepo) no tuvieron más remedio que suscribirlo con tres gobiernos de facto: el de Ecuador, el de Perú y el de Bolivia.

En resumidas cuentas, la «Doctrina Betancourt», sostenida por Venezuela con una gran dosis de buena fe, había venido a ser una acción quijotesca, que en vez de castigar a los usurpadores, se convertía en punición para nosotros, y en determinado momento nos podía condenar al aislamiento. Por eso dije en mi discurso de toma de posesión lo siguiente: «… sin desconocer el alto fin que movió a Venezuela a no continuar relaciones con gobiernos surgidos en el continente por actos de fuerza contra mandatarios elegidos por voto popular, considero necesario superar aquella posición. Aun manteniendo la esperanza de lograr un acuerdo hemisférico que ofrezca fórmulas para solucionar casos similares, cuya incidencia deseamos sea cada vez menor, la revisión de nuestra posición se impone por la realidad. Venezuela no puede quedar confinada, sin relaciones con pueblos vinculados al nuestro por obligante fraternidad».

Surinam es un aliado natural de Venezuela. El problema pendiente con Guyana, insoluto a pesar de los intentos de acercamiento, está encuadrado en un área geográfica en la que Venezuela tiene que tomar en consideración la actitud, los intereses y las aspiraciones de Surinam y de Brasil. El golpe de Boutersé es en todos los aspectos deplorable y muy justa es la enérgica respuesta venezolana. Pero hasta para lograr que se reinstale en ese país un régimen basado en la voluntad popular a través de limpios comicios, la ruptura no ayuda, sino todo lo contrario. La experiencia en otros casos es abundante.

Es de esperar, por tanto, que la decisión del Presidente se limite al caso concreto, adoptada en virtud de un impulso comprensible y ¿por qué no? noblemente inspirado. Si no ha sido un error, aun así, mejor no repetirlo; si realmente lo fue (yo así lo creo y pienso que otros también lo creen) se agravaría si se lo interpretara como un compromiso obligante, para el caso (¡Dios no lo permita!) de que el fenómeno reapareciera en otra u otras naciones hermanas.